Un Cámpora que no hacía caso
La presión fulminante de Cristina Kirchner desnuda como nunca antes el defecto de origen de la coalición peronista que prometía aquello de “volver mejores”
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Cristina Kirchner escribió un documento para la historia. Su Carta a los albertistas corre definitivamente el velo de la monumental ficción sobre la cual se edificó el Frente de Todos en 2019: la idea de que el peronismo se unificaba en un proyecto diverso, con un candidato a presidente moderado que se ofrecía como puente para superar las divisiones profundas entre los argentinos.
Enfurecida con los resultados de su experimento, Cristina le exigió ahora a Alberto Fernández que obedezca el pacto privado que lo depositó en la Casa Rosada. Le recordó que fue ella y solo ella quien lo puso al frente de la fórmula. “Le pido que honre aquella decisión”, escribió, dos años después, al final de un texto de 1782 palabras cargado de críticas feroces y reproches personales. Claro y sin doble lectura: yo te elegí, yo mando.
Ubica a Fernández en el lugar que ella le asignó y que él aceptó a sabiendas. Un presidente instrumental con la capacidad de juntar los votos que ella no podía proveer y que les permitiera disimular el regreso a la casa kirchnerista a aquellos dirigentes del peronismo que habían huido en la fase declinante del anterior ciclo cristinista.
La campaña del 19 estuvo marcada por el eslogan “vamos a volver mejores”, que se repetía como una enmienda subliminal al segundo gobierno de Cristina, dominado por la ortodoxia ideológica de La Cámpora y la visión económica de Axel Kicillof. El Frente de Todos se vendía como una alianza peronista contra las políticas recesivas que condenaron a Mauricio Macri, pero de ninguna manera como una reivindicación del pasado.
Había que apretar fuerte los párpados para no ver algo extraño en una propuesta que nació con la candidata a vicepresidenta designando por su magna voluntad al candidato a presidente. Fernández tuvo que dedicar gran parte de su energía a negar su vocación de títere. Nunca encontró una respuesta pública del todo convincente para explicar por qué ella -dueña del mayor caudal de votos en el peronismo- no figuraba a la cabeza de la lista. Lo presentaba como un “acto de generosidad” y de apertura hacia nuevos liderazgos.
Después de dos años de conflictos internos, de que la mano de la vice se viera detrás de infinitos movimientos del Gobierno, que la gestión económica ahondara la crisis heredara, que el escándalo de Olivos minara la confianza en la palabra del Presidente, que el 70% de los argentinos castigara al Gobierno en las urnas... Cristina reescribe el relato. Idealiza el 2015 como un paraíso de prosperidad “con el mayor salario en dólares de Latinoamérica y una inflación que era la mitad que la actual”. Le advierte a Fernández que no se arrogue méritos en el triunfo del 2019. El pueblo la votó a ella, empujado por la memoria de un tiempo feliz. Lo que penalizó el domingo, en cambio, es la actitud irreverente del don nadie que se creyó con derecho de tomar decisiones económicas a espaldas de su creadora (Vallejos dixit).
Curioso juego retrospectivo. Cristina habla como si la operación Alberto no hubiera sido producto del frío análisis de las encuestas de opinión: si ella iba sola perdía.
Víctima o cómplice
Cuando critica al entorno presidencial por supuestas “operaciones de prensa” lo hace para expresar su fastidio con el papel de víctima que ciertas informaciones atribuyen a Fernández. Lo desenmascara como cómplice de un montaje que está saliendo mal. Él era un armador político sin votos ni territorio. Venía de ejercer como objetor principal de Cristina y ese rasgo lo convertía en el señuelo perfecto para atraer a quienes querían terminar con Macri sin reincidir en el kirchnerismo explícito. Se aliaban (o votaban) a un crítico de las desviaciones institucionales, de los cepos económicos, la corrupción y el autoritarismo que caracterizaron al gobierno de Cristina.
En público él ofrecía concordia y progreso. En privado auguraba la fundación de un peronismo racional dentro del cual se diluirían voluntariamente los pibes ya crecidos de La Cámpora.
Apenas juró el cargo, Fernández archivó la ilusión del albertismo. Convirtió en prioritario no enojar a Cristina y a su gente. Dejó pasar la oportunidad de ganar autonomía que le ofreció el inicio de la pandemia, cuando su imagen positiva escaló hasta las nubes. Ahora se vislumbra un porqué. Quiso evitar que, en medio de una crisis sanitaria descomunal, la jefa se le apareciera para vaciarlo de poder. Le cedió cajas y despachos. Intentó complacerla hasta el punto de mimetizarse con su discurso y sus formas. Se enredó con la gestión. Rifó porciones de autoridad. Sin quererlo, se fue devaluando como instrumento político al despojarse del activo de la moderación que le permitía seducir al votante al que Cristina no llega. Ella se lo enrostra en la carta: “El domingo pasado nos abandonaron 440.172 votos de aquellos que obtuvo Unidad Ciudadana en el año 2017 con nuestra candidatura al Senado de la Nación”.
El coronavirus desnudó las fallas de un sistema de poder patas para arriba, en el que las decisiones tienen que pasar por tantas manos que no terminan nunca de ejecutarse. Emergió también una diferencia de fondo entre Alberto y Cristina sobre cómo enfrentar el desafío mayúsculo para el que fueron elegidos, que consiste en salir de la recesión y arreglar de manera sostenible la deuda impagable con el FMI.
El fiasco electoral del domingo agotó la paciencia de la vicepresidenta, que vio la hora de señalar un culpable y despegarse de la derrota con un fogonazo de indignación. Su Cámpora particular no le hacía caso. Y entonces decidió emplazarlo en público, por escrito, a que cumpla la letra chica del contrato. En 24 horas consiguió un cambio de nombres. Se van Nicolás Trotta y Sabina Frederic. Santiago Cafiero deja la Jefatura de Gabinete con el premio consuelo de la Cancillería. Wado de Pedro sobrevive pese a haber jaqueado al Presidente con las renuncias coordinadas del miércoles. Martín Guzmán tiene una vida más.
Cristina puede alardear que se impuso de manera fulminante. Aunque de semejante rabieta solo pueda emerger un gobierno débil, emparchado, limitado para resolver los problemas que lo llevaron hasta acá.
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