Un buen acuerdo, una mala persecución
Llegó la hora de que la administración de Alberto Fernández tenga un plan económico. El embrionario acuerdo con los bonistas, que le consumió ocho meses de su gobierno, fue una decisión política del Presidente. Un país hundido en el décimo default de su historia, que es lo que habría sido un no acuerdo, no era una resolución del ministro de Economía, sino del jefe del Estado. "No quiero ser el presidente del default", repitió varias veces Alberto Fernández en los últimos tiempos. Cumplió, y nadie puede negarle el mérito de haber alejado a la Argentina de otra vergüenza internacional y del sufrimiento social que hubiera significado un largo impago de su deuda. La solución final arribó cuando las dos partes decidieron ceder más de lo que aceptaban de antemano. Es el resultado de toda negociación con buenas intenciones. La Argentina terminó entregando unos 16.500 millones de dólares si se compara la solución final con la primera propuesta. Los acreedores concedieron más del 45 por ciento del valor nominal de sus bonos. El país se ahorró unos 30.000 millones de dólares. No es poco.
Aun cuando el cierre definitivo del acuerdo necesita todavía de varios pasos más, el hecho de que lo hayan aceptado los grupos más importantes de bonistas augura un final feliz para la reestructuración de la deuda. Y despeja de alguna forma el camino de la recuperación pospandemia, siempre que el Gobierno imagine un plan para reconstruir la economía maltrecha, en el estancamiento o la recesión desde hace casi diez años. La Argentina vio cerrar en los últimos años unas 50.000 empresas pequeñas y medianas. Es un derrumbe inédito, que se dio en los últimos dos años de la administración de Macri y en lo que va de la gestión de Fernández. Uno se quedó sin crédito después de heredar un déficit enorme de las cuentas públicas, y al otro lo sorprendió la pandemia no bien se sentó en la poltrona de los presidentes.
Por eso, el plan es más necesario que nunca. En un reciente reportaje al influyente Financial Times, el primero que dio a un medio extranjero, el Presidente señaló que no le gustan los planes económicos. Respuesta creativa para quien no tiene respuesta. Malo o bueno, viejo o nuevo, los países necesitan que sus dirigentes cuenten con un plan económico. Lo requieren para que los ciudadanos sepan cómo administran el dinero público, cómo lo recaudan y cómo lo gastan. Y para que las empresas privadas (que son el motor de todo crecimiento económico) conozcan de antemano las reglas del juego. ¿Les conviene invertir o es mejor guardar el dinero hasta una oportunidad mejor? ¿Vale la pena correr el riesgo?
En ese mismo reportaje, Alberto Fernández señaló que a él le gustan las metas, más que los planes, y señaló dos: la sustitución de importaciones y la industrialización. La sustitución de importaciones es una idea que circuló hace 50 años, pero que pasó de moda hace mucho tiempo. La Argentina forma parte ahora de un mundo interrelacionado también en sus estructuras productivas. La industria automotriz argentina, una de las más viejas y más desarrolladas, está virtualmente ensamblada con la industria automotriz brasileña. ¿Van a sustituir las importaciones de Brasil? Si lo hicieran, lo más probable es que gran parte de la industria automotriz argentina se mude a Brasil, donde está el mercado más importante. El caso de los autos podría repetirse hasta el infinito. Gran parte de la industria farmacéutica, por ejemplo, depende de la importación de drogas que se fabrican en el exterior. La matriz de la industria argentina necesita de insumos importados. ¿No les gusta? Tendrán que cambiar la matriz.
Cerrar la economía, que es lo que sugiere la sustitución de importaciones, benefició siempre a unos pocos y perjudicó a la sociedad, que debe comprar productos malos y caros. Los empresarios argentinos, que ya tienen a su favor la subvención de los aranceles que deben pagar los productos importados y el cargo del flete, deben asumir de una buena vez el desafío de la competencia. Esto no significa que el Estado sea indiferente a los casos de dumping y a la necesidad de proteger algunas industrias esenciales. Debe hacerse cargo de esos deberes, como lo hacen todos los países serios. La agroindustria, la industria automotriz, la de nuevas tecnologías o la de las tecnologías referidas a la salud (en parte, al menos) son industrias que tienen experiencia, trayectoria y buenos resultados en el país.
El plan económico lo hará el Gobierno o se lo hará el Fondo Monetario. El organismo internacional es el mayor acreedor del país con préstamos por 44.000 millones de dólares. La Argentina no puede pagar esos créditos tal como están programados. El FMI no acepta, por mandato de su estatuto, quitas en el capital ni en los intereses. Pueden reprogramarse los pagos, pero esa operación necesita de la negociación de un nuevo programa. El Fondo no prorroga nada: da un crédito nuevo con nuevos plazos después de aprobar un nuevo programa. Todo de nuevo. El programa incluye necesariamente un plan sobre el déficit fiscal, sobre la política monetaria y cambiaria, sobre la tarifa de los servicios públicos y sobre los subsidios, sobre todo a los que tienen algo, entre otros asuntos. O el Gobierno se sienta a negociar con un plan económico, que incluya esos aspectos de la economía, o el plan lo hará el Fondo y el Gobierno deberá aceptarlo. Kristalina Georgieva ha cambiado el discurso público del Fondo, pero ¿ha cambiado la filosofía esencial del viejo organismo? Solo un ingenuo puede suponer que el Fondo se ha convertido conceptualmente en el Foro de San Pablo.
La Asociación Empresaria Argentina saludó ayer el acuerdo con los bonistas y pidió una política de consenso y diálogo para recuperar el crecimiento de la economía. El problema de esa propuesta es que la administración de Alberto Fernández oscila entre los enunciados de consensos (incluso el de terminar con la nefasta grieta política) y los propios hechos que marcan una mayor profundización en la fractura política del país. No parece que el Presidente aspire a diferenciarse de su socia política, Cristina Kirchner, sino que se propone, a veces, competir con ella por la radicalización del espacio gobernante. Es una decepción, porque la promesa del Presidente fue precisamente la de terminar con los viejos odios de la política local.
En los últimos días sucedieron situaciones desagradables con motivo del viaje del expresidente Mauricio Macri al exterior. El fanático diputado cristinista Rodolfo Tailhade reclamó la "captura internacional" de Macri cuando este ni siquiera está citado por ningún juez. El jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, calificó a Macri de "entreguista" porque trató de simpatizar con empresarios españoles, que fueron durante muchos años los principales inversores en la Argentina. Cafiero, que también necesita de inversores extranjeros, retrocedió en su propia historia y se convirtió en una excepción en su familia, sobre todo si se lo compara con su abuelo, Antonio Cafiero. El propio Alberto Fernández calificó al gobierno de Macri como "una pandemia sin virus". ¿Es lo que ellos realmente piensan o es lo que quieren que lea Cristina Kirchner? Es cierto que el Presidente tiene una vieja aversión personal hacia Macri, pero la política debe poder superar las emociones porque no se construye con sentimientos, sino con principios y necesidades.
El oficialismo, empezando por Máximo Kirchner, criticó duramente a Macri por su viaje a Paris, como escala de un viaje posterior a Suiza, donde debe cumplir tareas como presidente de la Fundación FIFA. Macri paga de su bolsillo el viaje a Europa. ¿Importa en qué hotel se aloja? Cuando era presidenta, a Cristina Kirchner le gustaba alojarse en los mejores hoteles del mundo (el Maurice, de París; el Eden, de Roma, o el Mandarin, de Nueva York), que eran sufragados por los recursos del Estado. Macri nació en una familia rica. Eso lo sabía cualquier argentino antes de que lo votaran dos veces como jefe de gobierno de ciudad y luego como presidente de la Nación. ¿Por qué tendría que parar ahora en hoteles más baratos que los que lo alojaron siempre? ¿Por qué nadie decía nada cuando Cristina contrataba hoteles muy caros y, en cambio, es un pecado inadmisible cuando lo hace Macri con su propio dinero?
Cristina Kirchner pasó gran parte de los últimos años en Cuba, donde estaba su hija enferma. La esposa de Macri, Juliana Awada, tiene una hija de su primer matrimonio, Valentina, que vive con ella. Pero esa hija pasó los últimos meses con su padre, que vive en París. La ex primera dama quería ver a su hija, como Cristina quería ver a la suya. ¿Por qué no es criticable que Cristina haya viajado varias veces a Cuba para visitar a su hija y sí lo es que Macri haya viajado a París para acompañar a su esposa, que también quería ver a su hija? ¿Acaso Cuba no merece reproches porque la controla la familia Castro, pero es objetable que el expresidente viaje a la Francia democrática? Quien esto escribe no criticó nunca a Cristina Kirchner por sus viajes a Cuba. Era una cuestión familiar y humana. Esta fuera del análisis político.
Párrafo aparte merece la módica manifestación contra Macri en París (fue más que módica: fue insignificante) hecha por algunos argentinos que viven en París y que se dicen kirchneristas. Más allá de la detestable costumbre argentina del escrache, esos argentinos están contentos promoviendo la revolución latinoamericana desde los cafés parisinos. La gauche divine no ha muerto.
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