Un avance hacia un acuerdo con el que todos pierden y solo evita una catástrofe mayor
Tanto el Gobierno como el Fondo debieron hacer concesiones para lograr “el mejor acuerdo que se podía lograr”; pero no representa una solución para los problemas estructurales de la Argentina
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WASHINGTON.- Después de dos años de negociaciones, la Argentina y el Fondo Monetario Internacional (FMI) presentaron el perfil de un acuerdo con el que todos pierden. La gente, los inversores que apostaron por el país, el Gobierno y también el Fondo. Es el resultado de las concesiones para llegar al único acuerdo factible, el “menos malo”, que patea los problemas para adelante y estira el calvario, sin terminar de arreglar la economía. La virtud es evitar una catástrofe mayor.
El Gobierno y el Fondo entraron a esta negociación con amplias diferencias, pero con un mensaje similar: buscar “el mejor acuerdo posible”, en las palabras del presidente Alberto Fernández, un plan “sólido y creíble”, insistió el Fondo hasta el hartazgo. Al final, la negociación no tuvo más remedio que someterse a un baño de realismo. “Se llegó al mejor acuerdo que se podía lograr”, reconoció el ministro de Economía, Martín Guzmán.
Casi tres años después del fracaso del plan económico de Mauricio Macri, el Fondo Monetario y la Argentina insisten con la misma estrategia, el “gradualismo”, pero ahora con una supuesta convicción de que un ajuste fiscal más ameno y prolongado, y la puesta en escena de un respaldo político en el Congreso –un espejismo que aún debe forjarse– pueden llevar a un desenlace diferente. Lo que vendrá es un plan “light” para ir tirando, para salir del paso, o lo que en Estados Unidos llaman “muddle through”, algo así como atravesar el barro. No es una receta para el éxito.
Desde 1958, la Argentina ha firmado 21 acuerdos con el Fondo. Como si fueran un matrimonio disfuncional que vuelve a tener otra pelea calcada a las anteriores, el Fondo y la Argentina siguen tejiendo acuerdos, pero los problemas perduran. Cambian los gobiernos, los actores, las circunstancias, el mundo tira una pandemia sobre la mesa, pero la historia del Fondo y la Argentina sigue igual, inmutable. La posibilidad de que el próximo programa, el vigésimo segundo, resuelva los problemas que arrastra el país desde hace décadas sin un plan de fondo aparece como una utopía ya desde antes de su firma, una ilusión más acorde con las Crónicas de Narnia que con la realidad. Guzmán apuntó a una continuidad en la política económica con retoques –resta ver cuándo y cómo se desarmarán los múltiples “cepos”–, y no a reformas que cambien el rumbo. No se sabe tampoco qué haría la oposición.
Con un elenco nuevo y una dosis de pragmatismo, el Fondo entró en esta negociación con la expectativa de llegar a un programa robusto que sepultara el fiasco del fracaso del acuerdo con Macri, a quien el Fondo le dio el préstamo más grande de su historia y dos años después defenestró su estrategia económica al tildarla de “demasiado débil”. Al final, el Fondo –Georgieva, el staff, el G-7– aceptó pagar el costo de un plan que parece lejos de lo que en el organismo consideran óptimo. Todo, con tal de evitar un problema mayor. La misión del Fondo es rescatar países, no enviarlos a un default. Pero, ¿qué le dirá el Fondo a las naciones que quieran las mismas condiciones que la Argentina?
Alberto Fernández se ocupó de vender el acuerdo con un anuncio triunfalista. Dijo, falsamente, que el acuerdo “no nos condiciona” y “no nos impone llegar al déficit cero”. El Fondo siempre impone condiciones y siempre pide superávit fiscal. De hecho, Gita Gopinath, número dos del FMI, dijo después en Twitter que el acuerdo contempla déficit cero en 2025. La Casa Rosada terminará pagando el daño político de otro ajuste prolongado, igual que Macri. Aunque sea más tenue y el Gobierno intente ocultarlo y jamás hable de ajuste, la gente igual lo sentirá.
El Frente de Todos se lleva de la negociación un sendero fiscal más amable, pero deja varios reclamos políticos en el camino: no consiguió el plazo de 20 años que reclamaba el cristinismo para pagar la deuda, no consiguió que se eliminara la sobretasa –un pedido que zozobró tras una cruzada diplomática infructuosa–, y tampoco consiguió imponer el plan original de Guzmán, que quería llegar al equilibrio fiscal en 2027. El kirchnerismo de paladar negro se distanció del acuerdo, pero igual ahora deberá convivir con una realidad: con la firma, reconoce la legitimidad de la deuda de Macri, que siempre tildó de ilegal y política.
El anuncio llevó algo de alivio a los mercados luego de la tensión de los últimos días. Bajó el dólar paralelo, subieron las acciones, mejoraron los bonos y cayó el riesgo país. Pero pareció ser la consecuencia de que la Argentina se alejó del precipicio, más que un quiebre a una mejora perdurable, que difícilmente llegue si, tal como ocurrió con el plan de Macri, el futuro acuerdo fracasa en regenerar la confianza en la Argentina.
La credibilidad del acuerdo ya estaba fuertemente cuestionada. El apremio del Gobierno y la falta de detalles de los anuncios, tanto en Washington como en Buenos Aires, estiraron dudas y aumentaron esa deuda. Es un pecado original. No se sabe cómo se financiará el déficit, o cómo acumulará reservas el Banco Central. En Wall Street pocos creen que la Argentina cumplirá lo que firme, y especulan con que el Gobierno irá más pronto que tarde a pedirle al board del Fondo un waiver. Ningún plan económico funciona sin credibilidad, pero el Fondo y la Argentina firmaron lo que pudieron después de discusiones “constructivas” y “productivas” que se encaminan a un programa débil, y que deja la deuda y los desequilibrios al próximo gobierno. Alberto Fernández repite la historia de Mauricio Macri. La inquietud lógica, ahora, es qué dirá el Fondo sobre este acuerdo cuando se negocie el próximo.
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