Último adiós a Gregorio Dupont, un ejemplo enaltecedor
El recuerdo del diplomático fallecido días atrás, un hombre que tuvo el coraje de denunciar a Massera en tiempos aún del terror militar; ausencia de la Cancillería en la despedida
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Suscitaron ayer una atmósfera de irrealidad –de extraña, pero magnífica irrealidad en la Argentina de estos días– las exequias en la Recoleta de Gregorio Dupont, diplomático de inmensa valentía.
No hubo una multitud, pero sí decenas de parientes, de amigos y colegas que acompañaron los restos mortales de quien hizo públicas, en tiempos aún de terror militar, las confidencias que le había hecho, al ser trasladada a Buenos Aires desde París, Elena Holmberg, su amiga y compañera del servicio exterior de la Nación. Concernían a las trapisondas del almirante Emilio Eduardo Massera, entonces jefe de la Armada, y de oficiales navales de su confianza destacados en un centro piloto de operaciones en Francia.
Dupont había sido apartado en 1976 de la Cancillería, que conducían oficiales de la Armada, por manifestar desinteligencias con la política militar en relación con el régimen de apartheid de Sudáfrica. Se reincorporó con la democracia y llegó a la jerarquía de embajador.
Aquellas confidencias que costaron a Holmberg la vida en diciembre de 1978 y sumaron un asesinato más de autoría inferida respecto de las actividades de un grupo de tareas destacado en la Escuela de Mecánica de la Armada obraban de prueba de un acuerdo en gestación secreta entre Massera y Eduardo Firmenich, el líder de Montoneros y, por lo tanto, responsable también él de innumerables muertes violentas en el país.
La Cancillería estuvo ausente del último adiós a quien integra desde ayer el panteón de las figuras más honrosas, por la virilidad del coraje cívico, en la historia de la diplomacia argentina. Mejor que haya sido así por el papel desconcertante, lo menos que puede decirse, de la política de esta Cancillería. Incluso que la bandera que cubrió el féretro de tan ilustre ciudadano haya sido el aporte respetuoso de manos femeninas de su relación como sucedáneo de última hora de lo que había olvidado (o quebrantado) en la práctica ceremonial el Palacio San Martín.
La exteriorización periodística en su tiempo de las confidencias de Elena Holmberg provocó en septiembre de 1982 el secuestro y la tortura, acaso por error en quien debía ser en verdad el blanco por atacar, de Marcelo Dupont, hermano de Gregorio. Después de inferirle ultrajes inenarrables, más propios de bestias y demonios que de hombres, el cuerpo de Dupont fue despeñado de lo alto de un edificio en construcción, en Barrio Parque.
Pocas veces como ayer he tenido la sensación de que se despedía a un aristócrata en el más cabal de los sentidos. Un aristócrata que hasta atesoraba el encanto de la discreción y la serena elegancia. A un ciudadano que algún día tendrá de su país o su ciudad el homenaje condigno con la estatura cívica que alcanzó.
Imagino una calle, un puente, un edificio o un camino con su nombre como registro de ejemplo enaltecedor para quienes vengan después de nosotros. Y si no hubiera una nueva calle, o un nuevo puente, o un nuevo edificio o camino, para perpetuar en alguna parte de resonancia pública la admiración justa por lo que Gregorio Dupont fue, que haya un lugar donde otros que, habiendo hecho manifiestamente menos por la República y la grandeza de la moral de sus instituciones, y sí mucho por la propia vanidad, codicia y egoísmo, no trasmiten desde el metal o la piedra vanas más que el eco espectral de la Argentina decadente que azora al mundo.
Hablaron en la despedida de Dupont su medio hermano Daniel Palenque Bullrich –hijo único de la escritora Silvina Bullrich– y el embajador Federico Mirré.
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