En las alturas jujeñas, sólo Susques y Santa Catalina tienen hospedajes tradicionales. El turismo comunitario permite aproximarse a pueblos mucho más pequeños y vivirlos junto a la gente del lugar. Una experiencia para quienes canjean la deco por la autenticidad y el color local.
La Puna se nos revela por primera vez con los ojos y la voz de Martina Carrillo, una de nuestras guías locales en este viaje de tres días por pueblos alejados de los caminos principales, de las vías del tren, de los mercados y de los relojes en hora. Martina es joven y sólida como esos olmos siberianos que aparecen cada tanto al costado de la ruta, entre los arbustos de tola. Martina viste de negro, pantalón y campera, pero se protege del feroz sol del altiplano con un colorido sombrero de tela de aguayo. Cuando se ríe, se ríe con picardía. Sentadas en la camioneta del guíaGary Pekarek, mientras recorremos las rutas 65 y 40, desde La Quiaca hasta Cabrería, el caserío en el que nació, anoto todo lo que dice en un cuaderno amarillo.
Martina dice que es enfermera. Que vivió en La Paz, en San Salvador de Jujuy y ahora en La Quiaca. Que crió a cuatro hermanos y que "los tenía sonando". Que no está casada porque no tiene tiempo para eso. Que en su pueblo viven 18 familias, pero que alguna vez lo hicieron más de 150. Que la mayoría son pastores. Que la fiesta más importante es el 29 de junio, cuando celebran a su patrono, San Pedro. Que la fiesta dura tres días, que toman vino hervido, ponche y chicha, que entre todos se ponen de acuerdo sobre qué tienen ganas de comer (la última vez fue un cerdo), que una de las mañanas los van a despertar los sikuris con su música. Que hacen un ritual a la Pachamama y una misa, pero que en los últimos tiempos "hasta de curas hemos escaseado".
Martina dice también que tiene tres hijos, uno propio y dos de crianza. Que los tres son varones, que son sus guardaespaldas. Que al más chico lo llamó Atipaq.
A unos 70 km de La Quiaca, por ruta de tierra, hacemos la primera parada: Oratorio (antiguamente, Oratorio de la Santa Cruz), donde el atractivo principal es una austera capilla con techo de paja que fue construida en 1780. Sólo nos cruzamos con una nena que juega a inflar y desinflar un globo rojo junto a un potrero de tierra y de arcos pelados en el que pastan algunas ovejas.
Seguimos viaje y, a lo lejos, Martina señala el Mesón, un cerro que forma parte del territorio boliviano. "Dicen que arriba hay un lago seco. También dicen que le cayó un meteorito y lo dejó así: partido a la mitad".
El camino reserva otra maravilla: un punto panorámico natural que los locales conocen como El Filo y desde donde se pueden divisar los cerros verdes y suaves, y la ruta ondulante. Mientras sacamos fotos, Martina recuerda que la última vez que volvieron al pueblo, Atipaq, su hijo menor, se paró en ese exacto lugar, abrió los brazos y comenzó a gritar: "Soy libre, mamá. Soy libre. Me llamó la atención que dijera eso".
–¿Y vos qué sentís cuando volvés? –le pregunto.
"Para mí es mi cable a tierra; cuando estoy mal, necesito volver a casa y salgo fortalecida. Siempre encuentro una respuesta".
Unos 3 km antes de Cabrería aparece El Farallón, unos impactantes paredones de color ladrillo, con cuevas donde los viajeros se refugiaban con sus animales. La altura indica 3.670 metros sobre el nivel del mar. "Nosotros lo llamamos Palka o pollera de abuela. Todos lo conocen, los grandes y los chicos. Es una referencia. Lo traduzco a mi GPS porteño. Pienso que sería como para nosotros decir: nos vemos en el Obelisco o en la esquina de Corrientes y Callao.
Pasadas las seis, llegamos al caserío donde nació Martina, que queda a sólo 6 km de la frontera con Bolivia. Son pocos los viajeros que se adentran hasta aquí. Y, hasta hace unos años, los que llegaban se encontraban con un pueblo entero que se replegaba sobre sí mismo cerrando puertas y esas minúsculas ventanas de las casas de adobe. "Nuestros abuelos nos enseñaron así. Nos escondíamos", cuenta Agustina Morales, una de las emprendedoras gastronómicas que está al frente del único comedor del lugar, El Cabrereño (para hospedarse en Cabrería no hay). Junto a Azucena Carrillo preparan empanadas de maíz k’culli, pan morado con rica rica, grisines con sabor a muña, carapulca o la sopa machorra con carne desmenuzada bien cocida y harina de maíz, entre otras comidas locales.
Nos despedimos de Martina cuando ya se hizo de noche, una noche que promete una lluvia, que hace mucho esperan, y que dicen haber intuido en la textura de la luna de las últimas noches. Ya a bordo de la camioneta, y a través de la ventanilla, le hago una última pregunta a Martina.
–¿Por qué le pusiste Atipaq a tu hijo?
–Durante tanto tiempo nos dijeron que nuestras costumbres estaban mal, que nuestros nombres estaban mal, que sentí que tenía que recuperar uno de ellos.
Atipaq significa "vencedor", en quechua.
Esa noche dormimos en San Juan y Oros, un pequeño paraje a dos horas de distancia por un camino que se une a la ruta 40. Nos reciben en el parador solar comunitario (el pueblo se jacta de funcionar a energía solar). Después de un día largo, ofrece todo lo que necesitamos: una cama con mantas livianas y abrigadas, sábanas y toallas limpias y un baño con agua calentada durante el día por el sol. Mientras cenamos un bife de llama, las primeras gotas empiezan a repicar contra el techo de chapa.
ALTOS EN EL CIELO
De apenas un par de cuadras de extensión, San Juan y Oros se recorre rápido. Hay una iglesia con una puerta pintada de azul cobalto, donde me cruzo con una señora que baja del cerro. Fue a buscar quinchamali –una hierba que se da muy bien en suelos pobres y muy soleados de la región andina– para usarla como cicatrizante. Junto a la Escuela N° 368 Madre Alphons María Eppinger, algunas personas esperan el Andes Norte, el colectivo que sólo pasa los lunes, miércoles y viernes. Es el último día de clases y se siente cierta emoción. Los siete únicos alumnos le cantan a la bandera de la patria suya que les ha dado Dios. Bajo el sol, contra el viento y quebrando el silencio de la Puna.
Estamos listos para seguir viaje. Esta noche vamos a dormir en la casa de Juana Martínez, en el pueblo histórico de Rinconada, pero tenemos pensado hacer las tres horas que nos separan de allí sin apuro, parando donde tengamos ganas. Hablamos menos que el primer día: la Puna nos va volviendo silenciosos, nos perdemos en los paisajes y en nuestros pensamientos, y el mal de altura nos ronda. En mi caso, no es malestar, es un ligero extrañamiento, como si no pudiera pensar del todo rápido. Apenas un leve dolor. Agradezco haber escuchado y respetado los consejos que me dieron, básicamente tres: mucha agua, comer liviano y andar pausado.
Salimos de San Juan y Oros y hacemos 11 km por el lecho del río San Juan, escoltados por la escenográfica Quebrada de Paicone. Después, el paisaje se abre en todas las direcciones y divisamos la torre de la iglesia de un pueblo que se llama casi igual que el anterior. Este es San Juan de Oros. Es pintoresco y está abandonado. Sale a recibirnos un perro negro, que enseguida nos enteramos de que se llama Negro y de que es el perro de Primitiva Condorí, la única mujer que decidió quedarse; sus antiguos vecinos partieron hacia el mejor conectado Misa Rumi –a sólo 5 km por la ruta 7–, donde hay buena internet en la plaza principal y un almacén para comprar provisiones.
"Aquí nací, aquí tengo a mis llamitas", explica Primitiva, cuyas coloridas ropas contrastan con el paisaje terroso. Está vestida con capas, lo que tiene lógica en un lugar donde la amplitud térmica puede alcanzar los 30 grados: un tejido sobre una camisa con flores y, abajo de todo, una remera naranja. Sombrero de ala ancha gris, pollera y unas chancletas de cuero.
EN LA PENUMBRA DE RINCONADA
Saliendo de Misa Rumi hacia Casa Colorada el camino se pone difícil, piedras grandes que sacuden un poco la camioneta. Es una huella de lento tránsito que atraviesa el cauce del río Casa Colorada. Estamos a más de 4.200 metros de altura cuando divisamos la Laguna de los Pozuelos, que está llena de flamencos en plumaje nupcial y, a la derecha, el pueblo de Rinconada, que supo ser uno de los más importantes de la Puna, que vivió su fiebre del oro y fue sede de rebeliones y batallas. A 3.950 metros, es también uno de los más altos de la región.
"Estamos escondidos en la penumbra. Miles de turistas por año vienen a la Laguna de los Pozuelos, pero pocos llegan hasta aquí", dice Eudes Quispe, uno de nuestros guías locales, que nos pasea por los principales edificios públicos –el cabildo con calabozo, de 1670, la iglesia, de 1690– y por la antigua mina bajo el pueblo. Luis Martínez, su colega, exbuscador de oro y de vidas (fue obrero, pastor y ahora está entusiasmado con el turismo), nos lleva hasta el río para mostrarnos el ritual del lavado de oro en fuentones. Hoy ya queda poco del preciado mineral, y lo que se encuentra es gracias a las maquinitas detectoras. Pero la fantasía del toro de oro al fondo de la mina y de toparse con un tesoro inesperado sigue siendo tema de charla. "Yo lo que más encontré fueron 5 gramos", dice. "Pero uno de acá encontró 500 gramos, los vendió y se compró una finca".
Al día siguiente partimos hacia la última escala de esta travesía. Nos espera el pueblo de Cochinoca. Ya se cumplieron nuestras primeras 48 horas en la Puna y la aspereza se nos empieza a pegar en el pelo, en la piel y en la ropa. Vamos callados y atentos al camino, conscientes de que a la vuelta de cualquier curva pueden aparecer sitios asombrosos.
Después de pasar por la mina y el pueblo abandonado de Pan de Azúcar, vemos al costado de la ruta 71 un corral con más de 30 llamas. Bajamos de la camioneta y, a medida que nos acercamos, escuchamos chillidos. Una señora mayor, junto a tres hombres, corren a los animales con una aguja grande para colocarles en las orejas las caravanas, esas marcas con lanas de colores que indican quiénes son sus dueños o cuáles son buenas madres. Es una tradición andina muy antigua, que se conoce con el nombre de señalada o enflorado, y que en muchos pueblos se perdió. Tardamos en notarlo, pero los hombres tienen la cara marcada con sangre, y mascan coca y toman chicha. Primero no son muy amigables, pero finalmente nos invitan un poco de la bebida que llevan en un balde. Brindamos. Y nos cuentan que el lugar en el que estamos, que no aparece en mapas ni GPS, se llama Paraje Río Cincel.
LOS QUE VUELVEN
Un halo de extrañeza también envuelve el pueblo de Cochinoca, que perdió su ilustre prosapia como paso importante en la ruta al Alto Perú y su estatus de capital departamental: hoy apenas subsisten dos de las cinco capillas que supo tener (es especialmente bonita la de Santa Bárbara sobre una colina, desde donde se ve una gran puesta de sol), y la mayoría de las casas están tapiadas y cayéndose abajo.
Es sábado y Cochinoca está más desolado que de costumbre: los pocos habitantes (apenas ocho familias) prefieren irse a La Quiaca o Abra Pampa y sólo queda Eduarda Cruz. "Parezco alma en pena", dice, pero en su mirada no hay un ápice de autocompasión. Más bien parece divertida. Compartimos largas horas con Eduarda. En una cocina negra de hollín, donde se pasea un gato amarillo, el Gringo, nos prepara una de las mejores cenas del viaje: salpicón de llama, sopa de verduras y anchi, un postre a base de sémola de maíz amarillo.
Eduarda es conocida por varias razones: por pasearse en cuatriciclo por el pueblo y por ser la primera en caminar sobre las brasas ardientes cada 23 de junio durante la fiesta patronal, en honor a San Juan Bautista. "Prefiero quemar mis pecados en secreto y en soledad que confesarlos". Además, Eduarda tiene las llaves de las iglesias y fue quien se cargó al hombro el proyecto de abrir un museo con la memoria del pueblo. Junto a su casa, hay un antiguo almacén de ramos generales que atendía su suegra y que así, como hace 30 años se cerró, permanece: con los recibos de ese día juntando tierra sobre el mostrador, los estantes repletos de botellas de whisky o los cajones con cintas y botones. Es una de las cosas fantásticas de Cochinoca.
Otra es que ninguno de los relojes que encontramos está en hora. En lo de Eduarda hay uno que se paró a las 10 y otro a las 2 y 25 (¿de qué día?; ¿de qué año?). Y en la pequeña casa en la que nos alberga hay uno que se quedó en las ocho (¿de la mañana?; ¿de la noche?).
Al día siguiente damos vueltas por el pueblo y le pedimos visitar el colorido cementerio local. Allí está su marido, está su madre, están sus hermanas, con quienes de chica se refugiaba en unas cuevas cuando la lluvia tiraba abajo la choza en la que vivían. "Vivíamos como los chivitos", recuerda. En las tumbas, además de flores de plástico, hay cajas de vino, latas de cerveza, cigarrillos. Mientras estamos en el cementerio, escuchamos un motor que se apaga. De un auto viejo, con un colchón en el techo, bajan varias personas, menos una mujer muy vieja, que necesita ayuda. "Mamá, llegamos a Cochinoca", le dicen. En un lugar del que casi todos se van, la mujer parece estar volviendo después de mucho tiempo. Cuando finalmente baja, reconoce a Eduarda y se abrazan largo y apretado. "Ahora estoy con visitas, pero a la tarde me paso un rato por tu casa", le dice Eduarda.
Si pensás viajar...
Lanzarse a la Puna por cuenta propia, y sin experiencia, no es recomendable. Los caminos son muy solitarios, no hay señal de celular y la altura puede hacer que el que maneja o sus acompañantes pasen un momento poco agradable. Mejor ir con guía.
CÓMO MOVERSE
SAN JUAN Y OROS
PARADOR SOLAR. T: (0388) 496-0966.Posada comunitaria bien equipada para hacer noche. Tienen cuartos triples, con sábanas y toallas limpias, mantas abrigadas.
DÓNDE COMER
COMEDOR EL CABREREÑO. Casa n° 9, Cabrería. T: (0388) 484-5182. Vale la pena visitar este remoto caserío, a apenas 6 kilómetros de la frontera con Bolivia. No hay alojamiento, pero se pueden recargar energías en el pequeño comedor comandado por las emprendedoras Agustina Morales y Azucena Carrillo.
PASEOS Y EXCURSIONES
BALBINO CARRILLO. T: (0388) 547-3413. En la zona de Cabrería, el guía local propone un recorrido a pie de tres horas para apreciar fauna y plantas.
RINCONADA
LA CASA DE JUANA MARTÍNEZ. T: (0388) 682-0943. A tres cuadras de la plaza de Rinconada, Juana Martínez ofrece su casa a los viajeros que llegan hasta este histórico pueblo, uno de los más altos de la Puna. Seis camas, un pequeño comedor y baño compartido. Conviene contar con bolsa de dormir y toallas porque no siempre tiene disponibles. Llamar a Rubén, el hijo, para reservar.
LO DE LUCÍA QUISPE. T: (0388) 741-1436. La casa de Lucía es una de las pocas opciones para comer en Rinconada. En un comedor sencillo sirve platos reconfortantes y algún que otro vegetariano.
PASEOS Y EXCURSIONES
LUIS MARTÍNEZ. T: (0388) 741-1108. Organiza tres propuestas turísticas en la zona: lavado de oro, artesanía en hilo y visita ganadera.
EUDES QUISPE. T: (0388) 741-1436. Está a cargo del city tour por los principales edificios del pueblo y de la visita a la mina de oro.
MONUMENTO NATURAL LAGUNA DE LOS POZUELOS. T: (03887) 491-1349. Si las lluvias del verano son muy intensas, pueden cortarse los accesos. De 7 a 18.
COCHINOCA
LA CASA DE EDUARDA CRUZ. T: (0388) 404-1703. Al no haber hoteles, la única posibilidad de alojarse en el pueblo es una de las casitas de Eduarda. Austera, pero limpia. Tiene un cuarto con tres camas, comedor y un baño, con calefón a leña. Consultar precio. Contacto: Ramón Cabezas, hijo de Eduarda.
PASEOS Y EXCURSIONES
VIVIANO FLORES. T: (0388) 469-332. Para recorrer las Peñas de Ascalte, en las afueras de Cochinoca, contactar de lunes a viernes al baqueano Viviano Flores.
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