Tres juicios en agenda y una condena a la política
La novedad es que cada vez son menos las minorías que se excitan por los temas que la polarización política impone, pretende imponer o en los que queda atrapada sin remedio ni registro
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Desde la recuperación de la democracia, la opinión pública ha estado dominada recurrentemente por procesos judiciales, comenzando por el aleccionador y mundialmente inédito Juicio a las Juntas. Algunos procesos fueron seguidos con tanto interés cívico genuino como con indisimulable morbo, muchos más. La Justicia (o la injusticia) en el centro de la escena. El verano de 2023 confirma la regla. Tres juicios de naturaleza muy distinta ocupan la mayor parte de la agenda mediática. Aunque solo dos acaparan la atención de la audiencia.
El proceso por la muerte violenta de Fernando Báez Sosa, cuyo fallo se conocerá hoy, y el estremecedor homicidio del menor Lucio Dupuy, cuyas autoras fueron condenadas la semana pasada por la comisión agravada de ese delito, han logrado casi el monopolio del rating. Pero hay un tercer juicio en trámite que no mueve el amperímetro.
Los dos primeros son procesos penales por crímenes comunes, crueles o aberrantes, que revelan, reflejan y exponen situaciones que interpelan a la sociedad toda. También, a los poderes públicos.
Hablan de nosotros. De nuestra educación, de nuestra cultura, de nuestros valores, de nuestras miserias, de lo que sabemos, de lo que ignoramos, de lo que no queremos ver, de lo que no somos capaces de asumir y evitar, del estado de los vínculos interpersonales. De lo que abunda y de lo que falla en la Argentina.
También hablan de nuestros prejuicios, nuestros posicionamientos, nuestras grietas, nuestras filias y nuestras fobias. No es difícil entender que sean motivo de debate en cualquier mesa y que se impongan en la agenda de los productores de cualquier programa de radio y televisión o en el sumario de cualquier editor para luego ocupar incalculables minutos o centímetros del universo mediático.
En cambio, hay un tercer juicio en desarrollo, que a pesar del espacio que suelen dedicarle los medios de comunicación no logra prender entre lectores y televidentes. Tal vez la comprensión de esa diferencia no sea tan difícil. Un adjetivo parece explicarlo todo. Se trata del juicio político iniciado a la Corte Suprema de Justicia por parte del oficialismo. Juicio político. El calificativo asoma neutralizante.
Como si fuera un problema de otros, como si graficara el desacople creciente y abismal que se registra entre la sociedad y la política, el enjuiciamiento a los máximos magistrados del país no concita casi interés, a pesar de la gravedad que tiene y las consecuencias institucionales que puede tener. La grieta se lo traga, como se ha tragado y obturado demasiados debates fundamentales durante dos décadas. La curiosidad o, mejor dicho, la novedad es que cada vez son menos las minorías que se excitan por los temas que la polarización política impone, pretende imponer o en los que queda atrapada sin remedio ni registro.
La singularidad de los casos Báez Sosa y Dupuy parece que, aunque no han quedado exentos de ser atravesados por posicionamientos políticos, traducidos en prejuicios de clase o de género, también han tenido la cualidad de atravesar transversalmente a todos los polos y a todos los sectores.
Los pedidos (mayoritarios) de linchamiento público o los reclamos (muy minoritarios) de benevolencia bajo el que deben fallar, absolver o imponer penas los jueces desafían a muchos colectivos cuando se yuxtaponen ambos casos. Garantistas de manual y punitivistas de barricada se confunden o se enredan y, a veces, permiten que se filtren matices, que se complejice el análisis antes de simplificar las conclusiones. Bienvenido el debate. No todo es blanco o negro. Heterosexual u homosexual. Chicos ricos malos y mujeres pobres buenas. Aunque sí hay culpables e inocentes. Pero también gradaciones.
Cosas de la política
Nada de eso existe en el juicio político a la Corte. La autoría del avance contra los integrantes del máximo tribunal sin diferenciaciones por parte del oficialismo kirchnerista como secuela de la primera condena en primera instancia por corrupción contra Cristina Kirchner parece determinar la suerte del interés de la opinión pública frente al proceso. Cosas de la política. Cosas de otros, es la conclusión. No importa lo erróneo de la sentencia ni lo peligroso de la prescindencia. Es el estado de cosas existente.
La secuencia persecutoria y estigmatizante contra los jueces se profundizó desde que los primeros exfuncionarios del kirchnerismo fueron condenados y se aceleró cuando llegó la primera sentencia contra la vicepresidenta. Pero careció tan elocuentemente de sutilezas y ha estado tan cargada de conveniencia, más que de demanda de justicia, que dificulta, para cualquiera que no esté fanatizado con la causa cristinista, no caer en la discusión sobre la búsqueda (o no) de impunidad.
La encuestas reflejan que para más de la mitad de los argentinos la gestión kirchnerista está teñida por la corrupción y la propia Cristina Kirchner es considerada culpable. El fabuloso aumento de las fortunas personales de la familia presidencial y de muchos de sus más estrechos colaboradores, como Daniel Muñoz, el fallecido exsecretario de Néstor Kirchner, o los obscenos bolsos de José López operan de evidencias irrefutables. Casos cerrados. Y no construcciones opositoras o mediáticas. Lawfare no integra el glosario de términos coloquiales. Es jerga de mundos ajenos.
La intuición popular no necesita muchas veces de toda la información para presumir o advertir entramados más complejos en los que se cocina la construcción de algunos escenarios políticos. Aunque a veces ayuda lo explícito de ciertas maniobras.
El juicio político a la Corte devino como eslabón inevitable de la cadena exculpatoria de sí misma y persecutoria de quienes la condenaron el 6 de diciembre pasado. Un proceso inviable pero cuyo fin es la descalificación y el hostigamiento (acoso y derribo) de los máximos magistrados que deberán resolver finalmente sobre los fallos contra la vicepresidenta y entender en recursos que comprometen a toda la familia Kirchner. Al mismo tiempo, un cadalso aleccionador para el resto de los jueces que intervienen en causas en las que está involucrada la familia bipresidencial o exfuncionarios kirchneristas.
En igual sentido opera la autocalificación pública de proscripta que hizo CFK, ante un par de centenares de fanáticos que, 21 días después de su condena, clamaban por una nueva postulación presidencial. Ese acto en Avellaneda resultó una posdata aclaratoria política muy relevante, así como anticipatoria, de la estrategia con la que la vicepresidenta y los suyos enfrentarían en diversos campos la condena, cuyos fundamentos se conocerán dentro de un mes. Quedó claro allí que la defensa (o autodefensa) no empezaría con el riesgoso llamado a un nuevo 17 de octubre, una pueblada en busca de la liberación de una prisión simbólica.
“No hay espacio ahora, en medio del Mundial, para movilizar. Eso en todo caso quedará para más adelante. Primero hay que construir el clima y avanzar por otros medios. Las batallas empezarán en el terreno político-judicial y en el ámbito internacional”, se excusaba y explicaba por entonces un interlocutor de la condenada expresidenta. Los pasos se están cumpliendo rigurosamente.
En aquel acto en Avellaneda, CFK aclaró, en primer lugar, que lo dicho en el encendido y por momentos desbordado mensaje pronunciado al día siguiente del fallo no era un renunciamiento anticipado a ninguna candidatura, sino que su decisión de no presentarse en esas circunstancias se debía a que se consideraba proscripta, aunque legal y prácticamente no lo estuviera. Matices fundamentales.
Hace ocho días, su Máximo hijo aportó una relevante aclaración complementaria, al decir que si bien en términos formales su madre no estaba proscripta por no haber aún fallo firme, como establecen la ley electoral y la jurisprudencia vigente, “con la Justicia que tenemos, si Cristina quisiese presentarse a las elecciones le sacan la condena firme en cinco minutos”.
Con notable transparencia (por torpeza o cálculo electoral), el jefe de La Cámpora pareció admitir que la cuestión es ganar tiempo y dejar sin chance temporal a los jueces para que llegado el caso impugnen su eventual candidatura. Construcciones políticas o delirios persecutorios interesados. Capítulos de un mismo guión que van configurando la trama.
Lo que los Kirchner, madre e hijo, han ido componiendo y develando es el relato en el cual nada está descartado de antemano, sino que depende del curso de acción de su estrategia y de los resultados de esta. No hay que renunciar tan anticipadamente a nada. La necesidad de contar con el nombre de la vicepresidenta en algún lugar de la boleta electoral en agosto y octubre próximos sigue creciendo entre los suyos, que no han logrado vida ni votos propios suficientes fuera de su órbita.
Al impacto del renunciamiento, con las interpretaciones que generó dentro de su propio espacio, le siguió la instalación de la figura de la proscripción, que reforzaba tanto la culpabilidad como la intencionalidad política de los jueces que la condenaron y presagiaba lo que podrían hacer los tribunales de alzada que trataran oportunamente su apelación hasta llegar a la Corte Suprema.
Casi de inmediato devino la presentación del juicio político contra los miembros del máximo tribunal, lanzada más por cálculo que por convicción por el mismísimo presidente de la Nación en el insólito momento en el que comenzaba el nuevo año. Al unísono llegó la instalación externa, tanto en organismos internacionales, como la presentación ante la ONU que escribió el ultrakirchnerista secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, o las fotos con mandatarios extranjeros en apoyo de la causa por la absolución y de la denuncia de una supuesta confabulación judicial, opositora y mediática.
Al plan le falló, por culpa de la egomanía cristinista, un eslabón clave: el retrato con el renacido Lula, la figura mayor para incorporar a la causa y el espejo político y judicial en el que pretende CFK que la vean. Eso explica el desmesurado enojo con el Presidente, que el ministro del Interior, Eduardo (ex-Wadito) de Pedro, se ocupó de hacer público. Él debía reparar el error de “la jefa” y sumar al flamante presidente brasileño a la demanda por su inocencia, algo que Lula, para nada casualmente, viene gambeteando. Imperdonable. Había que enmendarlo. Culpando a otro. Aunque fuera (institucionalmente) su superior, el jefe del Estado.
Los pasos van cumpliéndose aceitadamente, mientras la disputa interna oficialista se recalienta o se entibia según las muchas necesidades de cada uno de los protagonistas.
Los próximos capítulos incluyen la demorada manifestación en las calles. Pero todo puede revisarse. Por un lado, se anuncia una convocatoria para el próximo 9 de marzo, cuando se leerán los fundamentos del fallo. Será la primera prueba sobre el poder de fuego callejero que conserva el cristinismo.
Por las dudas, con más estridencia se anuncia el llamado del camporismo a marchar el 24 de marzo, cuando se cumplirán 47 años del último golpe de Estado, una fecha más convocante y menos excluyente que la pretendida defensa de Cristina Kirchner. La confusión de inocencia con impunidad puede resultar riesgosa.
En ese contexto, avanza el juicio que menos le interesa a la sociedad. Un proceso en el que ya hay una condenada: la política.
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