Tiempo para saldar deudas
Las previsibles dificultades del proceso de transición a la democracia que siguió al fin de la dictadura parecieron ser obviadas por las ilusiones colectivas que inicialmente cubrieron el espacio de las reflexiones.
En los primeros tiempos de recuperación del pluralismo, primó una idea simple de que la democracia era lo contrario del militarismo y las cuestiones relacionadas con la calidad institucional estuvieron ausentes. No pocos pensaron que el sistema democrático casi automáticamente generaría nuevas conductas y actores políticos. Las manifestaciones de renovación de los partidos estimularon el optimismo al respecto. Era notorio que faltaba un prerrequisito de estabilización de la democracia, que, según lo muestran las comparaciones internacionales, es el desarrollo económico que no sólo mejora el bienestar social, sino que, además, genera una legitimidad suplementaria a los actores de la política y, en especial, a los gobiernos que conducen las transiciones. La cultura política de escaso respeto al orden constitucional, cristalizada durante medio siglo de inestabilidad, no podía modificarse mágicamente, pero las expresiones de reflexividad por lo público de buena parte de la población permitían pensar en crear mecanismos de participación a la altura de una ciudadanía moderna.
Sin embargo, los que vinieron no fueron tiempos de rosas. Pobreza y clientelismo, falseamiento de promesas electorales, reelecciones indefinidas en municipios y provincias, favoritismos y corrupción se combinaron para generar el desgaste de las expectativas iniciales. La crítica a la clase política dio un salto para nada simbólico con los sucesos de 2001. Las discusiones usuales sobre las causas de esa ruptura se enfocaron prioritariamente en los comportamientos de quienes estuvieron al frente de los gobiernos, tendencia por cierto habitual en la búsqueda de culpables y salvadores fuertemente enclavada en la cultura política nacional.
Las transformaciones ocurridas desde entonces no fueron pocas y modificaron las condiciones que llevaron al agotamiento del primer ciclo del proceso de transición.
El crecimiento económico ha creado prerrequisitos para la consolidación democrática antes faltantes. Las corporaciones empresarias y sindicales que otrora gozaban de gran poder de veto sobre las decisiones públicas han perdido reconocimiento. Los organismos internacionales y de los acreedores externos interfieren en un grado comparativamente mínimo en la orientación de las políticas públicas. Con la crisis de los partidos, una muy alta proporción de los sufragios se hizo fluctuante, y la desconfianza hacia las dirigencias partidarias es registrada por los estudios de opinión pública. El debilitamiento de la integración social no ofrece los suelos propicios a la aparición de jefes carismáticos a los que se sigue como acto de fe. La plaza como lugar mítico de legitimación del poder tiene efectos emocionales limitados, no sólo en virtud del aumento de la reflexividad social, sino, además, en razón de la idea posmoderna de que todo discurso es un relato interesado.
Puede afirmarse que ninguno de los seis períodos presidenciales precedentes se inauguró con posibilidades objetivas tan favorables para profundizar el proceso de transición. Las promesas incumplidas son siempre una fuente de reclamos. Las reformas políticas son el resultado del dinamismo de las oposiciones y la crisis de éstas puede convertirse en una traba.
Las demandas de calidad institucional chocan en el caso argentino con las persistencias de la vieja cultura política que no está instalada soló en las regiones de menor desarrollo productivo y cultural, sino en un modo patrimonialista de administrar lo público con escasa o nula deliberación. Mejorar la calidad institucional necesita iniciar debates con una agenda abierta y transformar la relación entre representantes y representados, lo que supone la creación de canales políticos de participación, tarea en la que los gobiernos y las oposiciones están en deuda desde hace mucho tiempo.
El autor es sociólogo e investigador del Conicet.
Ricardo Sidicaro
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