Terminó la semana santa de Fernández y la casa no está en orden
Con el apoyo crucial de la oposición, el Presidente logró zafar del default, pero todo es incertidumbre en el Gobierno
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Como Raúl Alfonsín en 1987, Alberto Fernández terminó por conjurar en la madrugada del viernes la rebelión interna de los carapintadas cristicamporistas. Gracias al apoyo crucial de los opositores, logró zafar de una encerrona terminal para su gobierno, como es una cesación de pagos.
Pero, al igual que hace 35 años, la casa no está en orden, a pesar de los intentos del presidente de ahora (como el de entonces) de dar por salvado el abismo. Una vez más, la política y, en especial, la gestión de Fernández, están incapacitadas para proveer certezas.
La incertidumbre sigue presente en todos los frentes, más allá de la celebración inicial y coyuntural de los mercados o el respiro aliviado de la mayoría de la dirigencia y de la población tras la aprobación por parte de la Cámara de Diputados del acuerdo con el FMI. Aun cuando se dé por descontado que el Senado lo convertirá en ley sobre el fin de esta semana, todo sigue siendo frágil y nada está solucionado.
La disputa profundizada dentro del ex Frente de Todos (nunca más explícita la jactancia de la carencia), abre nuevos interrogantes y promete la presentación de más capítulos de fuerte impacto, para la política y para la economía. Se espera, pero nadie asegura, que no alteren la paz social.
Fernández está obligado a hacer lo que más le cuesta: seguir tomando decisiones difíciles. Y, además, a acertar en soledad. La convergencia de algunos oficialistas y muchos opositores para sacar al Gobierno del borde del abismo no tiene casi ninguna posibilidad de reiterarse. Salvo que se interponga otro abismo no ya para el Gobierno, sino para el país.
En el plano de las analogías, vale recordar que el balcón multipartidario de la Casa Rosada alfonsinista solo ofreció una foto. Los innumerables problemas posteriores que la administración radical no logró resolver mostraron al gobierno siempre solo. Entonces, aún faltaban más de dos años para la próxima elección presidencial. Ahora, solo restan 18 meses para las PASO. La inflación sigue siendo ahora como en los 80 la gran amenaza que desvela a los ciudadanos. La historia no se repite, pero deja lecciones.
Si dependiera del Gobierno, la fecha de estreno de la próxima secuela debe esperarse para el día después del tratamiento en la Cámara alta. Para entonces en las cercanías de Fernández prometen (en clave de expresión de deseos) redefiniciones de roles y, quizá, de funciones. Los antecedentes no ayudan a despejar las dudas. Demasiadas veces Fernández desairó promesas y deseos de sus colaboradores.
“Después de esto nada puede seguir igual. Esta vez Cristina y La Cámpora no solo cuestionaron o amenazaron con irse. Ahora militaron en contra del Gobierno, hasta último momento, para que no lograra sacar un proyecto decisivo para el Presidente. Y, después, con el documento directamente pasaron a la oposición contra el plan económico que está por comenzar a ejecutarse. El Senado va a aprobar el acuerdo con comodidad y después va a haber cambios importantes”, insiste un alto funcionario de estrecho vínculo con el Presidente y fuerte arraigo dentro de la dirigencia peronista y el territorio. Un hombre de fe.
En aval de su postura, los albertistas que auguran cambios de funcionarios y en la actitud del Presidente, computan el retuit de Fernández de una entrevista al diputado Leandro Santoro en la que afirmó: “Todos los funcionarios tienen la obligación de estar alineados con el Presidente”. ¿Y si no se alinean? Ya lo hicieron demasiadas veces, sin consecuencias. Si vuelven a desafiarlo y nada pasa, quedará expuesto que Fernández carece de un atributo fundamental del poder: la capacidad de coerción. ¿Carapintadas sin castigo? Impotencia y debilidad.
Otra es la perspectiva del entorno de Sergio Massa, uno de los ganadores de la semana santa. Para el tigrense el capítulo bisagra llegará más adelante, dentro de tres meses, con la primera revisión por parte del FMI del cumplimiento de las metas acordadas. Entonces, unos y otros no podrán disimular sus contradicciones ni evitar un choque.
Si la economía crece, la inflación se atempera y se puede atenuar el ajuste, como él augura en coincidencia con el Presidente, los que militaron por el acuerdo con el FMI habrán vencido y los demás se “alinearán”. Si eso no llegara a ocurrir, como pronostica el maximismo, nadie quiere hacer pronósticos.
No hay plan B. Menos para Massa, a quien el rol de bróker entre agentes en disputa le ha dado enormes réditos en estos días. Otra ruptura le volvería a angostar la avenida del medio frentetodista en la que transita. Sus conversaciones con Máximo nunca se interrumpieron. Ni siquiera después del voto negativo del viernes. Habló apenas terminó la sesión y volvió a tener contactos durante el fin de semana. Aunque dice no coincidir con el heredero, le concede (en beneficio propio) algo de razón cuando este argumenta que su posición no es contra el Gobierno, sino que lo hace para contener a los votantes que están más a la izquierda del FDT, que podrían irse a votar al trotskismo. Como un contratista de obra pública, se dedica a evitar que los puentes colapsen, sin que se reparen del todo. Desde el albertismo quieren empezar a hacer una auditoría. La desconfianza no cesa. Y él sabe que no puede enamorarse de la maniobra. Siempre al límite.
La gran incógnita la aporta, como es habitual, el cristicamporismo, previsible en el fondo, pero críptico en los tiempos y las formas. Los carapintadas kirchneristas no fueron pasados a retiro, no se rindieron, no bajan las banderas, no dejaron los cargos ni abandonaron las cajas.
Aunque en las últimas horas los rebeldes hayan mandado emisarios con mensajes desdramatizadores, justificatorios y hasta componedores, nadie cree en una paz sustentable. El video de Cristina Kirchner, el extenso documento de La Cámpora contra el acuerdo con el FMI y el tuit venenoso y envenenado de Andrés “Cuervo” Larroque solo vinieron a ratificar la ruptura que ya no se puede relativizar, aunque no se materializa solo porque el umbral de tolerancia al castigo de Fernández es casi inhumano.
Los carapintadas kirchneristas no fueron pasados a retiro, no se rindieron, no bajan las banderas, no dejaron los cargos ni abandonaron las cajas
La confrontación en público entre Aníbal Fernández y Larroque por la supuesta demora y falta de solidaridad del Gobierno con la vicepresidenta prosiguió al insidioso video de Cristina Kirchner, en el que no culpa por el ataque a los manifestantes de izquierda, sino al Gobierno por haber acordado con el FMI. Como diría ella, para el entorno presidencial fue “too much”.
A la insinuación y las versiones dejadas trascender por el cristinismo de que los certeros autores del ataque a las ventanas de su despecho no serían militantes políticos, sino mano de obra desocupada (eufemismo para referirse a agentes paraestatales), desde la Casa Rosada les responden que quedaron a tiro de piedra porque son la propia vicepresidenta y su hijo los que exigen que no haya vallado frente al Congreso.
Agregan los albertistas que los autores pertenecen a una agrupación de izquierda de Florencio Varela “que se entrena para ejecutar actos vandálicos en las marchas y manifestaciones”. Nada que acerque a las partes. Porque, como señaló en la mañana del viernes un agudo observador, “la que tiró piedras fue Cristina y las tiró para adentro”. Eso mismo piensan en la Casa Rosada.
Así de roto y complejo está todo. Los gobernadores peronistas, militados por el cada vez más silencioso Juan Manzur, se movieron para apoyar el acuerdo con el FMI y siguen encolumnando a sus senadores para que esta semana aporten sus votos. Sin embargo, ninguno parece dispuesto a inmolarse por un gobierno que nunca les ha ofrecido un futuro cierto y que, más de una vez, los ha dejado expuestos a la inclemencia del cristicamporismo.
Su solidaridad termina en la necesidad de evitar un descalabro económico que los arrastre. En lo político-electoral no sacan la vista del calendario. El desdoblamiento de las elecciones es siempre una herramienta que los dota del poder y la independencia que no les da la economía.
Más complicados aparecen los intendentes oficialistas, sobre todo, los del Gran Buenos Aires. Están atados a una olla a presión. Advierten un creciente malestar social. La inflación que se deglute hasta las expectativas, la inseguridad y un desacople entre la acción de los políticos y los problemas de la sociedad, que reflejan cada vez más claramente todas las encuestas, conforman un peligroso estado de agotamiento.
El problema para los jefes comunales bonaerenses es que a ellos les está vedado el desdoblamiento de las elecciones. Su suerte está ligada a la del candidato a gobernador del oficialismo y este, a diferencia de otras provincias, está atado a lo que ocurra con el gobierno nacional.
Como señala un buen conocedor del peronismo del conurbano, el último soporte con base territorial fiel a Fernández son los ministros que controlan intendencias: Gabriel Katopodis, Juan Zabaleta y Jorge Ferraresi. Mientras ellos no vayan a refugiarse en el territorio es que les quedan esperanzas en el futuro del Gobierno. “Por ahora siguen, mientras miran de reojo sus intendencias”, dice el experto. El sismógrafo municipal parece infalible. No hay que perderlo de vista.
La semana santa albertista terminó. El Senado solo debería oficializar el cierre. Pero todos los desafíos siguen abiertos, así como todas las amenazas se mantienen activadas. La casa no está en orden.
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