¿Son una patria?
PUERTO ARGENTINO.-Resultado cantado. Como ya se sabe, votó el 92 por ciento del padrón. Y de ese 92 por ciento el 99,8 por ciento votó por la afirmativa. Sólo tres votos en contra. Pero que el resultado fuera predecible no le quita todo el suspenso a una elección. John Fowler, columnista del Penguin News, en su última nota, ponía la meta en un noventa por ciento de votantes.
Siempre el voto implica algún riesgo. En el referéndum, el riesgo era muy pequeño, porque la memoria de esta gente fue marcada por el desembarco de abril de 1982, no por la épica de 1833. El desembarco es el hecho traumático y tiene un carácter fundacional para la nueva etapa que se ha abierto.
Un resultado así no permite, de todos modos, decir simplemente: lo sabíamos. Los que ocupaban la gran sala del Town Hall, donde se hizo el recuento, estaban visiblemente ansiosos. El motivo no era tanto el número de votos por el sí, sino el número de votantes. Todos allí consideraban que esa cifra sería la fuente de legitimidad para salir a navegar el mundo de los organismos internacionales.
Cuando pregunté, me dijeron que el número de votantes en el referéndum era bastante superior al de los que concurren a las elecciones de la Asamblea local. Nadie lo recordaba con exactitud, pero coincidieron en "alrededor del 70 por ciento" en ese tipo de elecciones. Si es exacto, el salto del 70 al 90 por ciento subraya una voluntad colectiva. Yo daría dos razones: una identidad y la economía de muy buen desempeño y mejores perspectivas.
Sabemos que toda identidad es imaginaria: una representación, no una sustancia. Sin embargo, el imaginario puede convertirse en una fuerza social. Contra una identidad es poco inteligente responder con un argumento histórico: "Usted cree vivir en un territorio británico de ultramar, pero, considerado el pasado colonial de Gran Bretaña, la invasión de 1833 a las islas define su presente: por lo tanto, usted es parte de una población implantada". Una discusión en estos términos es dificilísima. O inútil.
Mientras se contaban los votos, la sala del Town Hall estaba repleta de periodistas. A pocas cuadras, en la plaza de la catedral anglicana, varios cientos de personas festejaban desde temprano. Una gran cantidad de muchachos con packs de latas de cerveza. Muy poca luz y muy poco ruido bajo la niebla helada. Caminando hacia esa plaza pensé que el festejo había terminado. Pero me equivoqué. La gente producía una especie de bullicio asordinado y, entre las sombras, los movimientos eran lentos.
Tienen razones para festejar y lo hacen de un modo diferente al nuestro. Recordé variados festejos electorales en mi país, en los que yo misma salté y grité. Un disfraz, sin embargo, le puso un toque carnavalesco a esa moderación. En pleno recuento de votos, entró al Town Hall un hombre vestido con un mameluco hecho con la bandera británica. Declaró ante todos los micrófonos que su traje era el signo de su patriotismo.
Pero, ¿las islas son una patria? Son, sin duda, una comunidad de intereses culturales y económicos. Ese sentimiento se acentuó después de 1982. Terence Betts, en un libro de memorias cuyo título es A Falkland Islander till I die ( U n isleño de las Malvinas hasta que me muera), describe las islas de su infancia. Sobre este libro, que aún no ha llegado a mis manos, una reseña de Graham Bound indica que Betts muestra, con exactitud, un paraíso rural de aventuras infantiles encerrado en una sociedad regida por un clasismo inclaudicable. Las islas eran una miniatura de la sociedad británica rígida y estratificada de los años cincuenta, coronadas por la "cúspide de administradores coloniales y de ganaderos ricos".
Esa sociedad debió cambiar después de la Guerra de 1982. Hubo factores económicos de gran peso y el sentido de unión que produce una invasión extranjera. Por supuesto, la Gran Bretaña impiadosamente clasista también había cambiado algo a partir de los años sesenta. Los miembros de la Asamblea, que estuvieron la noche del referéndum y la mañana siguiente en el Town Hall, se parecen más a burgueses afables que a miembros de la clase alta. Todos ellos declararon que están completamente decididos a avanzar con los resultados en la mano: "Llamamos a este referéndum no porque tuviéramos dudas, sino para trasmitir un mensaje fuerte al exterior".
El referéndum se convertirá en instrumento de la política de los isleños en el mundo y, sobre todo, en las Naciones Unidas. Por eso contestaron con dureza cuando, en la conferencia de prensa, el profesor Peter Willetts, un académico inglés que los apoya, les señaló que las islas estaban en un cerrojo legal: si no se reconocen como colonia, no están en condiciones de reclamar la opción de la autodeterminación. Un miembro de la Asamblea, molesto ante esta precisión del derecho internacional, repitió su definición de las islas: "No somos colonia, cobramos nuestros impuestos, elaboramos nuestro presupuesto y lo aprobamos. Lo que usted trae es un argumento académico".
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