Sobre empresarios afortunados y sentencias incomprensibles
El fallo sobre Cristóbal López, Fabián De Sousa y Ricardo Echegaray dejó muchas suspicacias e interrogantes irresueltos
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Escribir una opinión jurídica sobre el veredicto en el caso Oil Combustibles que se conoció ayer resulta complejo. Primero, porque las razones que sustentan el fallo se conocerán en marzo y lo único que podría hacer aquí es conjeturar, es decir formar mi opinión sobre la base de indicios o datos incompletos o supuestos. Segundo, porque se trata de una decisión muy difícil de comprender. Lo que voy a hacer entonces es referirme a algunos de los aspectos del caso que no han sido controvertidos en el juicio. Diré luego por qué creo que se trata de una decisión judicial inextricable y, finalmente, analizaré algunas de las consecuencias que se derivan de ella.
Sabemos que el Tribunal Oral Federal 3 debía resolver sobre tres acusaciones por un mismo hecho. El caso trata de unos señores – los empresarios- que, durante años, y apenas compraron una destilería con una cantidad de estaciones de servicio (al mes siguiente según el Juez del concurso), empezaron a apropiarse con exquisita prolijidad de todos los dineros que los contribuyentes pagamos como ICL cada vez que cargamos nafta, es decir de una porcentaje cercano al 25% del precio que abonamos en la caja por cada litro de combustible.
Sabemos que ese dinero era para la AFIP, no para que se lo apropien los empresarios. También que lo que el obligado tributario (los empresarios) debían hacer era depositarlo periódicamente en las cuentas de la AFIP. Si eran agentes de percepción o de retención, o de lo que fuera, poco importa aquí. Sí es importante que los empresarios sabían que debían depositar el dinero ajeno y que su apropiación, por tanto, era ilegítima. Sabemos que no eran pocos pesos. En algunos años la suma apropiada llegó a los $ 8.000 millones, unos u$ 1.000 millones de dólares al cambio de la época. Sinceramente no conozco ni delito fiscal ni fraude de fondos públicos de semejante envergadura en la historia argentina.
Los contribuyentes sabemos que cada vez que demoramos el pago de un impuesto o retenemos lo que no debemos retener, la agencia tributaria nos respira en la nuca. ¿Y qué hizo la AFIP en el caso? Pues se hizo la distraída un buen rato y después modificó las normas existentes para la solicitud de planes de regularización de obligaciones y deudas tributarias a fin de hacerlas, digamos, más flexibles. Los empresarios pidieron un plan, y otro y otro. Y la AFIP se los dio encantada. No los intimó, no los persiguió cuando incumplían ahora también esos planes, no los molestó y mucho menos los denunció.
Tampoco les preguntó por qué es que los necesitaban. Y esa pregunta o la acreditación de las razones que llevan al contribuyente a pedir un plan de pagos, no resulta trivial o inútil. En primer lugar porque, evidentemente, la regla es el pago del impuesto o el depósito de lo retenido o percibido. Las prórrogas o los planes de regularización son la excepción. Por eso la ley tributaria exige que el contribuyente acredite que no puede cumplir en tiempo oportuno con sus obligaciones (art. 32 de la ley 11.683). Sabemos que no era el caso de Oil. El dinero que retenían y se apropiaban no era para pagar los sueldos, ni la luz. Esos miles de millones se destinaron a acrecentar los activos del Grupo Indalo al que pertenece Oil. El conglomerado de empresas creció y creció, y no por el esfuerzo empresario (bien entendido y aplicado) sino por los aportes diarios de los desprevenidos ciudadanos. ¿Fabuloso, no?
Sabemos también que el fallo decidió, por unanimidad, condenar al titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, como autor del delito de administración fraudulenta agravada por tratarse de fondos públicos a la pena de 4 años y 8 meses de prisión (efectiva) e inhabilitación absoluta perpetua. Y sobre esto también podemos opinar sin conjeturar nada. Echegaray es autor del delito porque era el encargado (por la ley) de administrar y de cuidar los fondos públicos (nuestros impuestos) y violó de manera ostensible ese deber (dejando actuar a los empresarios durante años y concediéndoles planes sin que reunieran la condición mínima de acceso a ellos). Con ello, por un lado favoreció a los empresarios y, por el otro, provocó un monumental daño a las cuentas públicas (si debían 1000, devolverán 90… en cómodas cuotas en pesos, con una tasa de interés menor a la inflación y en 8 años que es un eternidad con una moneda que día a día se deprecia). Y para llegar a esa decisión el Tribunal debió concluir que todo ello se hizo con dolo (con conocimiento y voluntad) porque resulta imposible pensar que Echegaray no sabía o no quería lo que hacía.
Sabemos también que Echegaray alegó en su descargo que otorgar facilidades de pago era una política del gobierno de entonces, porque “sin contribuyentes no hay recaudación” y postuló que no se causó daño en tanto se sobre cumplieron las metas de recaudación de los sucesivos presupuestos. Respecto del destino dado al dinero por los empresarios, vino a decirnos que su función no es ser policía de las políticas empresariales ni andar indagando sobre lo que hace la gente con su dinero. Un monumental desatino. Los planes fueron menos de 2000 en todo ese período y los contribuyentes de los que se recauda somos millones. Ignoro si las metas se cumplieron, pero es evidente que si los empresarios y Etchegaray hubieran hecho lo que debían, los recursos para atender las muchas necesidades de nuestro pauperizado país hubieran sido mayores. Y, por último, la ley le impone al señor Echegaray, como vimos, el deber de indagar no aquello que las gentes hacen con sus vidas, claro, pero sí las razones que llevaban a De Sousa y a López a pedir los planes y, en su caso, ante la sospecha de delito, el de denunciarlos a la justicia. Pero no hizo nada de eso, claro. Los ciudadanos conocimos el fraude no por denuncia de la AFIP sino por el trabajo del periodismo de investigación que viene siendo, hace rato, uno de los pilares de nuestra endeble República.
Bien pero ¿cómo es entonces que si Echegaray fue condenado, los beneficiarios directos del delito fueron absueltos y además, se quedan con la fortuna obtenida a partir del delito que se declara probado y existente? Esta es la parte que resulta francamente incomprensible de la sentencia. O todos o ninguno, salvo que se considere que los empresarios actuaron sin dolo (y de buena fe…) lo que resulta inverosímil. Veremos qué nos dicen los dos jueces que así han decidido.
Quiero referirme ahora a algunas de las consecuencias que derivan del fallo. La primera es que será revisado por la Casación Penal. No sería improbable que la Casación lo anule en tanto no considere suficientes los argumentos para adoptar una decisión tan extraña. Otra de las consecuencias de esta sentencia se derrama sobre las decisiones de la AFIP de desistir de la acción penal y civil en esta causa y en otras procesos que se les siguen a los empresarios. Como se ve, fue, por lo menos, equivocada. También sobre el acuerdo que acabaron de cerrar con ellos, en tanto que la nueva obligación está causada o reconoce origen en un delito cometido por funcionarios de la agencia tributaria.
Pero el derivado que considero más negativo de este tipo de sentencias es el mensaje que transmiten y su efecto en la conciencia social. ¿Cómo es que se castiga sólo al que favorece a los empresarios y a éstos se los libera? Me preocupa porque puede que, además de anómicos, los argentinos seamos ahora incapaces de reconocer hasta la injusticia más supina o que estabilicemos en nuestros juicios morales la completa indecencia.
Jesús María Silva Sánchez, mi maestro, dedica especial atención en su obra a las relaciones entre el Derecho Penal y las valoraciones sociales (que define como el conjunto de representaciones acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto en determinada sociedad). Describe cómo influyen recíprocamente, hasta dónde y si es deseable que lo hagan. En un párrafo que parece pertinente nos dice, “es innegable que el Derecho Penal, con su particular fuerza expresiva, consolida la preexistente valoración moral negativa de ciertas conductas. Ahora bien, cuando no las castiga parece expresar lo contario: que lo que no es punible resulta lícito. Por ejemplo, en el ámbito de la corrupción en la actividad político-administrativa, amplios sectores sociales parecen incapaces de dirigir un reproche moral a quien no es sancionado penalmente por las razones que fueren” (efecto de privación de contenido moral de esas inconductas. Silva, “Valoraciones Sociales y Derecho Penal”, 2002, 153). He visto al señor De Sousa repetir, sin pudor, que no hicieron nada malo. Dos de los tres jueces dijeron que lo que hicieron no es delito. Otro los condenó. Ninguno que lo que hicieron estuviera bien, fuera lícito o justo. Veremos qué dice la Cámara. Sumar a nuestro catálogo de defectos, la normalización de la indecencia absoluta, sería, en mi opinión, letal.
Doctor en Derecho. Profesor regular de Derecho Penal de la UBA. Profesor de Derecho Penal de la Universidad Austral. Profesor visitante e investigador visitante de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona.
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