Signo de una endeble cultura democrática
La actitud anunciada por voceros oficiales sobre la conducta que adoptará Cristina Kirchner con motivo de la asunción de Mauricio Macri a la presidencia es, probablemente, el eslabón final de una cadena de comportamientos insólitos y reñidos con los principios más elementales de la cultura democrática que hemos presenciado en estos últimos 13 años.
Nuestra Constitución establece claramente que el mandato presidencial es de cuatro años, cuyo curso comienza el día en que se opera la toma de posesión del cargo presidencial, y concluye al terminar el día anterior al transcurso de ese lapso. Si el mandato presidencial se inició un 10 de diciembre, su conclusión se opera al finalizar el 9 de diciembre.
Por mandato constitucional, el presidente electo debe prestar juramento, ante las cámaras del Congreso reunidas en Asamblea, de que su desempeño estará signado por la lealtad y el patriotismo, cumpliendo y haciendo cumplir fielmente el texto de la ley suprema. Acto que, razonablemente, se debe cubrir en la sede del Congreso Nacional.
Además de ese acto sustancial, es de estilo la concreción de un acto formal por el cual el presidente saliente transmite simbólicamente los emblemas del cargo a su sucesor. Se trata de una ceremonia, de una fiesta republicana en la cual se transmite al pueblo un mensaje de continuidad y solidez institucional entre el pasado y el futuro de la vida sociopolítica de la Nación. Este acto, que jurídicamente no es indispensable, siempre se concretó en nuestra tradición política.
En cuanto al lugar de la transmisión, y a falta de un acuerdo en contrario entre los presidentes saliente y entrante, corresponde que se realice en la Casa de Gobierno. Esto es así porque la transmisión recae sobre la titularidad del órgano ejecutivo, cuya sede es la Casa Rosada.
Son dos actos que siempre se efectuaron de manera armónica y sin conflictos, con cada asunción, desde 1862. Sin embargo, esa tradición política nacional estaría a punto de ser desconocida por la presidenta saliente porque no aceptó que la transmisión formal del mando se haga en la Casa de Gobierno en lugar del Congreso.
Su decisión responde a fines de política agonal fácilmente comprensibles, destinados a distorsionar las tradiciones institucionales y a generar un innecesario enfrentamiento político, cuando en el curso de esos actos debe prevalecer la unión dejando de lado las mezquinas diferencias que puedan existir entre los sectores políticos. En última instancia, a quien le corresponde definir el lugar de la transmisión formal del mando es a quien ejerce la presidencia, que es el presidente electo y no quien ya cesó en ese cargo.
La anunciada deserción de la presidenta saliente a ambos actos -en particular a la transmisión simbólica- pone de manifiesto una endeble cultura democrática, una falta de cortesía y de sensibilidad política. Los argumentos expuestos para justificar sus pueriles anhelos carecen de toda seriedad y consistencia: ella bien sabía al asumir que, además del cargo asumía una carga ineludible de cumplir fielmente sus obligaciones constitucionales, tanto las imperativas como las que emanan de la cortesía institucional.
Quizá prime la cordura institucional, y la presidenta saliente, al comprender la torpeza en que incurrirá violando las formas impuestas por las prácticas políticas, se adecue a ellas desarticulando aquel último eslabón autoritario.
El autor es abogado constitucionalista
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