La presidencia de Adolfo Rodríguez Saá: siete días de vértigo y traiciones
Asumió el 23 de diciembre de 2001 con el compromiso de llamar a elecciones en 60 días; sin el apoyo de su partido renunció siete días después
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“Por dos meses, por dos horas, por dos días o por dos años, yo acepto. Tengo un plan y estoy en condiciones de asumir”. La voz de Adolfo Rodríguez Saá cortó el silencio expectante de los 29 peronistas, entre gobernadores y legisladores, que abarrotaban el Salón Gris de la presidencia del Senado. Empezaba a caer la noche del sábado 22 de diciembre de 2001 y poco menos de 24 horas después el peronismo tendría al presidente provisional que nadie quería ser. Uno que se hiciera cargo del caos dejado por Fernando de la Rúa y que en un plazo de dos meses llamara a elecciones anticipadas para dirimir las aspiraciones de ocupar el sillón de Rivadavia que tenían varios caciques del PJ.
Esa reunión marcó el verdadero inicio de una de las presidencias más efímeras, pero al mismo tiempo de las más vertiginosas que recuerde la historia argentina. Fueron siete días en los que pasó de todo. El repudio del pago de la deuda externa, los anuncios de creación de una nueva moneda y de un millón de puestos de trabajo forman parte de la épica de aquellos agitados días en los que los bancos permanecían más tiempo cerrados que abiertos y la convulsión social se traducía en saqueo de comercios.
Pero también fueron siete días de promesas y traiciones que le hicieron perder a “El Adolfo”, como el mismo se presenta en un extenso reportaje que concedió a LA NACION, la risa gardeliana que caracteriza a quien por entonces era gobernador de San Luis.
El primer acto de esta historia fue aquella reunión en la presidencia del Senado, a la que los principales dirigentes del PJ habían llegado luego de que Eduardo Duhalde, que hacía poco había asumido como senador, hubiera rechazado hacerse cargo de la Presidencia.
Su condición de excandidato presidencial en 1999 era, para los gobernadores peronistas, lo que convertía a Duhalde en el candidato natural para asumir la presidencia de manera provisional y convocar en 60 días a elecciones, de las que debería excluirse, con una ley de lemas que permitiría la interna del PJ. “La Chiche no quiere, no puedo”, rechazó el convite el exgobernador bonaerense, que prefirió pasar por dominado de su esposa en un ámbito machista antes que bajarse de la carrera presidencial. La risa irónica de varios de los presentes coronó aquel renunciamiento, que abrió pasó a nuevas y frenéticas negociaciones.
Así se llegó a la reunión del Salón Gris, en el que todo siguió empantanado. Carlos Ruckauf (Buenos Aires), José Manuel De la Sota (Córdoba) y Carlos Reutemann (Santa Fe) no querían saber nada con ser presidentes por tres meses.
La aparición de Néstor Kirchner
Sin embargo, de pronto se escuchó la voz de un gobernador patagónico. “Hay uno que quiere”, dijo Néstor Kirchner (Santa Cruz), que ya estaba al tanto de los planes del puntano, con quien compartía el resquemor a los gobernadores peronistas de los grandes distritos, que siempre ninguneaban a los mandatarios de los distritos más pequeños.
A pesar de su promesa, el peronismo iba a ver desde el mismo discurso de asunción señales de que el paso de Rodríguez Saá no sería efímero. Además de los anuncios de medidas de fondo, el flamante presidente provisorio dijo que no iba a abandonar la convertibilidad, una de las condiciones impuestas por los caciques peronistas que querían llegar a la Casa Rosada con esa bomba de tiempo desactivada.
El actual senador niega rotundamente que pensara traicionar su compromiso. “Yo soy una persona muy seria y cumplo con la palabra empeñada. Por más que digan que me quería quedar…. no. Yo tenía una misión por tres meses”, le dijo a LA NACION.
Aquella asunción abrió paso a un raid de actos con fuerte impronta populista y golpes de efecto. Así, al día siguiente recibió a las Madres de Plaza de Mayo, encabezadas por Hebe de Bonafini, y para ellas también hubo anuncios: libertad a todos los detenidos por los incidentes del 20 y 21 de diciembre y un proyecto de ley para liberar “a todos los presos políticos”.
Dos días después, encabezó un acto en la CGT, flanqueado por los entonces líderes de la central sindical, Rodolfo Daer y Hugo Moyano. Queda de aquel encuentro la imagen del Presidente sin saco y con la camisa empapada de sudor por el calor agobiante que imperaba en aquel tórrido diciembre en el Salón Felipe Vallese del edificio de la calle Azopardo. Y más anuncios: uso de bienes inmuebles y tierras fiscales para respaldar la nueva moneda, derogación de la reforma laboral del gobierno anterior y restitución del recorte salarial del 13% a los estatales decretada por De la Rúa.
A pesar de los fuertes gestos de peronismo explícito, el malestar con Rodríguez Saá entre los líderes del PJ iba en aumento. Lo acusaban de querer quedarse en el poder y la crítica situación económica iba a propiciar la oportunidad para hacerle notar el descontento.
El 28 de diciembre la crisis volvió a ganar la calle. En un nuevo día de furia, los incendios de vagones del tren Sarmiento y protestas de ahorristas ante la Corte Suprema fueron el prólogo a una marcha a Plaza de Mayo que terminó, a la madrugada, con la irrupción de varias personas por la puerta principal del Congreso y la quema, sobre la explanada, de algunas cortinas y uno de los sillones del Salón Azul.
El puntano siempre creyó que aquella jornada de violencia estuvo motorizada por el peronismo. Es más, acusa a Eduardo Camaño de haberle facilitado el asalto al Congreso de los manifestantes. Así se lo decían los informes de la SIDE. “Hijos de puta, son ustedes; lo quieren voltear al Adolfo”, increpó Héctor Maya, titular de la SIDE, a un senador en una conversación telefónica de aquellos días calientes.
La cumbre de Chapadmalal
El peronismo, finalmente, iba a mostrar sus dientes. Al día siguiente, con la renuncia de todo su gabinete sobre la mesa, Rodríguez Saá convocó a los gobernadores del PJ a una cumbre en Chapadmalal que terminaría teniendo visos tragicómicos.
Quería ver cuántos peronistas lo apoyaban y el resultado fue lapidario. Apenas seis de los 14 mandatarios concurrieron a la cita. En una tensa reunión, durante la que mantuvo una dura conversación telefónica con De la Sota, el Presidente intentó sin éxito conseguir respaldo para su proyecto de presupuesto. Molesto, abandonó la sala no sin antes dejar una declaración de apoyo que nadie firmó.
Peor aún, los invitados empezaron a abandonar el lugar, asustados porque un grupo de ahorristas protestaba en el ingreso al complejo. El primero en hacerlo fue Ruckauf. “Voy a mear”, dijo. “Voy con vos”, lo secundó Ramón Puerta, presidente provisional del Senado. Ambos terminaron en el helicóptero del gobernador bonaerense. Cuando estaban a punto de despegar se sumó el gobernador de Misiones, Carlos Rovira, que, como la aeronave estaba completa, debió viajar sentado en la falda de Puerta.
Sin respaldo, Rodríguez Saá partió a San Luis. Una cadena nacional que parecía atrasar 40 años, por la mala iluminación del lugar y la baja calidad de la señal, fue el último acto de su gobierno, el final de siete días de vértigo y traiciones.
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