Shakespeare en Recoleta
Los manifestantes de La Cámpora han pretendido humillar a gentes que se saben por la edad sin fuerzas ni tiempo para cambiar al país de rumbo
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La Cámpora ha sido maldecida en todas las lenguas a diez cuadras a la redonda del punto cero, la esquina de Uruguay y Juncal. ¿Les han lavado a esos muchachos el cerebro? No; son así, no más. Podrían afincarse por veinte años en esa esquina y seguirían siendo tan extraños allí como una alborotada expedición de marcianos.
Son prisioneros de un gran equívoco. Ellos, tanto como los vecinos, y como la vecina Cristina Kirchner que dicen custodiar. Son, sin saberlo, personajes del teatro trágico shakespereano, actuantes en la calle con el fondo de una voz inaudible para las cámaras que curiosamente lo captan todo, hasta el cinismo de esa confesión entre cofrades, más maduros que los muchachos, de “cómo choreamos, ¿eh?”. En su quejumbre, se hace oír de lejos una voz que viene de Macbeth: “Ay, pobre patria (pobre Recoleta, también)... donde los dolores más violentos se tienen por emociones vulgares. ¡Apenas se conoce a sí misma!”.
Recoleta refulge aún con algunos fogonazos aristocráticos que se prolongan desde el pasado. Ha perdido quilates dinerarios que emigraron a otros barrios. Ahí está el que se extiende a unas quince o veinte cuadras hacia el norte, desde Libertador hacia el río, y preferentemente, desde Figueroa Alcorta en dirección del remanso en que florecieron hace décadas residencias fastuosas. Fueron construyéndose a medida que desplazaban a los vestigios últimos de un barrio de ferroviarios. Por si lo hubiéramos olvidado, las vías aún lo recuerdan.
Recoleta es un barrio de viejos y sé por qué lo que digo. Están las escuelas y los colegios privados de siempre, y los paradigmas de la escuela pública sarmientina que destruyó la desaprensión populista por la educación rigurosa: el Gallardo, el Cinco Esquinas, el Onésimo Leguizamón. Una de las frases más repetidas entre vecinos es que los propios hijos “vuelan a otros lados”.
Los hijos, y los hijos de los hijos, se han ido a otros barrios y han cambiado antiguas fisonomías orilleras de la ciudad. Se han ido también a poblar countries en Pilar y a constatar, en barrios cerrados de Tigre y San Fernando, lo que la imaginación creativa, y no la indolencia, puede extraer de misérrimos bañados. Estos fenómenos, ínsulas de progreso entre la espantosa pobreza e indigencia que ha crecido entre las batucadas del populismo, se ha hecho a expensas de elevar la tasa etaria de Recoleta, como barruntan los sociólogos. Si algo han logrado los petardos de La Cámpora no es un objetivo asentado en manuales revolucionarios: han perturbado el sueño de ancianos.
La vicepresidenta, viuda y mordiendo ya los setenta, es, en un sentido, ejemplar típico de Recoleta, esos que tienen registradas a esta altura una o dos colonoscopías en el legajo médico. Si alguna vez la vicepresidenta no ha mentido es cuando ha dicho que en el barrio no la quieren. No la querían y menos ahora la querrán.
Es interesante ese asunto porque el barrio cuenta desde siempre con personajes de tradición peronista, provenientes de aquellos tiempos inaugurales de los cuarenta. Fue con adhesión pionera a la causa de núcleos originarios del nacionalismo católico, de un corte formativo distinto, es cierto, al de la afamada platense. Ahora que la vicepresidenta ha vuelto a acordarse, en la extrema situación en la que ha sido colocada por dos fiscales en lo penal, del peronismo del que parecía haber abjurado, la cadena Meliá podría invitar a los muchachos de La Cámpora a una excursión de pocas cuadras.
Reciclado hoy como uno de sus hoteles, en Posadas, entre Callao y Ayacucho, está el edificio del bulín que “en mis tiempos de rana alquilaba” y consagra la memoria bien arropadita de Juan y Eva Perón. En aquellos viejos tiempos de octubre de 1945, un coronel de la Nación no desentonaba con las pretensiones del barrio que ha sobrellevado durante casi ochenta años el mote de oligárquico, caído de lenguas tan contradictorias con las propias conductas.
En los cafés de Recoleta: Monet, Las Delicias, refugio de notables gargantas tanto antes en Callao como desde hace lustros en Quintana, Pasadena, en fin, Josephina’s, se habla en voz más baja que en Tabac o en Dandy, baluartes de la Avenida del Libertador. En Recoleta reluce menos en muñecas y cuellos, y eso se nota más en la versión masculina, el oro y los relojes que por Libertador se pavonean con más libertad de la que sugiere la discreción y el sentido de la seguridad física desprotegida por las políticas de Estado kirchneristas. Sobran en Recoleta, es verdad, los negocios de venta de relojes usados que uno se pregunta de dónde habrán salido. Las carteras Vuitton por las que se ha hecho famosa la señora Kirchner en las revistas de moda acompañan mejor los encuentros sociales menos inhibidos, y más show-off, del ámbito donde comienza a insinuarse Palermo hacia el norte, que del ámbito que termina en Retiro, en la bajada de Juncal y el Estrugamou. Esa joya de 1924.
Una vecina que cobra al mes el equivalente a decenas de veces menos por jubilación que la vicepresidenta, o peor, en caso de percibir una pensión, y que sube, además, a diario a colectivos y consume alimentos de segundas marcas responde en muchos aspectos al fenotipo femenino que anda por las calles de Recoleta. Quienes habitan el barrio son más bien, por edad y declinación de ingresos económicos, integrantes de una clase media que se angustia por fundados motivos cuando aumentan las expensas de las viviendas. La degradación paulatina de los edificios de vivienda empieza a exteriorizarse cuando se habilita la ocupación por consultorios u oficinas, o cuando no alcanza una grúa portuaria para extraer del bolsillo de los miembros de un consorcio los pocos pesos que cuesta relativamente un generador de energía en previsión de cortes del servicio eléctrico y sus complejas consecuencias.
Son en general gentes cuyos padres vivieron mejor. Hasta podría decirse que ellas mismas constituyeron familias de vidas más holgadas, pero con capacidad de gastos que fue decayendo al terminar la etapa laboral, al degradarse las jubilaciones y empobrecerse aún más la existencia con míseras pensiones por viudez. Según dice la mejor de las definiciones, cultura es lo que queda sedimentado cuando nos hemos olvidado de lo que aprendimos, y así, esas buenas gentes de Recoleta, de costumbres pacíficas y maneras civilizadas y decentes experimentadas a lo largo de la vida, se horrorizan con naturalidad ante la exorbitancia de la riqueza con visos de haberse acumulado de manera explosiva.
Esas gentes de edad madura de Recoleta se sienten cómodas con la sobriedad del trabajador de manos curtidas e incómodas con los alardes de los nuevos ricos, habituados a que se despachen aviones hasta para leer los periódicos del día. Néstor y Cristina Kirchner jamás habrían sentido en Puerto Madero, por decirlo en el modo figurado que suscitan algunos personajes de ese nuevo núcleo urbano, el tipo de malestar del que se ha quejado la vicepresidenta sobre Recoleta en estos días. Y a la inversa, los vecinos padecen de un escozor de piel inevitable; un escozor que aflora desde el subconsciente en el contrapunto de culturas inconciliables.
La extenuante decadencia del país, acelerada desde los años setenta del siglo pasado, ha hecho considerables aportes a la inestabilidad mental y emocional de la población. Los afecta a todos. Esa muchachada de La Cámpora que ha pretendido sentar sus reales en Recoleta, desafiando las leyes más elementales de la convivencia civilizada a fin de reivindicar a la jefa partidaria, está tanto o más enferma que los viejos vecinos que añoran la Argentina que ya no es. Han pretendido humillar a gentes que se saben por la edad sin fuerzas ni tiempo para cambiar al país de rumbo: sólo aspiran a que los hijos y los nietos vivan en otra época, de mayor sensatez política de las que les tocó vivir, con un delirio populista amenguado al menos y una sociedad más refractaria a resignarse ante la corrupción pública.
¿Cuántos encallecimientos ocasionados por duras faenas hay en esas manos que se agitaban entre gritos estentóreos contra la justicia que quiere ajustar cuentas con los protagonistas de la corrupción más sistematizada que haya padecido el país, aunque no haya sido la única? ¿Cuántos entre aquellos vociferantes son empleados de municipios, legislaturas, entes autónomos del Estado, de bibliotecas públicas a los que el Estado confinó a una rutina de mediocridad, encimados unos a otros, y se ensañó con su destino, desactivándoles el espíritu de trabajo, de esfuerzo, de iniciativa y de logro de méritos superadores?
En el estudio de uno de los tres dramas que Shakespeare consagró al reinado de Enrique VI, Stephen Greenblatt, profesor de humanidades de Harvard, anota las perversidades demagógicas de Jack Cade, instrumento del duque de York y jefe del alzamiento de 1450 contra la Corona. Hace ocho siglos, Cade soliviantaba a la turba con la promesa de romper todos los acuerdos, desconocer todas las deudas, desmantelar las instituciones existentes. ¿Música conocida, no es cierto? Manipula, dice Greenblatt, el resentimiento contra la gente culta. “Préndanlo –ordena Cade a los seguidores–: ese notario sabe leer, escribir y contar”.
Greenblatt se detiene en los aspectos de la bajeza política que tanto atraían a Shakespeare como fenómeno y que resultan familiares también a nuestro tiempo: la insistencia en que dos por dos no tienen por qué ser cuatro y en lo innecesario de que la última afirmación concuerde con la dicha minutos antes. Cade insta al levantamiento popular, en palabras del dramaturgo, con el ardid de que “no habrá más moneda; todos comerán y beberán a mis expensas”. Es un pillo a quien Greenblatt describe, sobre las bases trazadas por Shakespeare, como no más que un bufón. Un vagabundo que piensa que lo que va inventándose sobre la marcha acabará en realidad por suceder. “Se apoya en su indiferencia por la verdad, en su desvergüenza y en una seguridad de sí mismo desvergonzada”, dice.
El teatro recrea la historia. Y la imaginación, hija del conocimiento, aúna hoy la actualidad con el pasado para no ser presa de la atención confinada a la rutina de movilizaciones que mortifican a un barrio y en nada mejoran la interminable cuesta abajo del país.