Sangre o razones, una verba que es herencia de tiempos violentos
La fascinación por la violencia ha ocupado un lugar central en la historia argentina, incluso más allá del ejercicio material de ella.
Desde hace mucho tiempo hay un gusto, una preferencia por la voz altisonante, la estética de combate, las palabras asociadas al orden militar, la configuración de los otros como enemigos o adversarios problemáticos, la construcción de los escenarios políticos como elementos de confrontación excluyentemente, etc. Se trata de un vocabulario, una perspectiva que en parte es una herencia de tiempos verdaderamente violentos, pero en parte se sostiene por una elección. Muchos actores deciden sostener con su voz una tensión de esa naturaleza. Fue, por ejemplo, lo que sucedió anteayer con la directora de Asuntos Jurídicos del Senado, Graciana Peñafort, quien advirtió a la Corte Suprema con un mensaje: "Vamos a escribir la historia con sangre o con razones".
El grito, la sugerencia amenazante o las referencias a los efectos de la violencia (por ejemplo, la sangre), no hacen más que alejar a muchas personas de la conversación pública, es intimidante y en algún sentido es elitista, porque reserva el debate político al ejercicio "valiente", cuando en cualquier caso es un derecho de todos los ciudadanos.
Era muy joven cuando Raúl Alfonsín lideró ese momento cívico tan particular de la historia doméstica que luego denominamos "primavera democrática".
Fueron años densos, cargados de traumas heredados que se debían resolver para construir una democracia duradera. El presidente era asediado no solo por las circunstancias difíciles que le correspondía gestionar, sino también por actores sociopolíticos concretos que enfrentaban sus políticas. Por supuesto, tuvo aciertos y yerros, y muchas cosas pudieron construirse y otras quedaron como cuentas pendientes. Sin embargo, toda una generación de militantes políticos y sociales, y de ciudadanos y ciudadanas en general, fuimos inspirados en aquellas ideas sencillas y al mismo tiempo profundas: la democracia es diálogo, en el marco de la democracia no hay enemigos, las instituciones legítimas de la República deben respetarse (con independencia de que nos plazcan o no sus decisiones) y, por supuesto, las amenazas están fuera del diálogo cívico.
La fascinación por la violencia en nuestra cultura conspira contra nosotros mismos. Empobrece nuestros diálogos, transforma a la actividad política en un gueto cultural, limita la posibilidad de acuerdos de Estado, bloquea nuestra creatividad, reivindica en cada espacio político a los actores más fanatizados. Además de ser una práctica inercial, tribal y antipluralista. Por suerte, la enorme mayoría de las veces, el tono "barra brava" no pasa de ser un modismo aceptado y hasta legitimado; su presencia da cuenta de la libertad de palabra y del espacio que le hemos dado (todos) a ese modo de comportamiento y de expresión. Sin embargo, creo que sería una gran contribución a nuestra superación como sociedad intentar el abandono de la amenaza, tratar de renunciar a la idea de que las posiciones propias están avaladas por una "verdad histórica", o desconocer los puntos de vista que no se comparten.
La recuperación de los argumentos como base del diálogo, y por tanto de las referencias estadísticas ciertas y claras, el reconocimiento a la legitimidad de las instituciones republicanas (sin renuncia alguna a mejorarlas) y la aceptación de la coexistencia de intereses y valores diversos como un rasgo de libertad material de una sociedad son los fundamentos para alejarnos de las evocaciones violentas y disfrutar de la riqueza del pensamiento diverso, alternativo y tolerante.
El autor es diputado nacional (UCR-Buenos Aires)
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