Ruidos que esconden una convivencia
El discurso de Alberto Fernández en el Congreso revela una manifestación de impotencia; la dureza opositora se toma sus recreos
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Los decibeles del debate político suelen volverse ensordecedores cuando se discute la agenda institucional. El kirchnerismo y Juntos por el Cambio se presentan como bloques irreconciliables. La estridencia de la disputa tiene, sin embargo, algo de engañoso. La agresividad con que el Gobierno se ha lanzado a intervenir sobre la Justicia, en especial desde el discurso de Alberto Fernández ante el Congreso, es, antes que nada, una manifestación de impotencia.
Y la intransigencia que exhibe la oposición frente a esa embestida deja en la penumbra inquietantes zonas de convivencia. Es importante observar esos claroscuros. En ellos radican los límites del oficialismo y, sobre todo, las tensiones entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Allí también anida la contradicción interna de un bloque opositor que se exhibe implacable en la retórica, pero que se flexibiliza, a veces hasta la complicidad, por sus necesidades corporativas.
Cuando, el 22 de noviembre de 2006, Cristina Kirchner defendió en el Senado la reducción del número de jueces de la Corte, desplegó el núcleo de su concepción institucional: la administración de Justicia está determinada por el monto de poder con que juega cada actor. Los intelectuales de Comuna Argentina, díscolos herederos de la vieja Carta Abierta, se ufanarán del tono marxista de esa idea. Aunque José Hernández ya le hizo decir al Moreno que “la ley es como el cuchillo, no ofende al que la maneja”. Esta premisa genera perplejidad entre los kirchneristas. Los resultados judiciales son paupérrimos. ¿Recuperaron el poder?
Las condenas de Milagro Sala, Amado Boudou, Luis D’Elía y los funcionarios imputados por la masacre ferroviaria de Once; el rechazo de la Corte a quejas y recursos extraordinarios de José López, Julio De Vido, Juan Pablo Schiavi y Ricardo Jaime; la permanencia de Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi en la Cámara Federal Penal porteña; y la convalidación de las confesiones de arrepentidos en la causa de los cuadernos de las coimas, fueron algunas de las manifestaciones de debilidad del kirchnerismo en el terreno judicial. La más reciente fue el castigo a Lázaro Báez. El presunto testaferro de Néstor Kirchner no solo fue sancionado. Le asignaron el máximo de la pena. Nada que celebrar, entonces, en ese pronunciamiento. Salvo, quizás, un detalle: la jueza Gabriela López Iñiguez, que votó en disidencia, escribió un párrafo significativo. Sostuvo que la situación de las hijas de Báez debía ser contemplada con “perspectiva de género”. Ambas habrían sido víctimas de un atavismo patriarcal que llevó al constructor a utilizar sus nombres para maniobras que ellas ni siquiera conocían. ¿Un antecedente que podría beneficiar más adelante a Florencia Kirchner, que encaja a la perfección en ese encuadre? La memoria de Kirchner ya fue enchastrada en la causa Báez con un brochazo más de corrupción. ¿Habrá que esperar que, además, la agravien con las miserias del machismo?
No se necesita ser un experto para advertir que existen pocas escapatorias para detener la seguidilla de fracasos kirchneristas en los tribunales. Pero, por si hiciera falta, apareció Raúl Zaffaroni para aclarar que el único remedio es un indulto. Muchos juristas, algunos insospechados de simpatizar con el oficialismo, coinciden con Zaffaroni. Desde un punto de vista técnico, y también político. Lo mejor que podría suceder, consideran, es que un indulto evite el deterioro institucional que supone conseguir absoluciones a través de una salvaje manipulación de los juzgados. Los otros dos caminos posibles son esquivos. Que el Congreso declare una amnistía. O que el Frente de Todos consiga los votos para confeccionar una Corte a su medida.
Alberto Fernández, que conoce la esterilidad de cualquier otro procedimiento, disimula su impotencia con un reformismo inconducente. Es una estrategia misteriosa. No consigue resultados tangibles. Pero se asegura dos efectos. Irrita más a Cristina Kirchner y consolida la imagen de una gestión autoritaria. Porque, si se examina con detenimiento el festival de iniciativas anunciadas en el Congreso, la única consecuencia que garantiza es que la gestión de Martín Guzmán ante el FMI estará todavía más complicada. Una de las querellas contra los funcionarios de Cambiemos por el acuerdo con el Fondo incluye al expresidente Donald Trump, la actual presidenta del Banco Central Europeo Christine Lagarde, el actual presidente del BID Mauricio Claver-Carone. Guzmán viaja a Washington con este telón de fondo.
La propuesta de crear un tribunal que vele por las arbitrariedades en los procesos antes de que estos lleguen a la Corte trae la pólvora mojada. Fue analizada por la “Comisión Beraldi” que, a lo Groucho Marx, ofrece alternativas para todos los gustos. El kirchnerismo eligió el consejo de Marisa Herrera y Andrés Gil Domínguez: un Tribunal Federal de Sentencias Arbitrarias que tendría bajo su supervisión también a los tribunales provinciales. Con esta opción, Fernández metió el dedo en el enchufe de la relación con los gobernadores, que verían a sus cortes sometidas a la revisión de jueces a los que no controlan. Esta es la razón por la cual los consejeros de la “Comisión Beraldi” que pertenecen a las justicias de provincia, como Claudia Sdbar u Omar Palermo, excluyen a esos tribunales superiores de esta nueva instancia. Sdbar es coherente con su maestro Augusto Mario Morello, que estudió con detalle esta posible reforma. Otras juezas provinciales, como María del Carmen Battaini, Hilda Kogan e Inés Weinberg, rechazaron la existencia de tribunales intermedios entre los que ellas integran y la Corte. ¿Por qué todos estos consejeros no se habrán excusado en una materia que los afecta? Misterios del beraldismo.
Fernández prometió consultar a los gobernadores sobre este avance sobre sus feudos. ¿No supone la respuesta de antemano? ¿O lo hace solo para procrastinar? En cualquier caso, si con el nuevo tribunal pretende recortar el poder de la Corte, se trata de una fantasía. La Corte debería habilitar la nueva instancia y estaría en condiciones de anular sus fallos. Balance preliminar: Fernández le ofrece a su vicepresidenta un callejón sin salida.
El programa del Presidente prevé también una reglamentación del recurso extraordinario. Es su caballito de batalla. La Corte debería estar obligada a pronunciarse cuando, como viene haciendo Cristina Kirchner en la estratégica causa sobre obra pública de Santa Cruz, se recurre a ella en medio del proceso para evitar una arbitrariedad. El máximo tribunal suele ignorar esos pedidos, amparándose en el artículo 280 del Código de Procedimientos Civil y Comercial. Como demostró la historia cada vez que se pretendió limitar esa atribución caprichosa de la Corte, el de Fernández es otro caramelo de plástico: la propia Corte puede declarar inconstitucional la ley. Otro callejón sin salida.
El establecimiento de una comisión bicameral para controlar a jueces y fiscales es otra quimera. Los mecanismos de sanción y remoción de jueces están establecidos por la Constitución. Esa nueva comisión serviría para presionar a los magistrados, pero carecería de capacidad para penalizarlos. Sin un indulto, una amnistía o un reemplazo de la Corte, Fernández carece de soluciones para quien lo puso en el poder. Su programa podría tener alguna viabilidad si contara con un mínimo consenso opositor. Pero él mismo se encargó de derribar todos los puentes anunciando querellas contra los funcionarios del gobierno anterior. El único efecto de los últimos anuncios es que desdibujan más los rasgos por los cuales Fernández se diferenciaba de la señora de Kirchner. La politóloga Ana Iparraguirre acaba de demostrarlo con un estudio en el que compara, tomando como base más de 2 millones de palabras de 38 discursos de apertura de sesiones, la orientación de los presidentes desde 1983. El resultado ha sido que Fernández se aproximó a su jefa en un 20% respecto de su presentación del año pasado.
Así como el avance que pretende el kirchnerismo sobre la Justicia puede ser una batalla perdida antes de empezar, la dureza opositora se toma sus recreos. Sobre todo allí donde puede hacerse sentir con más eficacia. En el Consejo de la Magistratura, Juntos por el Cambio se había propuesto bloquear al kirchnerismo la designación de jueces. Fracasó. Lo atribuyó a que los jueces Juan Manuel Culotta y Ricardo Recondo abandonaron el grupo y negociaron con Gerónimo Ustarroz, representante del Poder Ejecutivo, medio hermano del ministro Eduardo “Wado” de Pedro e integra el grupo de “los salamineros”. En Comodoro Py los llaman así porque son de Mercedes y, como dijo un juez célebre por su voracidad, “te arreglan con salamines”. La aproximación de Recondo al Gobierno fue sospechosa porque coincidió con el tratamiento del pliego de su esposa, Silvia Mora, en el Senado, para seguir siendo jueza a pesar de haber cumplido los 75 años. La simultaneidad fue escandalosa. El senador cordobés Ernesto Martínez acusó al oficialismo de otorgar el acuerdo en pago por el pase de Recondo. Y la Coalición Cívica pidió que ese juez deje de intervenir en concursos mientras la situación de su esposa estuviera sin resolverse. Los consejeros de Cambiemos prefirieron aprovechar el pacto de Recondo con Ustarroz en vez de denunciarlo. Convalidaron designaciones estratégicas para el kirchnerismo, como la del exabogado de la vicepresidenta, Roberto Boico –que, cabe acotar, había aprobado de manera impecable su concurso-, y del stiusista Eduardo Farah en la Cámara Federal. Además de la designación de Alejo Ramos Padilla, también con un concurso irreprochable, en el juzgado electoral de La Plata.
A cambio de esa aprobación, los delegados de Juntos por el Cambio aceptaron algunos “salamines” que Ustarroz les prometió. Podrían designar a sus candidatos en la Cámara del Trabajo, en la Penal Económica, Civil y Comercial, en un Tribunal Federal de Rosario y en seis de La Plata. Tres semanas atrás, el Consejo de la Magistratura volvió a la vida. Se designaron las nuevas autoridades, por unanimidad. También todos realizaron un desagravio a Silvia Mora, la esposa de Recondo. Diego Molea fue elegido presidente. Se trata de un exradical, que cuando ganó Néstor Kirchner instaló un pingüino inflable en el rectorado de Lomas de Zamora. En esa universidad obtuvo su título Javier Fernández, el hombre de Antonio Stiuso en la Justicia, amigo de Molea. Después, el rector se hizo massista y, desde hace un año, volvió a levantar al pingüino, que tal vez instale en el Consejo. Molea es representante de los académicos. Pero no lo eligen los profesores de Derecho, sino sus colegas de universidades estatales. Tiene razón la vicepresidenta: queda mucho para democratizar en la Justicia. La llegada de Molea ocasionó alguna inquietud en el sindicato de judiciales que conduce Julio Piumato. Allí se enteraron de que el nuevo jefe pretende suspender pagos por desarraigo a los empleados del Consejo. También revisar el pase a planta permanente de algunos colaboradores transitorios. Hay una discusión también sobre los viáticos. En el Consejo sospechan que la filtración habría salido de la jefatura de despacho de Molea. Allí reina Stefanía Stupaczuk, militante sindical, a quien Piumato ha integrado a las delegaciones en los congresos de Ginebra.
La oposición de Juntos por el Cambio reclamó, en este nuevo acuerdo, la presidencia de la Comisión de Disciplina, encargada de controlar la conducta de los jueces. Ustarroz la concedió de inmediato. Eso sí, con una condición: que el “opositor” sea Recondo. El juez Recondo quedó, entonces, a cargo del control de sus colegas. Mientras tanto, los “salamines” asegurados por Ustarroz en aquel acuerdo todavía no llegaron. Son pactos interesantes de observar. Mientras la dirigencia opositora enardece a la opinión pública con sus reproches al Gobierno, en la penumbra de la burocracia se integra como parte de una casta. El mismo comportamiento se verifica en la Cámara de Diputados, donde los legisladores de Juntos por el Cambio se atan a las columnas del templo por los vacunatorios de privilegio, pero con la salvedad de que el caso de la familia Massa es diferente. El último en hacerlo fue Cristian Ritondo, nada menos que titular del bloque Pro, ayer, en este diario. Por momentos parecía el abogado de Sergio Massa. La Cámara baja ya parece la Cooperativa Lara.
La guerra retórica se libra sobre un colchón de contubernios. De las propuestas de Fernández hay solo una que tiene derivaciones inmediatas: la querella contra los funcionarios de Cambiemos que negociaron con el FMI. La incoherencia de Fernández, que incurre en el error de llevar a la Justicia penal una decisión política, como hizo la oposición con el dólar futuro o el Memorándum con Irán, es a estas alturas un detalle. Lo relevante es que el Presidente impide a Martín Guzmán acordar con Cambiemos su programa con el Fondo. Y hunde esas mismas tratativas: la acusación ofende a Cambiemos y también a los funcionarios del Fondo. No es el único servicio catastrófico que debe aceptar Guzmán: la compra de aviones de guerra a Rusia (¿a cambio de la vacuna gestionada por Fernando Sulichin?) y el avance de China sobre el negocio de la Hidrovía (¿de la mano del pelotari franco-mexicano-bolivariano Xavier Casaubon?) alimentan un alineamiento externo que enciende luces amarillas en los dos primeros accionistas del Fondo: Estados Unidos y Japón.
Las instrucciones de Cristina Kirchner son clarísimas. Primera: no aumentar las tarifas. Ayer se lo recordaron a Guzmán los sindicalistas de la CTA, con quienes mantuvo un encuentro similar al que ya estableció el viernes con la CGT. Segunda: atrasar el dólar. Tercera: pedir al Fondo un arrepentimiento por el acuerdo con Macri. Fernández obedeció, de inmediato, con su querella criminal. Habrá que ver qué hace su ministro.
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