Rodolfo Walsh, 45 años después: la verdadera historia de la muerte de la persona clave del aparato de Inteligencia de Montoneros
El periodista sabía que la dictadura lo seguía de cerca: había adoptado diversos disfraces y vivía en una casa austera en San Vicente, sin agua ni corriente eléctrica; los militares lo llamaban “el fantasma Walsh”
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Un hombre ya bastante calvo y encorvado de cincuenta años, que debía usar gruesas lentes por su miopía, con un aire ausente de profesor de inglés jubilado, era la obsesión del Grupo de Tareas creado por el almirante Emilio Eduardo Massera para luchar contra los montoneros en la Capital y la zona norte del Gran Buenos Aires.
Ese blanco prioritario se llamaba Rodolfo Walsh, que hacia fines de marzo de 1977 había sufrido la caída de varios de sus colaboradores en el servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros.
Walsh —su nombre de guerra era Esteban— sabía que el enemigo lo seguía de cerca y había elegido un disfraz de docente retirado para guarecerse de la represión en la austera casa que había comprado en una calle de tierra de San Vicente, sin agua corriente ni electricidad, cincuenta y dos kilómetros al sur de Buenos Aires.
Puntilloso en las medidas de seguridad, hasta había desempolvado los documentos falsos a nombre de Norberto Freyre utilizados entre 1956 y 1957 para investigar los fusilamientos que derivaron en su libro Operación Masacre. Con ese nombre, firmó la escritura del inmueble, que compró con dinero de Montoneros o que le prestó su primera mujer, Elina Tejerina, según la fuente que se consulte.
“Walsh era considerado una presa de Inteligencia muy importante; había un esfuerzo muy importante para traerlo a la ESMA e interrogarlo”, recordó el ex montonero Martín Gras, que sobrevivió a las mazmorras del Casino de Oficiales de la ESMA.
A esa altura, los marinos ya sabían que, por ejemplo, Walsh había diseñado nueve meses antes el ataque con una bomba vietnamita contra el comedor de la Policía Federal, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, en el que murieron veintitrés personas y hubo ciento diez heridos. Fue el atentado más sangriento de los 70; en realidad, de toda la historia argentina hasta la voladura de la AMIA, en 1994.
También conocían que había participado en otros hechos resonantes, como el secuestro de los hermanos Born: diseñó el plan para capturar a los empresarios —hubo allí dos personas muertas— e interrogó a Jorge Born durante el cautiverio acerca de las relaciones del holding con los militares, los policías, los sindicalistas y la prensa.
Se había convertido en la persona clave del aparato de Inteligencia de Montoneros, en contacto directo con la jefatura del llamado Ejército Montonero y la cúpula nacional de ese grupo guerrillero.
Gras añadió que Walsh “era casi una leyenda para algunos oficiales de inteligencia de la ESMA; lo llamaban ‘El fantasma Walsh’; decían que caminaba disfrazado de cura por las calles de la ciudad para evitar los controles. Es decir, había todo un mito con Rodolfo, un mito bastante real por otro lado”.
En ese sentido, su biógrafo irlandés Michael McCaughan señaló que Walsh “disfrutaba de la intriga y el misterio” que rodeaban su vida de guerrillero y, “antes del golpe de Estado, solía ofrecerse para cumplir tareas de mimetización, lo que implicaba apostarse en un edificio o casa que se usaría para un operativo. El desafío era encontrar un disfraz que le permitiera pasar suficiente tiempo vigilando el lugar sin llamar la atención”.
El disfraz del que más se hablaba dentro y fuera de Montoneros era el de sacerdote, en el que se sentía muy cómodo por su formación católica con las monjas primero italianas y luego irlandesas: sotana, larga cadena terminada en cruz, biblia y sandalias. Y un arma disimulada en el hábito negro.
Unos meses antes de su muerte la cúpula de Montoneros decidió sacarlo del país y llevarlo a Europa, donde planeaba lanzar el Movimiento Peronista Montonero —en abril de 1977, en Roma— rodeados de figuras históricas y de prestigio, de las cuales Walsh sería el nombre más rutilante por su condición de notable periodista y escritor.
Para eso, en febrero ordenaron al periodista Miguel Bonasso que encontrara a Walsh y su pareja, Lilia Ferreyra, y les diera dos pasajes y viáticos para el viaje a Europa.
Bonasso afirmó que estuvo dos meses tratando de encontrarlos y lamentó no haberlo logrado. Su colega Horacio Verbitsky contradijo esa versión: “Yo conozco la historia del otro lado. Rodolfo fue a una cita, varias veces, y no había nadie. Seguramente es así. Algo debe haber pasado”.
¿Cómo fue el último día de Walsh, cuarenta y cinco años atrás?
Al mediodía de aquel viernes fatal, el 25 de marzo de 1977, Esteban salió de su casa ubicada en la calle que hoy lleva su nombre y caminó con su mujer un par de cuadras hasta la vieja estación San Vicente. El Fiat 600 que manejaba su mujer no había querido arrancar.
Llevaba guayabera beige con tres bolsillos, pantalón marrón, zapatos al tono, anteojos de gruesas lentes con armazón de metal dorado, un reloj Omega, bigote finito y un sombrero de paja; su último disfraz.
En el camino, un encuentro inesperado: Victoriano Matute, el dueño de la inmobiliaria que había intervenido en la adquisición de la casa, lo vio y fue a entregarle una copia del boleto de compra venta del inmueble de la calle que en aquel momento era conocida como Triunvirato.
El tren del Ferrocarril Roca estaba por partir; Walsh tenía tres citas agendadas y ya no hacía a tiempo para volver a la vivienda, dejar allí el documento y esperar el próximo tren, que era lo que correspondía para una persona tan focalizada en la seguridad. Guardó el boleto en su portafolios negro, donde ya reposaban los diez sobres con las primeras copias dactilografiadas de su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que había terminado la noche anterior y pensaba depositar en buzones de la Capital apenas llegaran a Constitución.
Se ubicaron en los últimos asientos de uno de los vagones. Lilia Ferreyra recordó que Walsh estaba de buen humor y que hasta tarareó una chacarera. Hablaron del asado del día siguiente para recibir a su hija Patricia, su yerno Jorge Pinedo, su nieta María Eva y su primer nieto varón, Mariano Esteban, de diecisiete días, a quien aún no conocía.
Apenas llegaron a Constitución, Esteban buscó un teléfono público y confirmó su cita con José María Pepe Salgado, uno de sus recursos más valiosos en el aparato de Inteligencia de Montoneros, el joven que había colocado la bomba que voló el comedor policial. Walsh, su mentor, no sabía que Salgado había sido capturado por los marinos el 12 de marzo. “La reunión se hace”, le dijo a su mujer, siempre de buen ánimo. Buscó en su portafolios y le dio cinco sobres, que ella enviaría por su lado para acelerar la tarea.
—No te olvides de regar las lechugas —fueron las últimas palabras que Lilia Ferreyra pudo decirle a Esteban. Y vio cómo el escritor, periodista, traductor y oficial de Montoneros le sonrió, acomodó su sombrero de paja y caminó en busca del primer buzón para depositar la primera copia de la carta que se convertiría en uno de sus numerosos legados.
Cuando terminó de enviar los sobres, Esteban Walsh tomó un colectivo y, luego de un breve recorrido, se bajó unas cuadras después del lugar de su primera cita, con su querido Pepe Salgado, para llegar caminando desde una dirección opuesta a la que venía, una elemental medida de seguridad.
La cita con Pepe Salgado sería una caminata de un par de cuadras en las inmediaciones de San Juan y Entre Ríos, que cinco minutos antes de las tres de la tarde era un mundo de gente, como todos los días laborables; muchos de los transeúntes entraban o salían de la estación de la Línea E del Subte, que ahora se llama Entre Ríos - Rodolfo Walsh, a una docena de cuadras del comedor de la Policía Federal.
Pero, esta vez Walsh no pudo mimetizarse entre la gente. Cuando uno de los rotativos, de los marinos que no pertenecía Grupo de Tareas 3.3.2, le gritó “¡Alto, Policía!”, Esteban sacó de su portafolio la pistola Walther, modelo PPK, calibre 22, que su mujer le había regalado para su cumpleaños dos años atrás. La variante más corta de la serie de pistolas semiautomáticas alemanas PP, popularizada por el agente James Bond en sus diecisiete primeras misiones; el arma que uso Adolf Hitler para suicidarse.
No era que pretendía enfrentar con esa pistola al grupo de tareas, que había sido reforzado con más de treinta personas para capturarlo; solo quería provocar un tiroteo mortal para evitar que lo llevaran con vida a la ESMA, ese infierno al que había descripto tan precisamente en un despacho de su Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA), seis meses antes. “Él estaba totalmente dispuesto a no caer vivo porque sabía que con él se iban a ensañar, y a partir de su compromiso político, comprendía el riesgo de su propia muerte”, explicó su mujer.
Los represores que estaban más cerca confundieron el gesto de su mano en el portafolio; creyeron que estaba por tirarles una granada y gritaron ¡Pepa, pepa!, una palabra muy temida por el grupo que habilitó una suerte de fuego libre contra él. La primera andanada no dio en el blanco; Esteban logró realizar algunos disparos y herir incluso a uno de sus enemigos, pero fue rápidamente acribillado a balazos.
“Hoy bajamos a Walsh. Se parapetó atrás de un árbol, y se defendía con un 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”, le contó el subcomisario Ernesto Weber, 220, a Ricardo Coquet, otro de los guerrilleros secuestrados en la ESMA. Su cuerpo fue llevado allí y permanece desaparecido; por lo que se sabe, unas horas después, fue quemado en el fondo del establecimiento.
Estos fueron los hechos. Luego, vendría el relato oficial, que, por ejemplo, oculta la masacre en el comedor policial y sostiene que Walsh fue asesinado y desaparecido por los militares en represalia por su famosa Carta, donde denuncia las violaciones a los derechos humanos y la política económica de la dictadura; escrito que, en realidad, al momento de su muerte, solo era conocido por él y por su mujer. Como si hubiera sido un defensor de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Todo eso para disimular con un tono épico sus años de combatiente montonero, en los cuales estuvo convencido de que por la revolución socialista o comunista valía la pena morir y también matar.
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El autor es periodista y escritor. Este texto está extraído de su libro Masacre en el comedor
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