Rescatando al soldado Kicillof
El Presidente necesita cubrir las falencias en la gestión del gobernador, quien cree que hay una conjura de innumerables intereses para destruir su carrera política
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Carmelo Angulo Barturen, un diplomático español que desempeñó importantes funciones en las Naciones Unidas, suele decir que la negociación política no solo necesita de la voluntad de las partes, sino también de un clima previo de confianza. Y que este es imprescindible, tan necesario como la voluntad de negociar. La mera posibilidad de que exista ese clima es lo que la política argentina ha destruido en las últimas semanas, y sobre todo en los últimos días. El hecho de que tres instancias judiciales estén tratando de resolver un problema entre el gobierno federal y el gobierno de la Capital (la Corte Suprema, la Justicia Federal en lo Contencioso Administrativo y la Justicia porteña) indica un grado insanable de impotencia en la dirigencia.
Esa discordia es simplemente un fracaso de la política, que en este caso no es atribuible al líder porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Este se enteró por medios periodísticos de la decisión del Presidente de cerrar las escuelas en la Capital y el conurbano bonaerense. Rodríguez Larreta sería parte del fracaso si hubiera participado de frustradas negociaciones previas, pero no las hubo. El método de “ordeno y mando” del Presidente en una geografía política inexistente, el AMBA, dejó otra vez la solución de la política en manos de la Justicia.
La primera pregunta que cabe hacerse es qué llevó a Alberto Fernández a romper una relación política que cultivó en los primeros meses de su presidencia. La conclusión más obvia es que el oficialismo necesitaba cubrir las falencias en la gestión del gobernador bonaerense, Axel Kicillof, y que para eso juntó dos territorios políticos que gobiernan el oficialismo y la oposición. Así nació el AMBA como una entidad jurídica, institucional y administrativa. El AMBA no es nada de eso. Todo el kirchnerismo tiene una obsesión con Mauricio Macri, pero la antipatía hacia Rodríguez Larreta es nueva. Basta escuchar cualquier discurso de Kicillof de los últimos días para establecer que le dedica a la Capital y al gobierno capitalino más de dos terceras partes de sus diatribas. Fue la Capital la que distribuyó el virus de la segunda ola, según el gobernador. ¿Quién le dio esa información? No lo dice. La Capital no vacuna como debería hacerlo, agrega. ¿Por qué? ¿Acaso porque sus opositores se proponen exterminar a los argentinos? Sería una inferencia ridícula.
Nacido y criado como porteño, formado en el Colegio Nacional de Buenos Aires, Kicillof está rodeado desde el principio de la pandemia por matemáticos de la Universidad de Buenos Aires que le pronostican el apocalipsis en tiempos inminentes. El apocalipsis no llega nunca, pero él está asustado. Acostumbrado a exponer teorías económicas o a la función pública desde altos cargos de la administración nacional, es la primera vez que pone el cuerpo en el vasto e indómito territorio del conurbano bonaerense. Su administración bascula ahí, para tratar la pandemia, entre el prejuicio y la ideología. Dejó que jóvenes de La Cámpora se adueñaran del proceso de vacunación; relegó a los intendentes (sobre todo si son de partidos opositores) que controlan experimentados centros de atención médica, y, encima, cree que hay una conjura de innumerables intereses -medios periodísticos, políticos de centro-derecha y empresarios importantes- para destruir su carrera política. Una deducción propia de un dirigente universitario, pero no de un político que fue ministro de Economía, diputado nacional y ahora gobernador. De aquel complot en su contra acostumbraba a separarlo a Rodríguez Larreta. Ahora, no. Es Macri, dice, el que está llevando de las narices a Rodríguez Larreta hacia posiciones extremistas. Macri y Rodríguez Larreta, a todo esto, han tenido más disidencias que coincidencias en el manejo de la pandemia en la Capital. Esta información podría derrumbar la visión conspiranoica de las cosas. Mejor no tenerla en cuenta.
¿La ciudad vacuna mal? “Que me den más vacunas”, les respondió Rodríguez Larreta. La Capital está recibiendo el 7 por ciento de las vacunas con las que cuenta el país, de acuerdo a un reparto poblacional. Resulta, sin embargo, que en el distrito federal vive el 19 por ciento de los profesionales de la salud de la Argentina, y el 9,1 por ciento de los adultos mayores de 60 años (los que corren más riesgo por el Covid-19). ¿Cómo se vacuna con el 7 por ciento de las vacunas a esos porcentajes de personal sanitario y de personas de riesgo? Es la cuadratura del círculo que indica que la Capital está siendo también segregada, por vías indirectas, en el reparto de las vacunas. Los debates nunca se cierran. La Capital confronta datos contra datos. Es preferible terminar con Rodríguez Larreta.
Sucedió algo parecido cuando Alberto Fernández dijo que, en efecto, los niños no se contagian en las escuelas (aceptó, al final), pero movilizan gente en el transporte público cuando asisten a clases. Rodríguez Larreta le explicó que la inscripción en las escuelas capitalinas tiene el requisito de que las familias deben vivir a no más de 10 cuadras de los institutos de enseñanza. Van todos caminando. El transporte público no aumentó en la Capital desde que se reabrieron las escuelas.
El Presidente fue extremadamente amable en la reunión del viernes con el jefe capitalino. Pero la decisión del domingo de la Cámara de Casación porteña en lo Contencioso Administrativo, que habilitó las clases, lo reinstaló en el enojo. ¿Cómo unos jueces porteños podían desacreditar sus conocimientos del Derecho y modificarle una orden? ¿Cómo, si eso significaba el triunfo de un opositor? Kicillof, economista de profesión, calificó el fallo de “repugnante”. ¿Quién le habrá dicho que los manuales de derecho pueden interpretarse con la ciencia de la economía? Se acabó. Alberto Fernández ordenó que al día siguiente, el lunes, el gobierno federal llevara al caso a la Justicia Federal, que es lo que hizo Carlos Zannini, disciplinado y contento. Unió lo útil con lo agradable. Este martes, el juez Esteban Furnari le dio la razón a Zannini y ordenó levantar la cautelar de la justicia porteña. La orden de Furnari no tiene por qué entrar en vigencia y suspender las clases. “No hay cautelar contra cautelar”, reconoció anoche un importante constitucionalista. Furnari llevó también la cuestión a la Corte Suprema. Obvio: hay dos instancias distintas del mismo fuero, una en jurisdicción de la Nación y otra de la Capital, que dicen cosas diferentes.
El gobierno de la Capital ya se había presentado ante la Corte Suprema de Justicia para que esta resolviera quién debe decidir sobre la educación en suelo porteño: si el gobierno federal o el capitalino. La política está enojada, distanciada o tratando de sacar ventajas. La Justicia debe interceder ahora, cuando los rehenes de la disputa son los niños. No se puede predecir qué dirá la Corte Suprema sobre la cuestión de fondo; es decir, sobre la jurisdicción para decidir en cuestiones de educación. Pero sus gestos fueron elocuentes.
El recurso de amparo presentado por Rodríguez Larreta llegó el viernes pasado a los despachos de los jueces supremos. Ese mismo día, la Corte le pidió la opinión al procurador general de la Nación; en seis horas, la subprocuradora, Laura Monti, dictaminó que la cuestión era de competencia de la Corte Suprema. El lunes, la Corte aceptó la competencia para decidir sobre el caso y le reclamó al gobierno federal que escribiera su posición. El gobierno nacional podría entregar su opinión en las próximas horas. Al revés de otras veces, el máximo tribunal de Justicia actuó con celeridad frente a un caso que no admite muchas dilaciones. El cierre de escuelas se estableció por 15 días, aunque nadie descarta que ese plazo se amplíe si el nivel de contagios diarios sigue aumentando.
Será difícil para la Corte explicar que la letra de la Constitución y de la ley no rigen esta vez para el desacuerdo entre la Capital y el gobierno federal. La cuestión de fondo es esa en última instancia. Aunque ningún juez anticipa nunca sus fallos, es difícil imaginar que esos magistrados supremos hagan una lectura distinta de la Constitución y de la ley que la que puede hacer cualquier mortal. Muchos de ellos tienen una vieja relación con Alberto Fernández. Y el Presidente está incómodo, molesto e irritado con el caso. No le gusta que jueces distritales hayan desautorizado un decreto suyo de necesidad y urgencia, que tiene el rango de una ley hasta que el Congreso lo revise. Le gusta menos la evidencia de que se enfrentó con los padres, abuelos y tíos de los niños en la Capital y buena parte del conurbano, según las mediciones de opinión que ya se hicieron. Salió mal parado de ellas. Y además sobrelleva la presión cristinista para salvar a Kicillof del temor y, eventualmente, del abismo.
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