Réquiem para una ilusión que se rompe bajo el peso de la realidad
Las dos muertes -la de Néstor Kirchner y de Ernesto Laclau - enmarcan realmente, y no sólo en forma simbólica, el inicio y el final del proceso de decadencia en que se inscribe, al parecer irremediablemente, la gestión presidencial de Cristina Fernández .
Con Néstor Kirchner desapareció la aptitud política que daba sustento a un liderazgo personalista capaz de transformar a un candidato anémico en un líder tan rotundo como implacable en la reducción del Estado a su concepción del Poder Ejecutivo. Y que, por lo demás, como muy rápidamente se vio, concebía a la Nación como una dilatada Santa Cruz.
Con Laclau se extingue el más refinado intelectual orgánico que encontró el populismo vernáculo para enmascarar, en el orden conceptual, sus desaciertos administrativos y el desenfreno oportunista que lo impulsó a transformar el padecimiento social en un capital político.
Entre una y otra muerte media una tercera: la de Hugo Chávez . Ella también desamparó a la presidenta argentina y agravó una propensión personal al aislamiento a la que mucho contribuyó y contribuye su autosuficiencia, propensa desde siempre a hacer naufragar en su desconfianza toda tentativa ajena a la suya por encontrar soluciones sensatas a los problemas del país.
El descrédito de la democracia republicana, la identificación del liberalismo con el conservadurismo y la oligarquía, el menoscabo de la libertad de expresión, la apología de los liderazgos caudillescos y la búsqueda incansable de mecanismos presuntamente legales para burlar la ley fueron, y quizá sean aún, aspiraciones que encontraron entusiasta acogida en la palabra de Ernesto Laclau. La obra del historiador y filósofo político, en especial La razón populista , brindó al kirchnerismo tardío la fuente propicia donde saciar su pasión por el enmascaramiento discursivo y revestir así, con un barniz teórico, una gestión de gobierno reñida desde su raíz, y salvo contadas excepciones, con la racionalidad, el equilibrio y la eficacia.
Laclau no se propuso como filósofo del "modelo", pero adhirió con entusiasmo a él. A tal punto fue así que los promotores de ese "modelo" no tardaron en ungirlo como una de sus voces más autorizadas. Laclau, a cambio, alentaba al oficialismo de esta última década afirmando que era imperioso rescatar al populismo del lugar marginal al que lo habían condenado las ciencias sociales. Era indispensable comprender, afirmaba, cuál era su aporte a la consolidación de la democracia. El populismo, subrayaba sin inmutarse, era una forma de gobierno que permitía ampliar las bases democráticas de la sociedad. En otros términos, una manera de construir políticas equitativas. Añadía Laclau que "cuando las masas populares que habían estado excluidas se incorporan a la arena política, aparecen formas de liderazgos que no son ortodoxas desde el punto de vista democrático". Es fácil imaginar, a la luz de planteos como éste, el repentino fervor filosófico que ganó a la conducción política oficialista, en especial a partir de 2007. Y más aún cuando era posible leer en Laclau que una de esas formas "es el populismo que garantiza la democracia, evitando que ésta se convierta en una mera administración".
Algo quedó olvidado en el camino. Laclau aseguraba, curiosamente, que el despliegue y la afirmación del populismo no podían sino ser coincidentes con la división de poderes y el pluralismo político.
Donde sí es posible advertir íntimas coincidencias entre Laclau y el oficialismo es en lo que hace al papel que debe jugar el empleo del antagonismo en la siembra de tensiones provechosas para la ideología populista. Laclau consideraba que "el pueblo" se constituye siempre en oposición al poder. Pero, claro, el poder no es el de quienes gobiernan, como en el caso argentino, sino el de quienes no coinciden con él. Réprobos y elegidos resultan así bien situados en orillas contrapuestas. De tal modo, donde reina el bien el mal no impera y viceversa. Populismo y maniqueísmo ganan así un valor sinonímico que el oficialismo y Laclau nunca estuvieron dispuestos a reconocer, pero que en la Argentina se llegó a ejercer con ferocidad.
Laclau aseguraba que la democracia se distingue por la tensión entre protesta e integración en las instituciones. ¿Pero cuál es el grado que esa tensión debe dejar de alcanzar como para que su intensidad no comprometa la fortaleza democrática? La Argentina anda sumida desde hace tiempo en una crispación generalizada y resultante, en altísima medida, de la ausencia del Estado. Y ello en órdenes tan básicos como el de la seguridad pública, el combate a la inflación, el desabastecimiento educativo, el auge del narcotráfico y la impunidad del delito. Bueno hubiera sido saber qué opinión le merecería hoy a Laclau la situación del país. ¿Se expresaría como un populista desencantado o se sumaría a la tropa de intransigentes que consideran que la inoperancia oficial resulta de trabas que le imponen los poderes destituyentes?
En una entrevista de 2005, Laclau sostuvo que nuestro país vivía "el mejor momento histórico en 150 años". ¿Qué diría hoy? ¿Qué de la década transcurrida bajo tantos estandartes triunfalistas? ¿Qué diría del silencio que se escucha en las filas del oficialismo en torno a la violencia que envilece nuestras calles, a la pobreza, al dolor sembrado por la ineficiencia?
Una inmensa deuda social agobia a esta Argentina a la que Laclau ya no volverá. El progresismo, acantonado en el discurso del partido gobernante, sigue insistiendo en presentarse como doctrina populista y promotora de inclusión. Mientras tanto y en los hechos, actúa a los tropezones con espíritu conservador, con indeclinable oportunismo. La razón populista se resquebraja bajo el peso de una realidad harta de verse burlada por las palabras y se alza ahora contra la presunta verdad de esas palabras que no vacilaron en mentir para adueñarse más y más del poder.
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