René Balestra: espíritu crítico y habitué del disenso, sus atributos para combatir a quienes intentaron controlar las ideas
Atacó a las fuerzas totalitarias de izquierda con denuedo y sin el atajo de concesiones temerosas en toda una época a la hipocresía del falso progresismo
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René Balestra estuvo vinculado con LA NACION por más de cincuenta años. Su pensamiento y sensibilidad de político íntegro y académico versado en el Derecho Político y el Derecho Constitucional reafirmaron en este diario, en tan prolongado tiempo, el ideario liberal que le infundió Mitre, sobre quien escribió varios ensayos.
La izquierda zurda fue uno de sus primeros libros. Lo publicó en 1974 cuando se desvanecía, con la muerte del presidente Juan Perón, la contención inmediata y definitiva del maridaje entre corrientes provenientes del nacionalismo católico y el marxismo. Su entrecruzamiento había hecho posible la subversión montonera y el sueño amenazante de la patria socialista. Terminaron por perderse, con la desaparición física del líder político que había alentado en los sesenta esa convergencia para después, ya encarnando el realismo del poder, empeñarse en destruirla –en “exterminarla”, llegó Perón a jurar–, muchos años, muchas vidas. Enorme costo de un cruento ocaso institucional.
La República en su plenitud se recuperó casi una década después, con la asunción de Raúl Alfonsín. Pero de esos tiempos de oscuridad institucional no se emergió por milagro o por casualidad, sino por la prédica vigorosa, constante, de hombres como Balestra. Atacó a las fuerzas totalitarias de izquierda con denuedo y sin el atajo de concesiones temerosas en toda una época a la hipocresía del falso progresismo. Solo de un tiempo a esta parte los hombres de la cultura de sesgo liberal y democrático se atreven a señalar en mayor número, y con indisimulable energía ahora, lo que Balestra se había anticipado a denunciar entre filas raleadas de cofrades.
Hasta donde tengo presente, Balestra fue el primero entre estos en descalificar la absurda prevalencia moral de las corrientes políticas aupadas en América Latina sobre la tiranía de Fidel Castro y en catalogarlas como “fascismo de izquierda”.
No lo amilanaron en esa prédica ni invectivas ni incomodidades ni riesgos personales. Había llegado a LA NACION atraído por la amistad y respeto intelectual por un coterráneo, que ejerció por muchos años la conducción del área editorial de LA NACION, Luis Mario Lozzia. Otro agnóstico, carente también él de la gracia de la fe, pero con notable integridad moral y suficiente solidez intelectual como para llamar la atención de Balestra tan pronto se conocieron. Entre tantos puntos de referencia en común, ambos compartían la admiración por José Luis Romero, el gran medievalista y estudioso de la historia argentina a quien Balestra había acompañado como secretario en el rectorado interventor de la Universidad de Buenos Aires, dispuesta en 1955 por la Revolución Libertadora, a la caída del presidente Perón.
Lozzia y Balestra tenían un mismo origen en el viejo socialismo. Al dividirse el partido fundado por Juan B. Justo, Balestra tomó otro camino que el de José Luis Romero, y se alistó en las filas de la social democracia que inspiraba, con el nombre de Partido Socialista Democrático, Américo Ghioldi. Fue su compañero de fórmula en las elecciones de 1973 en que triunfó Héctor Campora. Lozzia, en cambio, desde las simpatías iniciales por el Partido Socialista Argentino (Alfredo Palacios, Alicia Moreau de Justo), que contaba entre los adherentes de los primeros años a Romero, se acercó a una fuerza política eminentemente santafesina: el Partido Demócrata Progresista.
Balestra fulguraba como un conversador nato, de inagotables observaciones sobre la fauna política vernácula y los líderes de la política internacional de la época. Fue dos veces diputado nacional, y las dos veces, por el lugar preferente que la UCR santafesina le brindó en sus listas. La generosa decisión se fundó bastante más en el prestigio de su figura que por alguna consideración hacia el socialismo santafesino, del que Balestra estaba claramente distanciado por la simple razón de que no entendía de qué se trataba.
Pocos podían narrar con más lujos de detalles, hacer más vívida la indignación de hombre con pautas y convicciones sobre la conducta que cabe asumir a las personalidades públicas, que el registro sobre cómo actuaba Cristina Kirchner en la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados, que ambos integraban. Lo horrorizaba el destrato que dispensaba, no ya a meros colegas de ese cuerpo legislativo, sino a compañeros del propio bloque. Dos de ellos, habían sido sus discípulos en la Universidad Nacional de Rosario; uno, era Oscar Lamberto, economista, de destacada militancia en el peronismo, y por quien Balestra profesaba estima y admiración.
Balestra era un hijo de la Ilustración, pero con el grado de tolerancia que se halla sujetado a los límites insuperables del sentido común. Celebró hasta el cansancio la vez que Lozzia despidió destempladamente al jefe montonero en embrión que una noche, alrededor de 1970, se había acercado al diario, cuando este funcionaba en San Martín 344, para ofrecerse como redactor. Recuerdo que cuando Balestra resolvió reunir en libro sus colaboraciones innúmeras en LA NACION, me hizo el honor de que escribiera el prólogo. Escribí, en esencia, que cuando se inculca en el ciudadano el hábito del disenso y del espíritu crítico se perfeccionan los instrumentos para combatir las fuerzas que siempre acechan en la humanidad para controlar las ideas.
Acaba de irse uno de los argentinos que mejor interpretó ese papel en la Argentina moderna.
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