Relación Iglesia-Estado: la experiencia argentina
Por Norberto Padilla Para LA NACION
El primer enviado papal al llegar a Buenos Aires el 4 de enero de 1824 no encontró en el gobierno del ministro Bernardino Rivadavia una acogida muy cordial. Su joven secretario, Giovanni Mastai Ferretti, con el correr de los años, llegó al pontificado y dejó un vivaz diario de viaje, en el que consignó la visita que, contrastando con la frialdad oficial, hizo a monseñor Muzi el general San Martín, así como los hitos de nuestra geografía hasta el cruce a Chile.
Pío IX en su ancianidad, evocaba ante los argentinos que llegaban a saludarlo nombres como Luján, San Nicolás y Rosario.
Pero la incomunicación con Roma producida por el fin del dominio español, se prolongó hasta la instalación de las autoridades creadas por la Constitución de 1853 con Pío IX como papa.
Los constituyentes encontraron una forma de equilibrio en la fórmula del sostenimiento del culto católico, pero no su exclusividad, y la consagración de la libertad de culto, necesaria para que afluyeran "todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino".
Fray Mamerto Esquiú, al clamar desde la iglesia matriz de Catamarca por una "sumisión pronta" de los católicos a la Constitución, prenda de paz y de progreso, aventó que se volviera a enarbolar el viejo estandarte de "religión o muerte".
La Constitución, junto con la preeminencia de la religión católica sujetó a la Iglesia al patronato, derecho reconocido por la Santa Sede a la corona española.
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El Estado argentino lo ejerció unilateralmente en la presentación por parte del presidente al papa de los candidatos a las sedes episcopales, seleccionados cada vez de ternas preparadas por el Senado y en el dar o retener el "pase de las bulas", materia en la que debía dictaminar la Corte Suprema.
Aunque no faltaron gestiones para "arreglar", al decir de la Constitución, el ejercicio del patronato de común acuerdo, éste siguió vigente hasta 1966.
La relación con la Santa Sede quedó interrumpida luego que el general Julio Argentino Roca, en 1884, a través del ministro de Justicia, Eduardo Wilde, se arrogó, mediante el Patronato, deponer al vicario general de Córdoba por sus opiniones contra la designación de maestras protestantes en la escuela para señoritas de esa ciudad.
El delegado papal, Luis Mattera, que salió en defensa del vicario, fue emplazado a irse del país en veinticuatro horas. Fue el propio Roca, en su segunda presidencia, quien restableció la vinculación entre Roma y Buenos Aires.
En 1923, el Senado elevó una terna que encabezaba monseñor Miguel De Andrea para la arquidiócesis de Buenos Aires y el presidente Marcelo Torcuato de Alvear lo "designó" pidiendo a la Santa Sede la institución canónica.
Pero por razones que el Vaticano se reservó, el gobierno tropezó con un silencio que se convirtió en negativa. Alvear, a través de su canciller Angel Gallardo, insistió. Roma se mantuvo firme. De nada valieron las interpelaciones en el Congreso, los cambios de notas diplomáticas, ni las gestiones oficiales y oficiosas, hasta de gobiernos amigos.
La Corte Suprema incluso denegó el pase de la bula por la que Pío XI nombraba un administrador apostólico para la sufriente Iglesia de Buenos Aires.
Finalmente, Alvear aceptó la renuncia de monseñor De Andrea a la postulación y el Senado presentó una nueva terna pero antes de ello el nuncio fue declarado persona no grata.
Monseñor De Andrea, una de las más relevantes figuras de la Iglesia en la Argentina, nunca llegó a otra sede episcopal que la titular de Temnos.
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En 1954, Juan Domingo Perón inició una escalada contra la Iglesia en la que no faltaron discursos contra "algunos malos curas", campañas oficiales del más burdo anticlericalismo, la sorpresiva introducción del divorcio vincular, la supresión de la enseñanza religiosa, el proyecto de reforma constitucional para la separación de Iglesia y Estado.
Muchos católicos fueron arrestados, y dos prelados, Manuel Tato y Ramón Novoa, expulsados del país, acto violento que hizo pensar fundadamente en que Perón había incurrido en excomunión.
La noche del 16 de junio de 1955 grupos adictos al gobierno incendiaron la Curia y las principales iglesias céntricas de la Capital, por lo que se perdió un invalorable patrimonio histórico además de religioso.
Para entonces, hasta los militantes e intelectuales católicos que habían apoyado a Perón se pusieron decididamente en la oposición.
"Cristo vence" fue uno de los lemas del movimiento cívico-militar de septiembre de 1955.
El gobierno revolucionario y la Santa Sede llegaron en 1957 a la firma de un primer acuerdo, el de creación del Vicariato Castrense.
A partir de la asunción de Arturo Frondizi, se trabajó para alcanzar un concordato que superase el caduco y en buena parte puramente ya formal patronato.
Pero fue el gobierno de Arturo Umberto Illia el que alcanzaría el acuerdo que, en sintonía con los conceptos de autonomía y cooperación proclamados en el concilio, reconoció la plena libertad y ejercicio de la jurisdicción de la Iglesia.
Debido al golpe militar ocurrido en la víspera del día previsto para la firma, no fue el canciller Miguel Angel Zavala Ortiz, sino su sucesor, Costa Méndez, quien lo hizo el 10 de octubre de 1966.
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La reforma constitucional de 1994 suprimió las cláusulas que subsistían en la Constitución sobre el patronato, devenidas letra muerta, y dio al acuerdo jerarquía superior a la de las leyes.
En los casi cuarenta años de vigencia, el acuerdo es el marco adecuado para la relación, signada a lo largo de décadas por el respeto y estima, pese a dificultades ocasionales.
Como bien ha señalado Pedro Frías, a partir del concilio el gobierno tiene además de la relación con el gobierno central de la Iglesia, en la Conferencia Episcopal, un nuevo interlocutor.
La creciente independencia de la Iglesia frente al poder político no siempre ha sido comprendida.
Los principios de autonomía y cooperación requieren un estilo institucional, respetuoso, sin manipulaciones ni privilegios encubiertos. Requiere que desde el Estado no se trate de "dividir para reinar" ni que desde la Iglesia se olvide lo que Pío XII llamaba "la sana laicidad del Estado", que no es laicismo ni indiferencia.
Tarea nada fácil que exige de ambas partes ni más ni menos que las características con las que San Pablo describe al amor: servicialidad (no servilismo), no actuar con bajeza ni en el propio interés, no irritarse, alegrarse en la verdad y no en la injusticia, saber disculpar, esperar, soportar?.
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