Raíces de la crisis: ¿Por qué se dice que los curas son peronistas?
En distintos momentos de la historia argentina reciente se ha percibido una “peronización” del clero, pero parece improbable que haya sido una tendencia mayoritaria
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Antes de intentar responder el interrogante del título -¿Por qué se dice que los curas son peronistas?- conviene prevenirse contra una trampa que suele suscitarse con frecuencia: la pregunta parte de un supuesto falso. Es la tan difundida falacia de las generalizaciones. Los curas no son peronistas, aunque el mito, igual a cualquier otra construcción del imaginario, encierra una considerable proporción de verdad.
Es una realidad que ha habido una peronización del clero en diferentes grados y distintos estadios históricos. Si bien se carece de estudios al respecto, parecería improbable que ésta haya sido mayoritaria. Sin embargo, se puede conjeturar que el peronismo es el partido político que probablemente ha reclutado la mayor cantidad de adherentes entre sacerdotes y religiosos.
Pero, ¿por qué los curas se hacen peronistas? Podemos esbozar algunas respuestas, pero recorrer un poco el pasado, porque la historia -que oficia de maestra cuando se sabe leerla-, permite explicar y acaso comprender muchas cosas, a veces después de haber recibido unos cuantos coscorrones.
El primer clero peronista es contemporáneo del naciente justicialismo, cuando Juan Domingo Perón asomó a la vida pública en el escenario de la posguerra, de la mano de la Revolución del 43. Algunos curas politizados, como el capellán Roberto Wilkinson, frecuentaban el GOU, la logia que constituía el corazón intelectual del poder militar, y rodearon al futuro líder de los trabajadores.

En las elecciones de 1946, una lista de la Alianza Libertadora Nacionalista, un grupo fascistizante incorporado al peronismo, albergaba a Leonardo Castellani, considerado -aunque él negara esa filiación- una de las personalidades más representativas del nacionalismo católico. Seguramente debido a su espíritu refractario a las disciplinas partidarias y eclesiásticas, Castellani prefirió mantenerse al margen de las tensiones políticas y no se identifiçó con el gobierno justicialista.
El nuevo caudillo se presentaba como un coronel impoluto frente al obsoleto y corrupto mundo de los políticos tradicionales de formación liberal y ese perfil atrajo las miradas clericales.
El punto más alto de esa primera peronización lo constituyeron José Prato, capellán de la Presidencia; el filósofo Juan Sepich, Hernán Benítez - asesor espiritual de Eva Perón-, Virgilio Filippo -ocupó una banca en el congreso- y Pedro Ruiz Badanelli, uno de los más fervientes sostenedores de una reinterpretación justicialista de la fe católica, que terminó finalmente fuera de la Iglesia.
Ese aire refundacional de regeneración moral llamó favorablemente la atención del clero, sobre todo debido a que Perón se decía inspirado en las encíclicas sociales. Parecían hacerse realidad las directrices de León XIII y Pío XI en Rerum Novarum y Quadragesimo Anno, pero no todo resultaría ser color de rosa. La relación del catolicismo con el peronismo se asemejó a la de un matrimonio desavenido.

La cruz y la espada
La ilusión de un militar salvador resultó perdurable en la sociedad argentina y en la Iglesia católica hasta el fracaso de la última dictadura castrense. Dos décadas después del nacimiento del peronismo en la incubadora revolucionaria, un par de generales se presentaron ante un conspicuo clérigo, luego devenido cardenal, quien los escuchó estupefacto. Le anunciaron que ellos iniciarían un proceso transformador -del cual ambos fueron presidentes- en el que gobernarían con las encíclicas en la mano.
En una cultura católica transida de clericalismo corporativo, la unión de la Iglesia y las Fuerzas Armadas, que es un connubio muy caro a la tradición argentina y al integrismo, resultaba ser socialmente significativo. Pero, más allá de las intenciones, las encíclicas no son suficientes para gobernar.
El clero, vapuleado desde fines del siglo anterior por un laicismo masónico que agostaba la presencia pública de la religión, pero ya entonces declinante, recibió agradablemente sorprendido al nuevo príncipe cristiano que sancionó la vieja aspiración de la enseñanza religiosa. Los diputados peronistas de origen anarquista y socialista se taparon la nariz y votaron la ley que confirmaba el decreto de Gustavo Martínez Zuviría, el exitoso escritor nacionalista Hugo Wast.
En política nadie regala nada y los favores siempre se cobran. Y, en ese periodo, en la Iglesia todavía se consideraba que un gobierno, si se proclamaba oficialmente católico, aunque estuviera transido de errores y pecados, resultaba preferible a cualquier otro que no lo fuera.
Todo ello también explica el beneplácito con el que fue recibido el coronel del pueblo por los obispos, varios de ellos identificados con el ideario nacionalista expresado en el trilema Dios-Patria-Hogar, propio de esos años. Sin embargo, pronto la sonrisa se borraría de los semblantes episcopales y no tanto por los rictus autoritarios que comenzó a desarrollar el régimen.

El cascabel del gato
¿Por qué estalló el conflicto entre la Iglesia y el peronismo? Se atribuye a diversos factores, entre ellos la creación de la democracia cristiana, propiciada en la posguerra del “mundo libre” por Pío XII -simpatizaba poco y nada con Perón, igual que con Franco-, como un intento de sofrenar el fantasma del comunismo.
Sin embargo, la iniciativa no contó con la simpatía de los obispos locales, que siempre miraron con indiferencia la formación de un partido confesional, un concepto que entró en crisis con los nuevos aires posconciliares. Perón también recibió de malhumor ese proyecto porque, según él, la expresión católica en la política ya existía en la Argentina, y ella era justamente el peronismo.
La razón más profunda del desentendimiento que operó como un detonante de la Revolución Libertadora no fue entonces su carácter crecientemente dictatorial. Fue la pretensión del régimen de sustituir las enseñanzas de la Iglesia por una reinterpretación justicialista de la fe cristiana que encarnaría el exótico Pedro Badanelli. El verdadero cristianismo sería, pues, no el de los obispos aburguesados, sino el propio peronismo.
Pero después del derrocamiento del líder justicialista, con la consigna revolucionaria “Dios es justo” y mediante aviones que llevaban pintados en sus fuselajes el monograma que representaba el grito de guerra “Cristo vence”, una parte del clero y del laicado cayeron en la cuenta de que habían contribuido a abatir un régimen al que siguió siendo fiel la mayoría de sus beneficiarios: los más humildes.
Perón supo situar hábilmente su movimiento como una representación del socialcristianismo, en los años 60 como un socialismo nacional y cristiano. Una multitud de curas y jóvenes visualizaron en el peronismo una herramienta política para realizar sus ideas cristianas sobre la sociedad y la política. La Iglesia y el peronismo no fueron ajenos a la izquierdización de la sociedad, especialmente de la juventud, y el clero católico constituyó un factor clave en el proceso cuyas dos caras, la subversión y la represión, se conjugarían mutuamente en una tragedia infernal.
La cruz y la espada revivían juntas, una vez más, bajo otro signo. Esto explica la segunda ola de curas peronistas, representada por miembros del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer mundo, entre ellos Rolando Concatti y jesuitas, como José María Meisegeier. Su cara mediática fue el sacerdote Carlos Mugica, victimario y víctima.
La primera peronización del clero fue por derecha, la segunda y la tercera en cambio se insertaron en la izquierda, aunque hubo excepciones. Como la de Raúl Sánchez Abelenda, del nacionalismo peronista. El clericalismo no distingue entre ambas.
Los movimientos insurreccionales –Montoneros- se nutrieron desde su fundación de jóvenes militantes de la Acción Católica, la Juventud Estudiantil Católica, el nacionalismo católico, el Partido Demócrata Cristiano y alumnos de colegios confesionales, de los cuales el ejemplo paradigmático es el de la Inmaculada de Santa Fe, regentado por los jesuitas.

Ellos se vieron incluidos en la espiral de violencia engendrada por los desvaríos de la crisis posconciliar, con epicentro en universidades católicas europeas. El mix entre religión y política desató un furor apocalíptico que ensangrentó la región. Demasiadas veces, detrás de esa multitud de chicos de buena familia convertidos en máquinas de matar, hubo un cura. El punto cenital del nuevo clericalismo peronista-socialista lo señalaría el capellán montonero Jorge Adur.
Finalmente, la tercera ola de clero peronista, que ha abandonado los ambiguos devaneos setentistas de la lucha armada, está representada en los últimos años por los Curas en Opción por los Pobres, constituidos a finales de los 80 y, en menor medida, por los curas villeros, institucionalizados mediante una vicaría episcopal en 2009. Los primeros, con el liderazgo de Eduardo de la Serna, son kirchneristas y suscriben la Teología de la Liberación. Los segundos, cuya expresión más popular es José María Di Paola (el padre Pepe), no tienen una opción partidaria definida y sostienen la Teología del Pueblo, con alguna influencia más ortodoxamente justicialista.
Ambos representan, a su modo, una continuidad con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, deshecho en las postrimerías del gobierno de Isabel Perón. La opción preferencial por los pobres ha sido ejercida por millones de cristianos a lo largo de la historia. Convertirla en una opción política, así como la expresión de una elección partidaria por parte del clero, aunque bajo nuevas formas, muestra la pervivencia del autoritarismo en la Iglesia y lesiona el derecho fundamental de los fieles a la libertad en cuestiones temporales.

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