¿Qué le pasa al Presidente?
Alberto Fernández celebrará este miércoles la peor elección nacional que haya hecho el peronismo en casi 38 años de la nueva democracia argentina
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Algo funciona mal cuando no se pueden comprender las sumas y las restas más elementales. ¿Qué le pasa al Presidente? ¿Cómo un experto en campañas electorales (dictó cursos en la Universidad de Salamanca sobre esa materia) puede confundir una derrota con un triunfo? Peor: se prepara para celebrar este miércoles una victoria que no existió en un acto en la Plaza de Mayo. El acto será multitudinario porque se moverán los eficientes aparatos de los sindicatos, de los movimientos sociales (de los que simpatizan con el Gobierno) y de los intendentes del conurbano. Suficiente para llenar la histórica plaza. Ni la historia ni la política se detiene en esas manifestaciones perfectamente organizadas. Solo sirven para alimentar el ego, tal vez marchitado, de los protagonistas. Tales movilizaciones han dejado de existir en los países más serios del mundo. Vencen y luego se olvidan no bien cae la noche del día del alboroto. Lo que importa es la conducción diaria de la cosa pública, no el rejunte de una muchedumbre que, en muchos casos, no sabe a dónde va ni para qué. No son pocos lo que conocían desde mucho antes a Alberto Fernández y confiesan no reconocer a la misma persona con sus actuales extravagancias.
Si el Presidente fuera un alumno leal de Néstor Kirchner, ya hubiera renunciado a la presidencia del Partido Justicialista. En 2009, Kirchner renunció al liderazgo de ese partido cuando perdió por 2 puntos frente a Francisco de Narváez en la provincia de Buenos Aires. El domingo último, ese mismo partido, el Justicialista, integrado en una coalición amplia de distintas familias peronistas, hizo la peor elección nacional que haya hecho el peronismo en casi 38 años de la nueva democracia argentina. Sacó poco más del 33 por ciento de los votos nacionales, el porcentaje que se considera el piso electoral histórico del peronismo. Lo mínimo. Jamás había sucedido eso desde 1983. En 2015, Daniel Scioli reconoció el triunfo de Mauricio Macri cuando la diferencia a favor de este no había llegado ni al 2 por ciento. Así fue presidente Macri durante cuatro años. Las gestiones y las ideas de Néstor Kirchner y de Scioli son discutibles, pero debe reconocerse que los dos tuvieron un mayor respeto cívico hacia la opinión de la sociedad que el actual Presidente. El prudente silencio de Cristina Kirchner es mejor que el frívolo triunfalismo del albertismo.
Podrá decirse que el Gobierno quedaría muy debilitado si apareciera acongojado por la dimensión de la derrota. De hecho, lo dicen algunos albertistas. Pero una cosa es actuar cierta templanza ante la catástrofe, y otra cosa es convertir una derrota en una fiesta. Sucedió seguramente que los gobernantes esperaban una paliza electoral mucho más grande que la que sucedió (la ausencia de Cristina Kirchner en el acto del domingo fue un síntoma clave de esos presagios). Tales alivios ante números mejores -sobre todo en la provincia de Buenos Aires, aún perdiendo- pueden durar solo unos minutos en la intimidad presidencial. Nunca debieron llegar hasta el ridículo de convocar públicamente a celebrar una victoria inverosímil ni, mucho menos, de proclamar que habían ganado perdiendo. Esta es una fórmula electoral imposible, que solo expresa una monumental negación de la realidad.
La historia entró en sus contradicciones. Al mismo tiempo que la administración de Alberto Fernández le negaba a la oposición su victoria electoral, la convocaba para un diálogo y un acuerdo. La oposición le contestó con un duro documento del interbloque de diputados de Juntos por el Cambio. Mauricio Macri reclamó que en la mesa de cualquier negociación se sienten Alberto Fernández, Cristina Kirchner, La Cámpora y Sergio Massa (todos juntos, ninguna afuera) y que antes digan públicamente sobre qué quieren hablar. Al mismo tiempo, el Fondo Monetario imponía la condición de que cualquier eventual acuerdo con el gobierno argentino deberá contar con el aval de una importante mayoría política. El organismo internacional tomó nota en el acto de que el Gobierno se quedó sin mayoría propia en las dos cámaras del Congreso. La deuda pública es una atribución del Parlamento. El Fondo entendió rápidamente los números electorales que el Gobierno argentino no pudo comprender. La exigencia del Fondo, que sería perfectamente normal en cualquier otro país con políticos sensatos, se hizo oír cuando la administración de Alberto Fernández leía al revés los resultados electorales. O parecía leerlos al revés. Alejandro Catterberg recordó ayer los números finales del escrutinio definitivo de las PASO y el provisorio de las generales del domingo pasado. Medido en porcentajes, el Gobierno ni siquiera aumentó el caudal de votos en la provincia de Buenos Aires. En las primarias sacó el 38,9 por ciento; en las generales consiguió el 38,5. Cuatro décimas menos. Fue el desempeño de Juntos por el Cambio el que achicó la diferencia, porque el caudal de la coalición opositora mermó 3,8 puntos porcentuales entre las primarias y las generales. En las PASO, Juntos (como se llama en Buenos Aires) logró el 43,7 por ciento de los votos; en las generales alcanzó solo el 39,8. Esa fuga de votos explica en el crecimiento del libertario José Luis Espert.
José Luis Espert.
El acuerdo con el Fondo Monetario es indispensable para que el Gobierno de Alberto Fernández llegue serenamente a las elecciones generales de 2023. Es probable que un pacto con el organismo multilateral lo obligue a aplicar políticas “impopulares”, pero más impopular será si la economía termina haciendo caóticamente su propio ajuste. Un gobierno sin dólares, sin confianza, con inflación alta y con tarifas y precios congelados está a merced de que un fósforo mal prendido encienda una hoguera inoportuna. La teoría de que el ajuste lo podría ir haciendo una inflación alta (de entre el 50 y el 60 por ciento anual) es una aceptable deducción intelectual, que no analiza los alcances de la paciencia social. Estos parecen ser demasiado cortos. Un acuerdo con el Fondo no resolvería nada en el acto, pero marcaría una senda, por lo menos. Como dice Juan Carlos de Pablo, al Fondo le llevan un plan o el Fondo les hace un plan. En esa simple elección se cifra todo el conflicto político y económico de estos días. ¿Difícil de entender? Razonablemente sí, sobre todo para quienes no pueden establecer quién ganó y quién perdió una simple elección.
Tampoco descolló el domingo un liderazgo personal fuerte en Juntos por el Cambio. Una parte de la coalición opositora se vio también en un espejo que deforma, pero al revés de cómo se vio el Gobierno. Caras tristes en los alrededores de Horacio Rodríguez Larreta, que esperaba alcanzar el 50 por ciento de los votos en la Capital y repetir en la provincia de Buenos Aires, con la candidatura de Diego Santilli, la misma elección de las primarias de septiembre. Ganó en los dos distritos, pero en la Capital estuvo a casi 3 puntos de los 50 que quería y en la provincia ganó apenas por el 1,2 por ciento. Hicieron de la fiesta un velorio, inexplicablemente. La pérdida de 3 de los 10 diputados que renovaba en la Capital significó que no ingresará a la Cámara de Diputados Fernando Sánchez, uno de los dirigentes más cercanos a Elisa Carrió, que estaba en el octavo lugar de la lista. Entraron solo siete diputados. Carrió llamó en la noche del domingo a varios dirigentes del viejo Cambiemos para manifestarles su enojo, cuando no su furia.
Rodríguez Larreta se pronunció contra la grieta entre kirchneristas y antikirchneristas en el discurso en el que celebró, sin una sola sonrisa, la victoria. “Se estaba manifestando contra muchos que lo votaron ese día”, dijo una figura importante de Juntos por el Cambio. La moderación del líder capitalino y de sus candidatos (María Eugenia Vidal y Santilli) agrandó más de lo esperado las propuesta libertaria, fuertemente antikirchnerista, de Javier Milei y de Espert. En Juntos por el Cambio habrá en los próximos tiempos una conducción colegiada, no un liderazgo nítido. Tallarán el propio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich (a quienes muchos le reconocen el tesón con el que trabajó en las provincias que renovaban senadores), Macri, Carrió y los radicales Alfredo Cornejo, Gerardo Morales y Gustavo Valdés, gobernador de Corrientes. También integrarán esa conducción colegiada los líderes parlamentarios de Juntos por el Cambio. La candidatura presidencial de 2023 de los cambiemitas se dirimirá, tal como quedaron las cosas, en las elecciones primarias de ese año. Habrá más de dos candidatos. Rodríguez Larreta será uno y Patricia Bullrich será otra. Falta saber cuántos radicales se anotarán en la carrera presidencial después del nuevo protagonismo (con renovación incluida) que tomó ese partido. Falta saber, también, si Macri intentará un regreso al poder.
Todo eso sucederá dentro de dos años. Nada más parecido a la eternidad en la política argentina. Muchas cosas se resolverán en los próximos días. Cristina Kirchner se pronunciará seguramente después del acto de este miércoles. No asistió a la ceremonia de la derrota; tampoco quiere amargar el vacío triunfalismo de hoy. Su hijo, Máximo, no aplaudió el discurso en el que Alberto Fernández se declaró ganador de una elección que perdió. Nadie pudo explicar si fue porque no lo quiere al Presidente o si fue porque no estaba dispuesto a suscribir semejante torpeza. Pero el hijo siempre anticipa lo huracanes que promueve su madre.
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