La bronca de Macri y la “maldición de Alfonsín”: primer capítulo de una lucha encarnizada por el poder que viene
Macri entiende que la decisión de Larreta pone en riesgo la hegemonía del Pro en el distrito que considera su bastión; la amenaza de apoyar a Bullrich y el “gesto de autoridad” que quiso dar el jefe porteño
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Hace 30 años Mauricio Macri ni siquiera había ensayado sus habilidades de dirigente en Boca Juniors cuando en una mesa de poder se estaba forjando su destino como figura central de la política argentina. Corría 1993 y Carlos Menem, obsesionado con la reelección presidencial, forzó a Raúl Alfonsín a una negociación para reformar la Constitución. El líder radical se llevó como mayor trofeo el reconocimiento de la autonomía porteña, que dejaría ser gobernada por un delegado de la Casa Rosada a tiro de decreto.
En aquel toma y daca del Pacto de Olivos se puede rastrear el germen histórico del conflicto que hoy enfrenta a Macri con su sucesor, Horacio Rodríguez Larreta, por la forma en que se elegirá el próximo jefe de gobierno capitalino. Alfonsín imaginó la Ciudad como una fortaleza del radicalismo desde el cual resistir la hegemonía peronista: un distrito con sensibilidad de clase media, con agenda propia, sólido en recursos y que ofrece una vidriera invalorable para instalar candidatos a nivel nacional.
La primera experiencia pareció darle la razón. Fernando de la Rúa -paradójicamente el mayor opositor interno al Pacto de Olivos- se convirtió en 1996 en el primer jefe de gobierno elegido por el voto popular y tres años más tarde alcanzó la presidencia de la Nación, al frente de la alianza entre la UCR y el Frepaso. En el año 2000 Alfonsín estalló en cólera cuando De la Rúa avaló que el candidato oficialista para la sucesión porteña fuera el frepasista Aníbal Ibarra. El viejo caudillo le achacaba canjear un beneficio perdurable (el control radical de la Ciudad) por una ventaja efímera (el equilibrio con sus aliados en un momento de debilidad de su presidencia).
“Estamos cometiendo un error del que nos vamos a arrepentir toda la vida”, dijo entonces Alfonsín y su premonición resuena todavía hoy como una suerte de maldición. La crisis del 2001 arrasó con De la Rúa y condenó al radicalismo a la inanición. Ibarra con el tiempo terminó en los brazos del kirchnerismo, hasta su propia desgracia política después de la tragedia de Cromañón.
Macri nació como referente político en medio de las réplicas del terremoto de 2001. Su frente Compromiso por el Cambio, en 2003, fue concebido como un instrumento de representación de las clases medias porteñas, que habían extraviado en la crisis radical el principal canal para intervenir en la vida política del país. El empresario, adornado con la popularidad que le dio su paso por el fútbol, salía a la cancha para aprovechar la conquista de Alfonsín sobre Menem.
En las elecciones porteñas de 2003, que Macri perdió con Ibarra, lo acompañaba como compañero de fórmula un joven Larreta. Los dos habían descartado un año antes la posibilidad de competir por la Presidencia de la Nación, a partir de una oferta de Eduardo Duhalde, que no encontraba candidato para la sucesión. “¿Qué decís, nos equivocamos?”, le preguntó Macri a Larreta dos décadas después en una charla relajada, a ojos de que aquella negativa permitió que a la larga el elegido del duhaldismo fuera Néstor Kirchner. La historia nunca es contrafáctica.
La lógica detrás de la decisión recogía el razonamiento de Alfonsín en los días del Pacto de Olivos. La Ciudad era una cota más simple de alcanzar y con enorme potencial como plataforma de lanzamiento nacional. Con dedicación se podía llegar al mismo destino, pero con estructura y méritos propios en lugar de quemar etapas como delegado de poder ajeno.
El Pro resultó finalmente el utensilio de Macri para construir su proyección nacional. En 2007 se convirtió en jefe de gobierno porteño, con una configuración más pulida: menos peronismo que en su ensayo de cuatro años antes y un discurso que decididamente apuntaba a las clases medias. Tuvo conciencia desde el inicio del concepto de “bastión”. Cuando algunos de su entorno lo empujaban a desafiar a Cristina Kirchner en las elecciones de 2011, priorizó la defensa del territorio. El triunfo nacional era una apuesta casi imposible y traía aparejado el riesgo de perder la Ciudad. Optó por la reelección porteña.
Cuando en 2015 se alió al radicalismo y a la Coalición Cívica para formar Cambiemos no puso en la mesa de negociaciones el mando en la Ciudad. Se involucró en persona en las internas del Pro para influir en que su sucesor fuera quien él creía mejor preparado para sostener la hegemonía. Sí, Larreta.
Ocho años después cree que su delfín de entonces está rifando la razón existencial del Pro -la potestad sobre la Capital- a cambio de una ventaja competitiva para su sueño presidencial. “¿Le va a entregar la Ciudad a los radicales? Es increíble”, bramaba hoy uno de los laderos más cercanos del expresidente. En esa visión, la jugada del jefe de gobierno en función de su alianza con Martín Lousteau puede ser el embrión de un cambio de gran calado en la dinámica política nacional. El temor latente es que la UCR se apodere de aquel tesoro que imaginó Alfonsín. Es la peor pesadilla del macrismo.
“Manejar la ciudad le permitió al Pro sobrevivir a la derrota nacional de 2019 y mantenerse como la fuerza preponderante de la oposición. Los candidatos con opciones de ganar ahora son porteños y son del Pro”, resume otro dirigente de innegable fidelidad con el expresidente.
Las razones de Larreta
Larreta rechaza esos argumentos. Dice que es ingenuo pensar que él, como jefe del distrito, va a entregarlo alegremente a alguien de otro partido. “Cualquier candidato que yo apoye arranca con ventaja -dijo, según dos interlocutores que acceden a su intimidad-. Y ya dije que mi candidato va a ser del Pro. ¿Cómo voy a pretender ganar la Presidencia a cambio de entregar mi territorio?” Añade que votar en urnas separadas y con boletas diferenciadas limita las opciones de Ramiro Marra, el candidato de Javier Milei en la Capital.
Según refuerzan en el búnker de Uspallata, la alianza con Lousteau implica un compromiso de juego limpio. Nada más. Al cumplir con esa promesa exhibe un “espíritu de coalición” y se acerca al objetivo de alinear a la mayor parte de la UCR detrás de su proyecto presidencial (no solo pensando en las elecciones, sino en un eventual gobierno). Insiste en que la ley local lo ampara.
Macri le exigía intransigencia: que se vote con boleta sábana, el mismo día, en una misma urna y acompañar únicamente a Jorge Macri, su primo. Que Lousteau, si quiere competir en las primarias, se buscara un candidato presidencial del radicalismo para adherirle su boleta a jefe porteño. Las consideraciones éticas (el gasto, las complicaciones para la gente, etc) son el adorno de una fenomenal disputa de poder.
“Pedimos lo mismo que hacen los radicales en las provincias que gobiernan. No te regalan nada”, dicen en el entorno del expresidente. Pero Larreta y Lousteau alegan cuestiones prácticas que harían inviable lo que el macrismo reclama. “Querían que nuestra boleta fuera atada a la de un candidato a presidente radical. ¿Y si no hay tal candidato? Y si resulta que Larreta lleva un vice de la UCR, ¿qué hacemos con la boleta porteña de Martín?”, se pregunta una fuente ligada al senador radical.
La incógnita que sobrevuela el conflicto es si Larreta no está aprovechando la situación para cumplir lo que le sugieren desde hace tiempo algunos consejeros de la política: para ser un presidente con poder propio necesita enfrentarse con Macri y ganarle. El famoso mandato de “matar al padre”. No va a ser en las PASO, porque el expresidente anunció que no quiere ser candidato; entonces el campo de batalla se tendió en el territorio más preciado por Macri. Larreta niega tajantemente esas intenciones, pero fuentes de su confianza describen su decisión como un gesto de autoridad. Incluso rescatan haberle oído una frase: “Yo no soy el Alberto de Macri”.
Las consecuencias del choque son profundas y apenas se vislumbran por estas horas. Macri marcó la cancha con una severidad pocas veces vista cuando el domingo salió a decir que llamar a las elecciones en urnas diferenciadas equivalía a traicionar “los valores de Juntos por el Cambio”. Larreta desoyó la advertencia. En realidad el video que se difundió el lunes había sido grabado en el Jardín Botánico seis días antes.
María Eugenia Vidal se plantó del lado de Macri, alejada ya sin disimulo de Larreta. Jorge Macri también puso el grito en el cielo delante de cuánto micrófono le acercaron: ¿puede seguir siendo ministro político del jefe de gobierno que tomó una decisión política que considera “un experimento caro y complejo”? Larreta, que prometió apoyar al “candidato único” del Pro, ¿hará campaña por un ministro que lo desafía? ¿O comenzamos a ver ahora las razones por las cuales nunca bajó las postulaciones de sus también funcionarios Fernán Quirós y Soledad Acuña? Cartas que se guarda para más adelante.
Mauricio Macri medita su próxima jugada. “¡Qué profunda desilusión!”, escribió este mediodía tras el anuncio de Larreta. Ya había sugerido hace dos semanas que estaba dispuesto a salir de su posición ecuánime en las internas presidenciales si, a su juicio, alguno de los candidatos representaba mejor los “valores” (otra vez esa palabra) que defiende el Pro. ¿Será este el punto de quiebre que lo lleve a volcarse definitivamente hacia Patricia Bullrich, que no tardó ni un suspiro en condenar la decisión larretista? A partir de ahora cada movimiento viene acompañado del peligro de una fractura.
Los radicales también están convulsionados. El juego porteño los empuja a definirse entre los dos proyectos del Pro. Acaso esté empezando a diluirse la candidatura de Gerardo Morales, a quien el viento de la coyuntura acerca a Larreta. Elisa Carrió salió a apoyar al jefe porteño, dispuesta a plantarse en la vereda de enfrente de Macri.
Todos entienden que acá se juega algo grande: el primer capítulo de la lucha encarnizada por el liderazgo de un nuevo tiempo. Pero, en la Argentina de las crisis que se bifurcan, ningún futuro está escrito. Juntos por el Cambio lleva meses estancado en las encuestas y todavía tiene que convencer a una sociedad dominada por el enojo y la frustración de que le otorgue otra oportunidad de hacer las cosas bien.
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