Pobreza: poca transparencia y superposiciones en la entrega de alimentos
Los sistemas de transferencia de dinero son más directos que los de bienes; un grupo importante de la población que no figura en las bases de datos que se usan como eje
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CÓRDOBA.– Enrique Alfonso es presidente del barrio Primero de Mayo, en Puerto Iguazú, Misiones. Administra un comedor que distribuye 200 meriendas diarias. La creciente demanda hizo que salieran a preguntarle a la gente qué otras ayudas tenían. “Hay un número importante de indocumentados y el otro gran tema es el de mamás argentinas con pareja extranjera que, aunque los hijos están reconocidos y tienen DNI, no le pagan la AUH. Deben hacer una presentación en el juzgado. La mayoría de nuestra gente es mezcla de argentinos, brasileños y paraguayos. El otro gran segmento es el de los jóvenes que, sin trabajo, no acceden a nada”, cuenta Alfonso a LA NACION.
El comedor –que atiende también a los barrios Cataratas y Bicentenario– solo recibe la ayuda de Cáritas. Recibían un aporte de la Municipalidad, pero se cortó porque la ciudad adujo no tener más posibilidades.
Situaciones como esa se repiten en diferentes puntos del país. En la distribución de ayuda alimentaria es donde se da la mayor superposición entre Nación y administraciones provinciales y municipales. En ese desorden algunos reciben asistencias varias y otros quedan librados a la solidaridad de vecinos, empresas e iglesias. En la Argentina no hay datos actualizados del gasto social consolidado: la serie llega a 2017 y se corta. Tampoco se puede reconstruir a través del portal “gobierno abierto”, porque las cargas son incompletas.
Todos los niveles del Estado reparten comida –sea bolsones en barrios carenciados, entregas a comedores sociales o en escuelas– pero la cuantificación del volumen total no está publicada; incluso en muchos casos quedan bajo el concepto genérico de “compras”. Los expertos consultados por este medio coincidieron en que el sistema da lugar a superposiciones, poca transparencia e incluso pérdidas por problemas de manejo y logística.
Rafael Rofman, director de Protección Social del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), subraya que los programas “menos coordinados y ordenados” son las que reparten bienes y no dinero.
Desde el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, Agustín Salvia puntualiza que “hay un punto gris” en estos esquemas de reparto. “Es el más confuso pero el de menos peso presupuestario, lo que no quiere decir que no se deba mejorar y corregir. Para toda asistencia debe existir un circuito claro y homogeneizado que no siempre está, a veces puede ser por falta de transparencia y otras por la incapacidad técnica”
El gasto social consolidado de la Argentina ronda 30% del Producto Bruto Interno (PBI), de lo que un tercio son jubilaciones. Las transferencias económicas directas de asistencia social suman alrededor de 1,5% (básicamente AUH y planes de empleo). Los cálculos son del Cippec, que agrega que alrededor de 7% de esos fondos van a Salud y una cifra similar a Educación. Desde el Ministerio de Desarrollo Social plantean que la AUH “no es asistencia social, lo paga Anses”.
El Observatorio de la Deuda Social estima que los programas de protección social nacionales en el contexto del Covid alcanzaron los $977.000 millones en el primer semestre de 2020, equivalentes al 3,6% del PBI de ese año. Más de la mitad del monto lo explican programas que ya no existen, como el ATP (pago de parte de los salarios privados) y el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Las provincias aportan básicamente ayudas alimentarias, reforzadas desde el inicio de la pandemia respecto a años anteriores.
Desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, que comanda Daniel Arroyo, explicaron a LA NACION que cada programa social tiene “criterios de elegibilidad” y apunta “a diferentes poblaciones objetivo”. A modo de ejemplo, apuntaron los existentes para la Tarjeta Alimentar y Potenciar Trabajo. Admitieron que si el solicitante cumple los distintos parámetros “puede ser titular de esos diferentes programas”. El año pasado, el 55% de la población recibió alguna ayuda por transferencia de ingresos y/o asistencia alimentaria.
Daniela es mamá de Elvis, un joven discapacitado de 21 años, que tiene cuatro hermanos mayores. “No cobramos ningún tipo de asignación ni subsidio estatal. Vivimos con lo que podemos hacer de changas a diario”, dice. Su discapacidad –que le genera problemas al hablar– no está diagnosticada porque no terminaron de hacer los trámites en el hospital Misericordia, donde los iniciaron. “Si no salimos a hacer lo que podemos, no hay entrada”, dice la mujer, que vive en la ciudad de Córdoba. Pueden subsistir gracias a comedores sociales o ayudas de vecinos.
Casi seis de cada diez niños de entre 0 y 14 años viven en hogares que no acceden a los ingresos suficientes para adquirir bienes y servicios básicos. El total de los pobres entre los grupos de 15 a 29 años y de 30 a 64 es de 49,2% y 37,2%, respectivamente. Para los mayores de 65 años, 11,9%.
La tarjeta de la polémica
La Tarjeta Alimentar –que se amplió a $12.000 para hogares con tres o más hijos y que extendió la edad de los niños que pueden recibir sus beneficios hasta los 14 años– nació en 2019 y se diseñó para quenes recibían AUH con niños menores de seis años.
Aunque los expertos consultados por este diario entienden que se había pensado como un instrumento para garantizar la seguridad alimentaria de la población más vulnerable, pero en medio de la crisis de la pandemia terminó entregándose a quienes ya recibían la AUH; desde el Ministerio niegan que sea así. “El criterio fue mejorar la nutrición de niños y niñas que no estaban en la escuela primaria; la AUH es la asignación de quienes trabajan en negro o no tienen trabajo, por eso el criterio de usar esa base de datos”. Hoy alcanza a cuatro millones de personas.
La tarjeta física solo permite la compra de alimentos: ese dinero no se puede usar con otros fines. Rofman advierte que ese es un punto a favor a la vez que puede ser más “flexible” en su gestión que la AUH, pero reconoce que al usar la misma base de datos quedan afuera quienes no están ahí. Asume que la proporción de gente es “baja” aunque por supuesto que requiere de una solución. Podrían ser unos 300.000 chicos.
Para Jorge Colina, de la consultora Idesa, el monto de la tarjeta debería haberse sumado a la AUH, porque no hay forma de controlar que solo se use para alimentos y porque la estructura financiera del plástico genera costos. Según su visión, la decisión se vincula con el interés de capitalizar electoralmente esa ayuda.
Salvia enfatiza que la tarjeta “mejora la seguridad alimentaria, no la alimentación. Al menos en el actual contexto, no mejora la calidad de la dieta. Tal vez en uno distinto, menos crítico, lo haga, pero por ahora no lo sabemos”.
Aunque lo están analizando, tampoco por ahora tienen una respuesta a la relación entre el beneficio que genera con el costo financiero que conlleva. Insiste en que “sin claridad y focalización en quien piensa, proyecta y diseña instrumentos de política social, se termina en una política de distribución de ingresos que es más bien de Economía que de Desarrollo Social. Es buscar maneras de cómo incentivar el consumo sin tener el foco en quién, porqué y cómo pongo plata”.
María Guanuco, de Cáritas Jujuy, cuenta que en los parajes más aislados la asistencia social se complica por la burocracia: “Se hacen informes, se autorizan y la ayuda llega mucho más tarde. A veces no tienen DNI o el documento de negatividad que otorga Anses para demostrar que no se cobra nada. Hay muchas familias que no tienen ni la escuela primaria y se les complica hacer todo eso y no pueden quedar abandonados. Hay que ayudarlos como se pueda. Hay temor a dar datos, a entregarnos papeles porque no quieren quedarse sin apoyo”.
Agrega que están muy enfocados en los adultos mayores que por cobrar una jubilación mínima no tienen otro aporte. “No les alcanza para nada; ir a un hospital público implica hacer colas desde las 3 de la madrugada. Les damos prioridad a ellos”, dice.
Descentralizar
Salvia puntualiza que, en general, en la política social argentina predomina el concepto de estimular el consumo: “La tarjeta era un esfuerzo de una herramienta propia, pero terminó devorada por la urgencia, subsumida en la AUH aunque en ese segmento hay mucha diferencia de necesidades”. Tanto él como Colina están convencidos de que deben ser los municipios los que administren la ayuda social.
“Se requiere conocimiento del territorio y un manejo más directo; el modelo debe cambiar totalmente, el fortalecimiento debe ser por ese lado”, apunta Salvia, y agrega que incluso los programas de empleo tienen que cambiar de manos: “No puede ser entre la Nación y los movimientos sociales, sino local con articulación con parroquias e incluso con organizaciones sociales. Cada municipio debe tener un fondo, discutir en un consejo e ir al territorio. No es fácil hacerlo, se requiere voluntad política y una ingeniería que no hay. Es prioritario dar trabajo en la economía social”.
“Con la alta inflación ya hay gente que está persistentemente en la pobreza y no queda otra que repartir comida –describe Colina–. La gestión del programa debería ser delegada a los municipios: la Nación financiarlo y dar las herramientas informáticas para avanzar. En Brasil y Colombia funciona así, porque incluso es más fácil controlar que se cumplan las condicionalidades”. Los programas sociales de los municipios equivalen a 0,3% del PBI.
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