Peajes. “No cobré por el decreto”, el pijama de Cristina y la historia detrás de la hidrovía
De la prórroga de la concesión con la firma de la actual vicepresidenta y Amado Boudou, que hoy pide la estatización, a la sombra del empresario Gabriel Romero y el capítulo de Cuadernos que obligó a la ex Jefa de Estado a romper el silencio.
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En enero de 2010, Cristina Kirchner estampó la firma del decreto 113 que le permitía al consorcio integrado por Emepa, de Gabriel Romero, y la firma belga Jean De Nul continuar una década más con las tareas de dragar el río Paraná y señalizarlo para que unas cuatro mil embarcaciones por año transporten el grueso de las exportaciones que abastecen de dólares a la maltrecha economía argentina.
No hubo entonces proclama a favor de la estatización de la hidrovía, como la impulsada semanas atrás por la diputada cristinista Fernanda Vallejos. Incluso Amado Boudou, quien ahora clama por la nacionalización del servicio, firmó junto a la entonces presidenta el decreto con la prórroga de la concesión para Romero y De Nul. Once años después y tras la proclama de Vallejos, el gobierno de Alberto Fernández postergó ahora la idea de una licitación y anunció que en septiembre el cobro de los peajes de los barcos pasará a manos del Estado. ¿Cuándo el kirchnerismo descubrió que sacar la arena del fondo del río era una tarea impostergable y soberana del Estado? La trama esconde capítulos insuperables de la historia reciente.
Cuando Cristina Kirchner ejercía (y ocupaba) la presidencia, la Auditoría General (acta 342) le advirtió como una deuda de su gestión que nunca se había constituido el organismo de control de la hidrovía. Además señaló que “el otorgamiento de derechos monopólicos exclusivos sobre toda la vía navegable” dejaba de lado “mecanismos de competencia”. Y tampoco quedaba claro por qué se fijó “un subsidio a la concesionaria de 3.125.000 dólares por mes para la ejecución de la obra” del norte del puerto de Santa Fe. El informe, en síntesis, detectaba que el Estado exhibía “debilidades en el seguimiento y control de la concesión”. En aquel entonces no importó.
Después de que Cristina Kirchner firmó la prórroga de la concesión de la hidrovía, Elisa Carrió planteó en la Cámara de Diputados que EMEPA, la firma de Romero, “no contaba con el patrimonio mínimo exigido en el pliego” y que había presentado como garantías firmas del mismo dueño. Nada de eso hizo cambiar de idea. Para entonces, a Romero también se la habían entregado concesiones ferroviarias.
La proclama kirchnerista por la hidrovía, publicada el mes pasado, expresó que es “imprescindible el control y administración de la ruta fluvial” para “el Estado y para todos los argentinos y argentinas”. Algo parecido le planteaba la Auditoría a su líder política cuando ejercía la primera magistratura. Pero Cristina Kirchner no había descubierto todavía la trascendencia soberana del dragado. Las verdaderas razones de esta epifanía son esclarecedoras.
El dueño de EMEPA, otro experto en “mercados regulados” que necesitaron los belgas de Jean De Nul para acceder a la licitación, es identificado con el Radicalismo. En el ambiente donde los intereses políticos se cruzan con los económicos, unos asocian al empresario con Enrique Coti Nosiglia y otros directamente con el alfonsinismo y recuerdan sus talleres en Chascomús, cuna de Raúl Alfonsín. “Es un producto del Pacto de Olivos”, resumen en el mercado portuario al momento de explicar por qué un negocio que adjudicó el peronista Carlos Menem en 1995 quedó en manos de un radical.
Romero fue adoptado por el kirchnerismo como la contraparte privada de los negocios públicos, tanto en la hidrovía como en el servicio ferroviario. En el auge del kirchnerismo la sociedad marchaba viento en popa, sin bancos de arena en el camino. Hasta que ocurrió el cataclismo.
Tras el cambio de gobierno, el nombre de Romero apareció en los cuadernos del chofer Oscar Centeno donde registraba la recolección de coimas para los funcionarios de Cristina Kirchner. De pronto, el mundo del transporte entró en ebullición. Ante una perspectiva incierta de prisión, el empresario se convirtió en arrepentido y confesó haber pagado coimas por 600.000 dólares para que el gobierno de Cristina Kirchner le renovara por decreto la concesión de la explotación de la hidrovía. Nunca antes se había llegado tan cerca de la expresidenta. Además, Romero dijo que le entregaba al secretario de Transporte Ricardo Jaime un retorno del 10 al 15% de los subsidios que recibía por su empresa Ferrovías y además le daba una cuota anual de 500 mil dólares para asegurarse el control de los negocios ligados al transporte.
La confesión provocó un cisma en el consorcio. Los belgas aseguraron que desconocían los pagos de su socio local. Y la crisis llevó al nieto del fundador de la firma, Pieter Jean de Nul, a radicarse desde entonces en la Argentina. Para Romero, la hidrovía había sido un negocio redondo, porque se había quedado con la parte menos costosa del mantenimiento, el balizamiento, pero repartía en partes iguales las ganancias. Los méritos para semejante premio eran otros, sus conocimientos ineludibles para realizar negocios con el Estado argentino.
La confesión de Romero impactó en Cristina Kirchner como ninguna antes, tanto que provocó que rompiera su silencio y se refiriera por primera vez a la causa de los cuadernos de las coimas. A través de su página de Facebook, la expresidenta publicó en 2018 una carta titulada “Sobre pijamas, dormitorios y decretos en la Argentina macrista arrepentida”. Dijo que Romero había sido una víctima del “manejo extorsivo de la figura del arrepentido” y que no iba a hacer “comentarios sobre remiseros ‘arrepentidos’ que dicen haberme visto en pijama”, en referencia al relato de Centeno y los detalles de la recolección de sobornos.
A la luz de las proclamas y presiones kirchneristas recientes para tomar el control de la caja de la hidrovía, la oración más significativa de aquella carta es cuando Cristina Kirchner afirma que nada podía hacer en 2010 más que prorrogar la concesión de Romero, porque ella era tan solo el último eslabón de un proceso burocrático donde su incidencia, como Presidenta de la Nación, era mínima.
En aquella carta reveladora, cuyo objetivo central era enfrentar una acusación de sobornos, Cristina Kirchner hizo un largo racconto de los pasos que llevó el análisis de la concesión de la hidrovía y concluyó: “Mi intervención como presidenta de la Nación se limitó a lo único que podía y debía hacer: ratificar lo actuado y resuelto” por los organismos que habían intervenido en la evaluación de la prórroga, y firmar el decreto que extendía una década el negocio de Romero y De Nul.
Desafiada por una denuncia, Cristina Kirchner se presentaba en la causa de los cuadernos como una jefa de Estado limitada que sólo podía ratificar la prórroga de una concesión privada. El núcleo de su alegato era señalar que la firma del decreto 113/10, que extendió hasta 2021 la concesión para el Grupo Emepa y sus socios, había sido el resultado de un proceso que incluyó intervenciones de la Unidad de Renegociación y Análisis de Contratos de Servicios Públicos (Uniren), la Procuración del Tesoro, la Sigen, la Cancillería y el Congreso. Y que ella, impotente, solo había puesto la firma final. Reconocía por lo tanto que como jefa del Estado no se le había pasado por la cabeza llamar a una nueva licitación ni estatizar el servicio en nombre del dragado soberano, como ahora reclaman Vallejos, Boudou y Víctor Hugo Morales en la proclama.
Alberto Fernández, vilipendiado por el kirchnerismo duro, estaría encantado de escuchar que, si se tomara en serio aquella carta, Cristina Kirchner le reconoce más poder ahora para torcer el rumbo de la hidrovía que su propio gobierno. A menos que todo fuera una coartada, que la impotencia fuera actuada con el único objetivo de sortear una acusación de soborno, y que a Cristina Kirchner jamás se le ocurrió estatizar la hidrovía porque el negocio funcionaba aceitadamente. No era necesario alterarlo con ideas de nacionalismo tardío. Al menos en aquel entonces, antes de que Romero se arrepintiera y confesara sobornos. Como en la omertá, todo se perdona menos la delación.
Ricardo Luján fue subsecretario de Puertos y Vías Navegables durante el gobierno de Néstor Kirchner. Había estado a cargo del puerto de Santa Fe y fue elegido para manejar el área estatal a cargo de los puertos hasta que prefirió dar un paso al costado. Para el exfuncionario, la proclama kirchnerista que mezcla los problemas de contrabando y el narcotráfico con la concesión del dragado es un “insulto a la inteligencia”. No le faltan razones. El tráfico de mercancías y estupefacientes que atraviesa la hidrovía son responsabilidad de la falta de controles o de las complicidades de funcionarios de la Aduana, la Prefectura o el Senasa. Nada tiene que ver la función policial o aduanera con las barcazas que quitan arena del fondo del río.
En diálogo con LA NACION, Luján considera que la concesión privada del dragado de la hidrovía del Paraná fue “un proceso exitoso que no hay que perder, sino mejorar”. Las crónicas de la época sostenían que el exfuncionario tuvo que dejar el gobierno kirchnerista por un enfrentamiento con Hugo Moyano. De Julio de Vido, Cristina Kirchner nunca se desprendió.
En la épica envejecida del tercer kirchnerismo, cualquier argumento puede servir para avanzar hacia una nueva caja. Al reconocer que en la hidrovía hay contrabando y narcotráfico, el oficialismo termina por admitir sus propias limitaciones o complicidades para manejar los organismos de control del Estado. Pero la solución es crear nuevos organismos y quedarse con el cobro del peaje para los buques que transitan con exportaciones. No se soluciona el tráfico de drogas. Pero se consiguen más contratos.
El decreto que traspasa el cobro del peaje a la Administración General de Puertos, a cargo de José Beni, oportunamente inscripto en el núcleo de poder del Instituto Patria, abre un camino plagado de trampas. La política exterior del cristinismo tiene una especial afinidad con China y Rusia. Ambas naciones ya pusieron su mirada sobre la hidrovía.
Para China es estratégico: tomar el control de los ríos significaría entrelazar toda la cadena de provisión de soja, desde la producción que ya manejan a través de Nidera y Noble, firmas cerealeras controladas por la estatal china Cofco, hasta el desembarco en sus puertos. Del total de soja importada por la República Popular, prácticamente el 90% proviene de tres países: Estados Unidos, Brasil y la Argentina.
Quedarse con el control de la hidrovía implicaría entrelazar troncalmente su seguridad alimentaria. Pero para cerrar negocios con el kirchnerismo van a necesitar un nuevo Romero. Ya hay varios candidatos. Incluso figuran borradores de contratos en el sector portuario, donde ofrecen bajar el costo del peaje a cambio de garantías, como quedarse con bienes soberanos si la Argentina falta a sus compromisos. Lo mismo que Alberto Fernández le negó a Pfizer como garantía por las vacunas. Los laboratorios de Estados Unidos tienen menos afinidad con Cristina Kirchner que Beijing.
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