José Algaraz atiende un kiosco en la entrada de su flamante casa de la villa 31. Es un hombre macizo que antes vivía debajo de la autopista Illia. No tenía título de propiedad ni agua. Hace un mes se mudó a una de las 1200 viviendasconstruidas por el gobierno de la ciudad. Paga $5000 por mes de un crédito blando a 30 años. Su barrio ahora es una postal de calles peatonales anchas y juegos para niños. Podría ser el campus de una universidad escandinava. Sin embargo, José está enojado.
"Yo quería baldosas, le dan vida a la casa", se queja mirando su piso gris de cemento alisado, un estilo industrial que está de moda entre los arquitectos de Palermo. "Parece un cementerio", acota su mujer, señalando los ladrillos opacos de las paredes. Tienen una bandera con la iconografía peronista guardada y dicen que la desplegarán durante el asado con el que planean festejar la eventual derrota del oficialismo.
Su caso se repite en toda la villa 31 y refleja una de las paradojas que más les duele a los funcionarios de los gobiernos porteño y nacional. El Barrio 31 -como la rebautizaron- es central en la gestión de Horacio Rodríguez Larreta. Su gobierno levantó allí la escuela más moderna de la ciudad, inauguró una cancha de fútbol con tribunas, puso un puesto de ecobicis y, lo más importante, construyó dos complejos de viviendas. Al de José se suma otro, con 110 unidades.
Sin embargo, el oficialismo sufrió una derrota calamitosa en las últimas PASO. Rodríguez Larreta perdió por casi 47 puntos contra Matías Lammens, el candidato a jefe de gobierno del Frente de Todos.
El número es significativo porque señala un enorme deterioro. En la anterior PASO para jefe de gobierno, en 2015, Larreta había perdido por apenas cuatro puntos.
La villa 31 es uno de los experimentos más interesantes de Pro, una fuerza que nació bajo la impronta de Mauricio Macri, su fundador, y fue mutando su piel. El discurso que señalaba a sus 40.000 integrantes como "usurpadores" se convirtió en uno de integración. Rodríguez Larreta la recorría con orgullo. Comió ceviche y paseó a técnicos de los organismos internacionales.
Las elecciones fueron algo diferentes porque este año la boleta de Rodríguez Larreta fue pegada a la de Macri, algo que no ocurrió en 2015, cuando se desdoblaron los comicios porteños de los nacionales. Sin embargo, eso no explica la caída. Luego de los cuatro años con mayor inversión gubernamental en la historia de la villa 31, el oficialismo perdió 20 puntos. Y lo peor es que estos fueron en su totalidad a manos de su principal opositor, el peronismo, que incluso sumó tres más. Pese a los más de 850 millones de pesos invertidos en 34 proyectos, los vecinos de la villa votaron de manera mayoritaria por la oposición.
Interrogante
¿Qué pasó? La pregunta abruma a los funcionarios de la Ciudad desde la fatídica noche del domingo electoral. La primera respuesta que encuentran es la crisis económica, pero no es suficiente. Los propios integrantes del gobierno señalan razones culturales y, por lo tanto, más preocupantes, detrás del duro revés. La combinación de bolsillos vacíos y desinteligencias políticas profundas entre el gobierno y sus electores convierten al resultado de la villa 31 en una versión exagerada de lo que ocurrió en todo el país.
"Nos llevaron puestos", repite un funcionario con oficina en el Portal, el container con más de 100 jóvenes que la Secretaría de Integración Social y Urbana puso en la entrada de la villa. Su presencia contrasta con las personas en situación de indigencia que todos los días esperan cruzando la calle a que abra uno de los refugios para los sin techo que habilitó el Gobierno. "Me hubiera sorprendido otro resultado", se sincera un secretario que apenas supera los 30 años y señala a la crisis económica como una de las principales razones de la catástrofe. "Sin plata en el bolsillo de la gente es muy difícil hacer campaña", agrega.
Los pasillos atiborrados de la 31 confirman que la recesión afectó antes y con mayor profundidad a los pobres. Nahuel Civila, con gorra y arito de Boca, se quedó sin su trabajo de delivery cuando, a fin del año pasado, cerró la pizzería Roma, ubicada en la calle Lavalle. Comenzó a trabajar en el kiosco de sus padres, pero los números se fueron achicando. "Antes vendía 10 kg de pan por día. Ahora, apenas tres", se queja.
A David Soria, un joven paraguayo que atiende una peluquería en la zona más transitada de la villa, le pasa lo mismo. Los cortes típicos -rapado y con líneas a los costados, como los que usan los futbolistas- acaban de aumentar a $120. "Deberíamos subir más, pero no podemos por la competencia", explica. Hortensia Chambi atiende una verdulería con especialidad en condimentos bolivianos, como el ají rocoto, y tiene una explicación para el mal momento que están viviendo: "Macri no nos quiere porque somos extranjeros y pobres".
Sin menú
José Luis Zapata Román es el dueño de Las Palmeras, el restaurante preferido de Rodríguez Larreta, con presencia en la última feria Masticar, y tiene una explicación más sofisticada del mal resultado de las elecciones. "Confiaron demasiado en las obras -dice-. Les faltó caminar la villa, convocar gente, hacer más mítines, como decimos en Perú". La recesión también lo afecta. Tuvo que suspender su menú de mediodía de $150 -sopa, plato principal y gaseosa- y hace días que está sin pisco porque su proveedor no se lo quiere vender, pero señala razones más profundas detrás del voto castigo.
Lo mismo cree Rodrigo Zarazaga, sacerdote jesuita que da misa todas las semanas en una villa, doctor en Ciencias Políticas y experto en el conurbano. "Si las heladeras están vacías, las cloacas no sirven", resume. Su tesis es que el kirchnerismo proveyó consumo y Cambiemos, infraestructura. Y en tiempos de crisis, consumo mata infraestructura.
Para Zarazaga, la crisis es mayúscula porque está generando dos mundos muy diferentes. Es lo que llama el big bang social: un gueto encerrado en las villas y otro, en los countries. Estos mundos, dice, cada vez están más lejos, y no solo en términos de ingresos. Ya casi no comparten códigos. Tienen dialectos y estéticas muy distintas. El gobierno y los sectores de poder, explica, no han podido, o no han querido, tender puentes con los más desprotegidos.
Diego Fernández, el secretario a cargo del proyecto de la villa 31, es un buen representante de la nueva generación de funcionarios macristas. Está haciendo un doctorado en Innovación Sistémica en el ITBA, fue gerente de las heladerías Persicco e inversor en la cadena de sushi Dashi. Tiene un perfil técnico y de hacedor, y está muy lejos de un puntero político. Esa extranjería que alguna vez fue virtud se está convirtiendo en problema. Cambiemos construyó con cemento alisado, pero José Algaraz quería baldosas.
Fotos: Fernando Gutiérrez
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