Otro vaso de whisky para el alcohólico
No gastemos caracteres en preguntarnos si es alta la inflación, digámoslo de una vez: es alta -ya casi empardando a la de Venezuela en el tope mundial- y no parece estar bajando. Los números de consultoras privadas, los que miden las provincias con autonomía estadística y las percepciones de la gente, publicadas en esta encuesta, coinciden en una cifra de alrededor del 25% anual, y quienes miran hacia adelante pronostican como mínimo un número similar.
¿Es preocupante una inflación de esa magnitud? En este punto parece haber un divorcio: los economistas nos escandalizamos con inflaciones de más de un dígito, y mucho más con una superior al 25%; pero la gente en general pone por encima otras cuestiones, como la inseguridad o el empleo. ¿Quién tiene razón?
Creo que ambos tienen buenas razones, y no tienen por qué coincidir. En primer lugar: hay inflaciones e inflaciones. Inflaciones como la de 2002, dominadas por el impacto de una devaluación no compensada por incrementos salariales, tienen un efecto mucho mayor en el poder de compra que inflaciones como la de los últimos años, en la que muchos han podido ir acompañando con incrementos en los ingresos las subas de los precios. Desde luego, la inflación es un río revuelto, y hay pescadores que logran ganar más que otros en esa inestabilidad: quienes están más sindicalizados, por ejemplo, o están en sectores particularmente prósperos.
Pero debemos abandonar la falacia de que un 25% de aumento en los precios indica necesariamente una caída proporcional en el poder de compra: unos más, otros menos, casi todos logran compensar en parte o hasta contrarrestar por completo el impacto de la inflación sobre su poder de compra. Cuando los jubilados cobren su próximo aumento (37% acumulado en el año) dejará de ser cierto que en los doce meses anteriores perdieron poder de compra, como sí podía ser cierto al momento de realizarse esta encuesta.
¿Pero entonces no es un problema la inflación? Claro que sí. La carrera de salarios y precios es como una sucesión de borracheras y resacas. Una sensación de alegría con cada aumento de salarios y de frustración y malestar cuando la inflación los carcome. El alcohólico, según el momento, podrá estar más o menos preocupado, pero en ese vaivén su cuerpo poco a poco va pagando la fiesta.
Los síntomas
Ese cuerpo que va enfermando es lo que preocupa a los economistas. Los síntomas del alcoholismo inflacionario son varios, pero menciono solamente dos: la cirrosis enquistada en los precios administrados (dólar, tarifas) que se atrasan y van comprando un problema a futuro; y los temblores que impiden calibrar las decisiones: ¿cómo saber si invertir aquí, si tomar un préstamo a tal tasa, si comprar o no una propiedad, cuando no tenemos la menor idea de cuál será, a futuro, en ese río tan revuelto, el valor real de aquello a lo que estamos apostando?
Lo que los economistas y los argentinos de más edad sabemos de memoria es que a partir de un cierto punto la inflación empieza a afectar al crecimiento y al empleo. Sabemos también que si un tercer actor -el dólar- llega a despertar en hora para la carrera, la gana caminando. O corriendo.
Los estudios empíricos basados en encuestas de satisfacción ciudadana muestran que un país en el que se duplica la tasa de desempleo sufre mucho más que uno en el que se duplica la tasa de inflación: no es un misterio que De la Rúa haya sido más penalizado que los Kirchner por su economía. La preocupación económica de la gente es tener un trabajo, llegar lo más cómodamente posible a fin de mes, dar a sus hijos un nivel de vida igual o mejor que el propio. No tiene por qué saber de economía. No tiene por qué entender que aunque el autor material de un aumento de precios es el empresario, su autor intelectual es una política económica que alienta la supervivencia en el tiempo de las expectativas de inflación. No tiene por qué saber que es imposible sostener en el tiempo una inflación pareja de 25% con el dólar fijo, ni comprender que es un proceso que una vez echado a andar no se detiene por sí solo.
El Gobierno apuesta a que el alcohólico siga siendo su amigo convidándolo con otro vaso de whisky. Es posible que lo logre.
El autor es profesor de historia económica de la Universidad Di Tella
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