Nuevos dilemas de los interregnos en crisis
El maridaje entre crisis recurrentes y transiciones traumáticas acecha a la Argentina. Las crisis son un viejo tema de las ciencias sociales; en cambio, las transiciones poseen un origen más reciente. A mediados de los 80, Guillermo O'Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead editan Transitions from Authoritarian Rule, un análisis sobre distintos pasajes del autoritarismo a la democracia. Luego, los estudios se ocuparon de la institucionalización democrática y de las reversiones autoritarias. Steve Levitsky acuña el término autoritarismo competitivo para referir a estos retrocesos. Sin embargo, consolidada la democracia, la literatura no presta demasiada atención a las transiciones entre un gobierno saliente y uno entrante, y al rol que juegan las coyunturas económicas, sociales y políticas.
En un intento de comparar con la actual circunstancia, los analistas vuelven su mirada hacia las traumáticas transiciones de 1989 y de 2001. ¿Qué tienen en común? Primero, la conexión entre transición político-institucional y crisis económico-social. Segundo, el papel del mercado presionando sobre el peso, que se refleja en la disparada, tarde o temprano, del dólar, un medidor de la profundidad de la crisis. Tercero, la fuerza opositora rumbo a conquistar la Casa Rosada en 1989, 2001 y 2019 es el peronismo, el espacio político con mayor representatividad, poder federal y capacidad de gobernabilidad del sistema partidario.
Cuarto, las crisis con desajustes macroeconómicos y con consecuencias altamente dañinas para la sociedad y para la reputación del país en el exterior habilitan al nuevo gobierno a llevar adelante ajustes brutales. Convertibilidad mediante, Carlos Menem detuvo la hiperinflación y se convirtió en un alumno ejemplar del Consenso de Washington. En 2001, Adolfo Rodríguez Saá declaró el default, y luego Eduardo Duhalde produjo una devaluación del 400%. Quinto, las transiciones con crisis llevan a la sociedad a tolerar y aplaudir medidas económicas que de otro modo jamás haría. Como no hay crisis interminables ni transiciones que no finalicen, las soluciones aparecen.
Sin embargo, el patrón descripto no es único. Dos ocasiones exhiben un modelo diferente, en el que los cambios de gobierno encuentran otro desenlace: sin crisis. Cuando las mudanzas de administración ocurren dentro del peronismo, como en 2003 y 2007: Néstor Kirchner heredó de Duhalde un país, según Mario Damill y Roberto Frenkel, con una economía creciendo, y Cristina Kirchner sucedió a su marido pacíficamente. Tampoco traen turbulencias los pasajes de un gobierno justicialista a otro opositor, como en 1999 y 2015: pese a la dificultosa situación económico-social, las sucesiones de Menem a Fernando de la Rúa y de Cristina Kirchner a Mauricio Macri se mostraron ordenadas.
Supuestamente diseñadas para promover la democratización, la participación y la renovación partidaria, las PASO se transforman, dado su carácter obligatorio, en una suerte de primera vuelta dos meses y medio antes de la elección general y cuatro antes del traspaso del poder. Emerge, así, un escenario inédito. Por primera vez desde su vigencia, el resultado de las elecciones primarias favorece a la oposición, y por un margen cercano a 18 puntos. Debilitado por el resultado, acosado por la crisis y carente de suficientes recursos políticos e institucionales, el Gobierno debe gestionar durante cuatro meses más.
La tensión entre el gobierno endeble y la oposición fortalecida provoca la reacción de los mercados, generando una enorme volatilidad. Una vez más, la gravedad de la coyuntura pone a prueba la capacidad de la elite político-partidaria para forjar acuerdos en torno a coincidencias mínimas que permitan llegar a la culminación del mandato presidencial vigente sin infligir un deterioro económico mayor a la sociedad y una lesión institucional a la República.
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