Ni debate ni explicaciones
El cristinismo carece de muchas virtudes, pero le sobra habilidad para cambiar el eje de los conflictos. La grave denuncia periodística sobre la fortuna de Lázaro Báez (y supuestamente del matrimonio Kirchner) terminó en los programas de la farándula. El golpe fulminante a la Justicia se dirimió en una discusión dentro del propio cristinismo. Al revés de lo que pidió ayer el plenario de obispos católicos, que reclamó un "debate amplio" sobre un tema que puede "debilitar a la democracia".
El oficialismo, en cambio, abrió ayer e inmediatamente cerró su debate con el estilo petulante y pendenciero de todos los camporistas de este mundo. Aunque esa discusión refleja de algún modo la crisis interna del oficialismo, lo cierto es que el cristinismo podrá decir (y dirá) que debatió su proyecto para eliminar a uno de los tres poderes de la Constitución.
Leonardo Fariña no dijo ayer que es inocente. "No hay pruebas contra mí", aseguró, con lenguaje preciso, en espacios televisivos dedicados al pobre famoseo local. Pasó de financista del poder arrepentido ante un periodista a acusador del periodista. Era el destino que le esperaba a Jorge Lanata, después de difundir la acusación más seria que se haya hecho sobre la presunta riqueza ilegal del matrimonio Kirchner.
El problema de Fariña, de Báez y de los Kirchner es que la investigación no estuvo respaldada sólo en el testimonio del locuaz mediático. También existen otras pruebas, como los certificados de creación de empresas en paraísos fiscales o documentos sobre la transferencia de dinero a esas empresas.
Lázaro Báez era un simple empleado del Banco de Santa Cruz, propietario de un automóvil con 20 años de antigüedad, cuando Néstor Kirchner asumió la gobernación de Santa Cruz, en 1991. Ahora es uno de los más grandes empresarios nacionales de la construcción, sobre todo de obras públicas.
Propietario también de pozos petroleros (que sólo conocía de vista), Báez había roto, eso sí, el estilo de austeridad aparente que impuso Kirchner durante sus años de gobernador.
Últimamente había comprado dos camionetas importadas todoterreno, las más caras que existen en el mercado mundial, sólo por si una de ellas sufriera un desperfecto. Río Gallegos es un pueblo chico y las noticias de sus habitantes se conocen en el acto. El despilfarro de los empresarios kirchneristas explica también el fracaso electoral del cristinismo en su propio feudo.
Esas constataciones, entre muchas más, respaldan la denuncia periodística. La historia también la avala. ¿O acaso no hubo un gobernador kirchnerista de Santa Cruz, Sergio Acevedo, que renunció porque se negó a autorizar desorbitados sobreprecios para importantes obras públicas? ¿No hubo un vicegobernador del propio Néstor Kirchner, Eduardo Arnold, que denunció prácticas corruptas ante el propio gobernador de entonces y las sigue denunciando hasta ahora? Fariña ya debió estar amenazado antes de hablar con Lanata; tal vez habló por eso. Ahora le está haciendo un favor al oficialismo para salvar, quizás, su propia vida. Un arrepentido de su arrepentimiento.
Una pregunta que se ha hecho con insistencia en las últimas horas refiere a si Cristina Kirchner sabía de esos manejos ilegales de enormes cantidades de dinero. La Presidenta no fue nunca un ama de casa indiferente a los trasiegos del entorno político. Es, por el contrario, una mujer obsesionada por la información precisa y secreta sobre las cosas y las personas.
Alguien que conocía que un abuelo de Mar del Plata le quería regalar sólo 10 dólares a su nieto o que sabía de la declaración ante la AFIP de un pequeño empresario inmobiliario, ¿podía desconocer que a su lado se movían clandestinamente millones de euros? ¿Podía ignorar qué hacía con el dinero el empresario más cercano a la familia presidencial, casi un integrante más de esa familia? Imposible. El problema de Cristina es que el escándalo en boga tiene a Fariña como un actor secundario y a la familia Kirchner como protagonista principal.
Ayer, uno de los jueces que podrían llevar la investigación, Rodolfo Canicoba Corral, empezó por despreciar la investigación. Argumentó que las cámaras ocultas no sirven como pruebas en las causas judiciales. Tiene razón, aunque el propio Fariña aseguró luego que la cámara no fue oculta.
Pero lo que se espera de un juez y de un fiscal es que tomen los indicios de un delito y lo investiguen. ¿O acaso el periodismo debería llevarles las investigaciones terminadas? El caso Watergate comenzó con muchas menos pruebas. El escándalo de "manos limpias" en Italia se inició con muchas más sospechas que las certezas que existen en el caso argentino. La diferencia está en la calidad de la Justicia.
Aquí, la Cámara Federal no decidió todavía cuál de los dos jueces que están en el medio, Canicoba Corral o Sebastián Casanello, se hará cargo de la investigación. Ya otro juez, Julián Ercolini, había derivado ayer la primera denuncia de Elisa Carrió al juzgado de Casanello; Ercolini tiene abierta una causa por asociación ilícita iniciada por la diputada hace casi cinco años.
Los personajes de esa denuncia de Carrió son los mismos que aparecieron en la investigación de Lanata. Ningún juez parece querer hacerse cargo del expediente. Si los involucrados no fueran funcionarios o empresarios cercanos al oficialismo, la Justicia ya hubiera hecho lo que debió hacer: allanar financieras y empresas de Báez para preservar las pruebas.
Es, en parte, la consecuencia inmediata de la "reforma judicial" promovida por el oficialismo. Más allá de la suerte parlamentaria o judicial de esa supuesta "democratización" de la Justicia, el "efecto temor" se instaló entre los jueces, que ya venían, debe subrayarse, atemorizados.
Un amigo histórico de los Kirchner, y sobre todo de Cristina, el periodista Horacio Verbitsky, sufrió ayer el estilo patotero que distingue a los dirigentes de La Cámpora. El camporista viceministro de Justicia, Julián Álvarez, lo destrató delante de un gran número de senadores. Algunos de la oposición habían ido a ver cómo se ponía en escena el teatro de una modificación de los proyectos tras un debate entre oficialistas. El debate existió, duro por momentos, pero Álvarez se negó con desplantes a hacer las modificaciones bien fundadas por los abogados del CELS, la ONG que preside Verbitsky.
Ya fue una arbitrariedad que el proyecto sobre la eliminación virtual de las cautelares se abriera a modificaciones por una opinión de una ONG. No porque las ONG no tengan derecho a hacer valer sus opiniones, sino porque el cristinismo del Senado les había negado cualquier modificación a los partidos de la oposición.
"Haremos los cambios que pide Justicia Legítima", ninguneó Álvarez al CELS y a Verbitsky. El primer requisito que deben cumplir los camporistas es, evidentemente, el de la arrogancia. La "democratización" de la Justicia quedaba, así, sometida a las opiniones diferentes dentro del cristinismo: el CELS o Justicia Legítima.
El acoso a la Justicia motivó ayer el primer documento de la Iglesia después de la elección del papa Francisco. Fue un documento conciso y duro en su esencia. La Iglesia podrá conservar las formas, pero decidió no callar en los casos cruciales de la política argentina. La "democratización" de la Justicia podría poner en duda, dijeron los obispos, el principio de la división de poderes, esencial para la dimensión republicana.
Sin embargo, la decisión es monolítica. Álvarez expresó ayer la opinión de Cristina Kirchner. No habrá debates ni grandes cambios, salvo algunos párrafos que no dicen nada, para los proyectos de reforma judicial. El Estado que persigue a los otros y protege a los propios necesita una Justicia derrocada.
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