Muy cerca del nuevo default
Borges decía que dos coincidencias pueden ser obra de la casualidad. Si son tres, estamos ya ante una decisión divina. El criterio tiene validez también en el vulgar terreno de la política. El Gobierno decidió, en un arranque intempestivo, estatizar una gran empresa agropecuaria. Optó también por una política de transporte aéreo que derivó, ayer, en la expulsión de Latam. El tercer episodio de la secuencia se conoció anoche: la Argentina está mucho más cerca de protagonizar un nuevo default. El noveno.
Las negociaciones con los acreedores se rompieron. La versión más optimista es que se ingresó en una impasse. Vicentin, Latam y default son tres puntos que determinan una recta: en un contexto de parálisis de la vida material, con un Estado que se financia a través de montos aterradores de emisión, el país se desconecta de las redes de inversión. El financiamiento queda estrangulado. Es la peor estrategia para salir de la recesión, que es el mandato que Alberto Fernández recibió de las urnas.
A última hora de ayer se conoció el endurecimiento de las negociaciones entre Martín Guzmán y los acreedores en dólares con jurisdicción internacional. La señal de guerra fue que ambas partes divulgaron sus propuestas. Las explicaciones preliminares fueron discordantes. Entre los bonistas se alegaba malestar por la intención de dividirlos con privilegios arbitrarios. En el entorno de Guzmán hablaban de que ya era imposible hacer más concesiones. Ambas razones pueden ser verdaderas. El ministro realizó una jugada incomprensible anteayer. En un desafío al principio de no contradicción, la Secretaría de Finanzas sostuvo que para fortalecer el mercado de deuda en pesos se les iba a dar un bono en dólares a los que no quieren pesos, pero quedaron atrapados con bonos en pesos. Fue interpretado como un traje a medida para fondos como Pimco o Templeton, que habían comprado esos instrumentos en la crisis de 2018, en una apuesta errónea a la estabilidad de la moneda local.
Los acreedores se irritaron también porque el ministro, que les venía hablando de su afición intelectual por las "unidades de deuda contingente" (en inglés value recovery instruments), como se denomina a los cupones atados a variables como, por ejemplo, las exportaciones agropecuarias, relativizó su propuesta, que ahora aparece en términos potenciales. Ese bono pagaría un interés no superior a 0,75% en el caso de que el promedio de esas exportaciones, en los últimos cinco años, supere determinado monto. Y siempre que las del año en que se paga no hayan caído por debajo de cierto nivel.
Al parecer, Guzmán teme sufrir las consecuencias de experiencias anteriores. Cuando Néstor Kirchner, con Alberto Fernández como jefe de Gabinete y Roberto Lavagna como ministro de Economía, entregó los bonos atados al crecimiento del PBI, realizó a los acreedores un regalo tan maravilloso que hoy los poseedores de esos papeles exigen otros con similares condiciones para entrar al canje. De hecho, como una parte de ese premio no se pagó, hay una demanda en Nueva York por 1300 millones de dólares. El comentario en el mercado ayer era que el consejo de Joseph Stiglitz fue que debía evitar ser tan generoso.
Sin embargo, la gota que colmó la paciencia de los bonistas fue el argumento de que la limitación a mejorar la oferta provenía del Fondo Monetario Internacional. Es verdad que ese organismo emitió una opinión sobre los márgenes más allá de los cuales la nueva deuda se volvería insostenible. Pero los tenedores de títulos no admiten que ese dictamen, emitido por el mayor acreedor del país, y que, por lo tanto, compite con ellos por la misma caja, pueda ser tomado como vinculante. Es un debate inesperado: el gobierno de la soberanía financiera, energética y alimentaria justifica sus decisiones en estudios realizados por burócratas de Washington.
Estos factores, que pusieron la negociación al borde del colapso, se sumaron a la incomodidad del propio Guzmán. En la primera modificación de su oferta, de un valor presente neto de los títulos de 39 centavos a otro de 46, dejó sobre la mesa 5000 millones de dólares. Una nueva mejora, de 46 a 53, que es la que se preveía, le haría resignar una suma equivalente. Las concesiones suponen un aumento de la tasa de interés que se pagará por toda la deuda. La quita sobre el capital sería casi cero. Es decir: el nivel de endeudamiento de la Argentina seguiría siendo el mismo.
Aun así, en la propuesta que se conoció anoche, el ministro siguió flexibilizando su posición. Aquel bono para pagar intereses vencidos hasta el 15 de mayo de este año, fechado para 2034, se adelantó a 2030. Y, a diferencia de la primera versión, en esta nueva paga intereses. También acortó el vencimiento del bono más largo, de 2042 a 2041. Y aumentó el interés de los cupones en un cuarto de punto. ¿Se puede ceder más? Tal vez los bonistas ya se estén burlando.
La incógnita hoy es si Alberto Fernández rescatará las conversaciones. Anoche el grupo más numeroso de acreedores amenazó con recurrir a la Justicia neoyorquina, donde los espera la jueza Loretta Preska, que no admira al kirchnerismo. Las consecuencias de un default serían delicadísimas. Desde anoche la fecha clave pasa a ser el 30 de junio. Ese día vencen los discounts emitidos durante los gobiernos Kirchner. Tienen la peculiaridad de que, a diferencia de los títulos emitidos en la gestión de Mauricio Macri, presentan pocas dificultades para habilitar un reclamo judicial. A partir del 30 de junio correrían 30 días y, entonces sí, la Argentina entraría en default pleno.
La onda expansiva de esa situación se proyectaría sobre todas las reestructuraciones que hay en curso, en el orden provincial y corporativo. El crédito internacional quedaría estrangulado. Se abriría también una incógnita político-financiera. Si el desenlace del proceso iba a ser la cesación de pagos, ¿por qué no la dispusieron en diciembre? Dicho de otro modo: para qué el Tesoro se deshizo de miles de millones de dólares para cumplir con los vencimientos del verano. Incógnitas que llevarán a algún despiadado a pedir la renuncia de Guzmán.
El enrarecimiento de las tratativas por la deuda hace juego con la noticia de que Lan Argentina, del grupo chileno Latam, estudia retirarse del país. Ayer la empresa comunicó que suspende las operaciones. Pero la estación final del viaje sería la disolución de la compañía. Se trata de una aerolínea con 15 años de operación en el país. Visto de otro modo: es el fracaso de una apuesta que se realizó bajo el gobierno de Néstor Kirchner. Lan Argentina cuenta con 1778 empleados y operaba un promedio de 76 vuelos diarios a destinos directos. En 2019 transportó más de tres millones de pasajeros, aportando al PBI nacional unos 2700 millones de dólares, de los cuales 600 millones iban al fisco.
Los hechos pueden ser presentados como una retirada de la compañía. Pero, en rigor, es una expulsión. Latam sufre la crisis universal de todas las compañías aéreas, lo que la obligó a reestructurar su esquema salarial en los países donde opera. Pudo hacerlo en Estados Unidos, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Ecuador. Pero no en la Argentina, por negativa de los sindicatos, que son los de Aerolíneas Argentinas. El Ministerio de Trabajo, que se niega a oficializar los sindicatos de empleados de Lan, le impuso a la empresa que pague el 100% de los salarios a pesar de la pandemia.
Si se contrastan estos episodios con el cuadro general del negocio, la tormenta del coronavirus agravó problemas preexistentes. Según cálculos de la propia compañía, Lan Argentina es 41% más costosa por tripulación de cabina que el resto del grupo. El costo en dólares por una hora de vuelo de un tripulante de cabina durante 2019 fue 101% más elevado en el país que en el resto de la región. En el caso de las tripulaciones de mando, ese costo es 43% superior.
Además, como cualquier empresa privada de aviación, Lan debe competir con Aerolíneas Argentinas, que entre 2009 y 2019 recibió un subsidio de 5500 millones de dólares por parte del Tesoro. Es decir, por parte de los contribuyentes. Es una subvención indignante por lo regresiva: los pobres ayudan, con el IVA que pagan por los alimentos, a abaratar el pasaje de los que pasan sus vacaciones en Miami o en Roma. El argumento de que se trata de ayudar a una aerolínea de fomento es falso. Esa compañía es Líneas Aéreas del Estado, que existe y sigue operando.
Como suele suceder, los directivos de Lan negociaron con funcionarios de Fernández. Santiago Cafiero, Claudio Moroni, también el massista Mario Meoni. Pero esos ministros reducen su papel al de charlistas. Las decisiones sobre el transporte aéreo se toman en el entorno de Mariano Recalde, expresidente de Aerolíneas, senador por la Capital y militante de La Cámpora. Los gobernadores, cuyos representados se verán dañados por la falta de un medio de transporte, seguirán callados.
El debate referido a la organización económica incluye un ítem sobre los beneficios y perjuicios de que el Estado opere empresas. No es el caso del negocio de la aeronavegación. El problema en ese sector no es que hay una empresa estatal, que es Aerolíneas. El problema es que esa empresa es, de facto, el ente regulador. En otras palabras: la política aerocomercial no se diseña para beneficiar a los usuarios, sino para que Aerolíneas pueda sobrevivir.
Gracias a esta deformación, la Argentina tiene la misma cantidad de vuelos que Chile con el doble de población y el triple de superficie. Por eso esa política incluye, como eje principal, eliminar cualquier competencia para la empresa del Estado. También las de las low cost, como JetSmart, Norwegian o Flybondi, que terminarán retirándose en la medida en que les sigan exigiendo operar desde Ezeiza, para que Aerolíneas pueda tener el monopolio del Aeroparque. Son pequeñas empresas que sumaron cinco millones de pasajeros al mercado argentino. Esta parcialidad del Estado, que es juez y parte, se expresó ayer con gran sinceridad a través de Twitter. Alberto Fernández y Cristina Kirchner emitieron desde sus cuentas publicidad de Aerolíneas, que es una firma comercial.
Es muy oportuno observar el modo en que el Estado interviene en un mercado para impedir la competencia en el momento en que Fernández decidió desplazar a la Justicia para intervenir y estatizar Vicentin. El modelo que adoptará esa empresa está en discusión. Es posible que el Presidente desee que el Congreso le ofrezca una fórmula que lo saque del problema en el que, irreflexivo, se metió. Tanto los federales Luis Contigiani, Graciela Camaño y Jorge Sarghini como Sergio Massa están proponiendo un formato que disminuya el papel estatal, incluyendo a acreedores como los productores agrarios santafesinos. Los que siguen a Contigiani pretenden que el problema vuelva al juez del concurso, como corresponde. Pro, a través de Cristian Ritondo, emitió una declaración inspirada por Emilio Monzó, en la que se opone a la expropiación y también pide al Ejecutivo que respete el papel de la Justicia provincial. Es posible que el Gobierno no consiga el número de diputados necesario para sancionar la ley de estatización. En ese caso, intentará convalidar su DNU en el Senado. La Argentina es así: para aprobar un decreto basta una cámara. Para una ley se necesitan dos.
Más allá de la estructura que adquiera Vicentin, la decisión de avanzar sobre ella tendrá un costo estructural para el país. Los bancos extranjeros, entre los que está la Corporación Financiera Internacional, que es el brazo comercial del Banco Mundial, buscarán en adelante exponerse mucho menos al sector agropecuario. Son menos dólares para la economía. Un problema que se agravará si Fernández decide ir al default. Estas dificultades son graves en sí mismas. Pero se vuelven alarmantes cuando se advierte el abismo recesivo en el que entraron las actividades productivas, menos por culpa de la epidemia que de una cuarentena que, desde ayer, se vuelve más estricta.La crisis obedece a factores objetivos. Pero se explica cada vez más por decisiones extraviadas. Es una navegación que puede convertir a la Argentina en un Titanic raro. Un Titanic sin témpano.
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