Murió Carlos Reutemann: el peronista que no quería ser presidente y la frase que marcó su carrera política
Tuvo servida la candidatura presidencial para 2003 y se negó con unas palabras que durante años despertaron suspicacias; su tensa relación con los Kirchner
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No lo entendían. Como nunca antes ni después, el peronismo se topó en 2002 con un dirigente que tenía la presidencia al alcance de la mano pero se negaba a competir. Carlos Reutemann llevaba la cuenta de las veces que había rechazado los ruegos en aquel invierno que siguió al estallido de la convertibilidad. “¡Cuarenta y un veces no es no!”, rezongó para despachar a los periodistas que se arremolinaban a su alrededor el día que Eduardo Duhalde lo citó en la Casa Rosada para convencerlo.
La historia recordará otra frase que usó, titubeante y enigmático, para explicar por qué no quería ser candidato a presidente: “He visto algo que quizás yo no lo pueda decir en público, quizás no lo voy a decir nunca. Algo vi que seguramente no me terminó de convencer”. La memoria popular lo sintetizó en “vi algo que no me gustó” y nació el mito de que Carlos Menem -en su última ilusión por recuperar el poder- lo había extorsionado con videos íntimos inconvenientes.
Era tan inverosímil que tirara a la basura 40 puntos de intención de voto en un desierto de candidatos... En el peronismo no podían más que sospechar. Muchos creían estar ante la estrategia de un tiempista genial. Duhalde, presidente accidental, había jurado no intentar la reelección después del crimen de Kosteki y Santillan y no encontraba opciones para obturar un regreso de Menem, su enemigo acérrimo. El principal armador del Presidente en el PJ, Juan Carlos Mazzón, apostaba asados a que finalmente el candidato oficialista en 2003 sería el Lole. Estaba lleno de operadores políticos que diseñaban planes para ubicarse cerca del favorito en el momento justo. Tenía cualidades únicas: un gobernador que manejaba su propio auto, sin custodio, al que no se le achacaban casos de corrupción, que no hablaba de más y resultaba creíble para empresarios y diplomáticos. Hacía juego con el espíritu de época, teñido por el “que se vayan todos”. Y encima era un peronista orgánico.
Uno de los armadores que trabajaba en la “hipótesis Lole” era un joven legislador porteño llamado Alberto Fernández, jefe de campaña de Néstor Kirchner. Todavía en septiembre de 2002 Fernández confesaba en la intimidad que su objetivo era ubicar a Kirchner como vice de Reutemann. El salto a la Casa Rosada lo soñaban para 2007.
Kirchner, que gobernaba Santa Cruz, se pegaba a Reutemann en cada reunión del peronismo que les tocaba compartir. Eran muchas en esa época de fragilidad institucional y roscas complicadas en las que se jugaba el destino de la Argentina cada amanecer. Lole desconfiaba de ese patagónico inasible que jugaba a mostrarse como opositor a Duhalde.
Duhalde volvió a rogarle a Reutemann que reconsiderara su negativa a finales de año, cuando sus encuestadores le dijeron que José Manuel de la Sota no tenía nafta suficiente para doblegar a Menem. Otra vez no. Era una respuesta recurrente que tenía una prehistoria. Ocurrió en 1999 cuando Duhalde enfrentaba a Fernando de la Rúa, de la Alianza, por la sucesión de Menem. En lo que pudo ser un giro espectacular de la campaña, Duhalde fue a celebrar el triunfo de Reutemann como gobernador el 8 de agosto, tres meses antes de las elecciones generales. En el balcón de los festejos, lo sorprendió con una oferta al oído: “Lole, vos tenés que ser el candidato contra De la Rúa”. La respuesta fue terminante: “Olvidate. No puedo hacer esta locura”.
El 2002 se esfumaba. Reutemann iba en serio. “No se puede uno poner la banda presidencial y después ver qué se hace. Esto no es un chiste”, les decía a quienes lo presionaban. Había recorrido embajadas de países centrales y le pintaban un panorama oscuro para el futuro del país. No quería ser “el candidato del Gobierno”. Y se resistía a quedar en el medio de la pelea encarnizada entre Duhalde y Menem, a quien consideraba su padrino en la política.
Resignado, Duhalde se arrojó a los brazos de Kirchner cuando quedaban apenas cinco meses para las elecciones.
Parco, poco afecto a hablar de política en abstracto, Lole tardó años en explicarse en público. “No me veía ahí adentro en la Casa Rosada, en la Quinta de Olivos, en el Tango 01 hecho pelota”. Lo del Tango no era chiste: el hombre que pasó media vida corriendo a 300 kilómetros en un monoplaza temía a las alturas. Se resistía a hacer vuelos largos en un avión de dos motores. Cuando lo invitaban a una gira presidencial, y no le quedaba otra que decir que sí, se las arreglaba para llegar en un Jumbo de línea.
En algún momento se preguntó si no hubiera debido pensar mejor eso de ser presidente. Pero nunca expresó arrepentimiento. “En política a veces hay que contar hasta diez antes de dar una respuesta. Yo, cuando me ofrecieron la candidatura, conté hasta dos y dije que no”, solía decir. No se sentía preparado y odiaba tocar de oído. La misma razón por la que podía hablar horas sobre cuestiones del campo y quedarse en silencio cuando intentaban interesarlo en minucias de la política.
Las elecciones de 2003 lo encontraron en uno de los peores días de su vida. Ese 27 de abril Santa Fe sufrió una inundación trágica que marcó a fuego el final de su gestión como gobernador. Son míticas sus imágenes con botas hasta las rodillas intentando achicar aguas en zonas arrasadas de la capital. Sus opositores lo acusaron de imprevisión y fue investigado por la Justicia. Hubo al menos 23 muertos (algunas organizaciones elevan la cifra a 67).
Nunca le perdonó a Hermes Binner que lo señalara como responsable de aquel drama y lo acusara de las muertes por la represión de diciembre del 2001 en Santa Fe. La herida lo acompañó hasta el final. “Lo que más me enoja de la política es la traición, el desagradecimiento y la agresión personal. Mi enojo con él es irreconciliable. Adjudicarme las muertes y la inundación es de una mala leche descomunal. Es de un tipo de mala entraña”, llegó a declarar casi 10 años después.
La relación con Kirchner
Su desconfianza respecto de Kirchner se acentuó cuando el santacruceño asumió la presidencia. Intuía que el gobierno nacional alentaba las acusaciones en su contra. En la campaña de aquel 2003 para la gobernación en Santa Fe él tenía todo organizado para que Horacio Rosatti fuera el candidato del PJ a la sucesión y Kirchner se lo sopló: lo nombró ministro de Justicia. La Casa Rosada impulsó la fórmula Jorge Obeid-María Eugenia Bielsa en una contienda de postulantes múltiples con ley de lemas. Lole hizo una campaña incansable para un candidato sin chances, su amigo Alberto Hammerley . Podía pasar horas comiendo guisos con jugo Tang en las villas del sur de Rosario, donde lo recibían como un héroe en casillas de chapa que lucían posters ajados de él en traje antiflama subido a una Ferrari. Se impuso Obeid. Él tuvo su reivindicación dos meses después en las elecciones para el Senado nacional, donde arrasó con el 56% de los votos.
Kirchner siempre lo trató con cuidado: si lo operaba ocultaba la mano, atento al prestigio y el caudal electoral que retenía ese gringo enigmático que el peronismo nunca terminó de entender. Lo designó presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado y lo sumaba a los viajes por el mundo en los que intentaba mostrarse como un político previsible y racional. Lole lo acompañaba, sin dejar nunca de ejercitar una prudencial distancia. Cristina se sentaba banca de por medio en el recinto.
La ruptura con el kirchnerismo llegó en 2008 durante el conflicto con el campo. Reutemann encabezó la rebelión de senadores peronistas que se plantó al proyecto de retenciones móviles (”la 125″) en medio de las protestas generalizadas contra el gobierno naciente de Cristina Kirchner.
Al año siguiente se presentó a la reelección, convertido en opositor al kirchnerismo. Ganó con 40 puntos y dejó en tercer lugar al peronismo K. El resultado reavivó los cantos de sirena para que sea candidato a presidente. Se veía débil a los Kirchner, con Néstor derrotado en Buenos Aires.
Antes de asumir la banca quedó envuelto en un escandalete cuando su compañera de fórmula, Roxana Latorre, convalidó una maniobra del Gobierno que facilitó el tratamiento de una ley de superpoderes, que entre otras cuestiones habilitaba a Cristina a prorrogar las retenciones al agro. Reutemann estalló: lo tomó como una traición imperdonable y como una operación directa para boicotear su posible lanzamiento presidencial. Hecho una furia, dijo en una entrevista en una radio santafecina que repercutió en todo el país: “¡Si quieren borrarme del mapa que la candidatura se la recontrametan en el centro del culo! El futuro me importa tres pitos”.
Más tranquilo, en 2010 llegó a decir que “ahora sí” pensaría en la presidencia. Su imagen solitaria manejando una cosechadora en su campo cercano a Laguna Paiva, despertaba comentarios en todo el arco político. ¿Era un hombre meditando dar el paso más trascendental de su vida? La respuesta fue la de siempre. No. El repunte de Cristina en las encuestas y la muerte de Kirchner cambiaron el panorama. Ya no había agua en esa pileta.
No volvió más al kirchnerismo. Jugó con Sergio Massa cuando este saltó a la oposición. El tigrense se ilusionaba con sumarlo como candidato a vicepresidente en 2015. Pero casi de un día para otro Reutemann lo plantó y acordó con Mauricio Macri.
En 2015 perdió en Santa Fe contra Omar Perotti y el kirchnerismo las elecciones para el Senado. Entró por la minoría. El ánimo le dio para bromear: “Me quedé sin combustible otra vez; salí segundo”. Pero la derrota operó como una asunción de que su estrella de candidato invencible se estaba apagando. Cumplió en silencio otros seis años en la Cámara, acaso con el alivio de que ya nadie volviera a insistirle que aceptara el cargo con el que nunca se tentó.
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