Murió Carlos Menem: el caudillo popular que hizo neoliberal al peronismo
Un político a tiempo completo, un caudillo popular, un presidente conservador. A los noventa años, Carlos Saúl Menem completó con audacia, intuición, pragmatismo y una inquebrantable fe en sí mismo un largo, controvertido e insoslayable trayecto por la vida pública de la Argentina.
El hombre que encarnó la versión argentina de la era reaganiana consumó ese impensado giro luego de varias décadas de militancia orientada por el deseo de llegar al poder. Ese camino fue recorrido por el segundo presidente desde la restauración de la democracia a partir de un impulso personal con pocos antecedentes en la política nacional del siglo pasado.
Desde el recóndito Anillaco natal, Menem se construyó a sí mismo con la convicción de que estaba predestinado a ser presidente, sin otras armas que su ambición y su flexibilidad para adaptarse a cada circunstancia. Conseguir el poder y mantenerlo fue siempre más importante para Menem que las ideas y las herramientas para ejercerlo. La circunstancia hizo que su momento culminante coincidiera con las políticas del neoconservadurismo aplicadas en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Fue más porque le convenía que por convicciones íntimas o previas que adoptó ese camino para ejercer el mando. Lo hizo sin pruritos ni matices.
Menem buscó y disfrutó el poder con igual intensidad, sin mostrar nunca las frustraciones ni los desgastes que provoca. Menem confirmó aquella máxima de Giulio Andreotti que afirma que "el poder desgasta a quien no lo tiene". El poder no lo limó a él, sino a quienes, siendo sus adversarios, no pudieron obtenerlo.
Como gobernador y como presidente, siempre descargó en sus colaboradores el fatigoso trajín de la administración y se reservó para sí el control y las decisiones finales. No fue un obsesivo de los datos ni de los números; sí, de mantener bajo su mando las variables centrales y la comunicación de sus pasos centrales. En eso fue un adelantado: acortó la distancia y se ocupó en persona de marcar su sello personal con declaraciones periodísticas frecuentes, sin la distancia que hasta entonces marcaban los mandatarios.
Un largo, colorido y sinuoso camino lo condujo hacia la Casa Rosada, a fines de la década de 1980. Con Menem se fue el último político de la vieja escuela que recorrió el país pueblo por pueblo. No una, sino varias veces, en una eterna campaña electoral que duró décadas.
A los 33 años ya había sido proscripto
En 1963, a los 33 años, ya era presidente del peronismo de La Rioja, luego de haber sido detenido unos meses por la Revolución Libertadora y de que se frustraran (por sendas proscripciones) dos intentos de ser legislador y gobernador. Por eso no resultó llamativo en su pago chico que ese retacón hijo de sirio-libaneses, abogado recibido en Córdoba, de emblemáticas patillas a lo Facundo Quiroga, llegara a la gobernación riojana en simultáneo con el triunfo de Héctor J. Cámpora, en 1973.
Aliado en un principio a la izquierda peronista, próximo al obispo tercermundista Enrique Angelelli (luego asesinado), Menem giró justo en el momento en el que Juan Perón decidió desalojar a los gobernadores de la Tendencia. No fue casual que su viraje fuese premiado por el isabelismo con que Menem fuese uno de los oradores que despidieron al presidente muerto en el Congreso, en la misma ceremonia en la que Ricardo Balbín dijo su célebre "este viejo adversario despide a un amigo".
Con dos años de antelación, en 1975, el llamativo gobernador riojano se apuró a proclamar la candidatura a la reelección de la viuda de Perón, un gesto que la señora no agradeció ni cuando Menem, luego de la Guerra de Malvinas, le dejó un ramo de flores frente a su residencia en Madrid, sin lograr ser recibido.
Detenido sin juicio ni condena desde el primer día de la dictadura, Menem siguió haciendo política aun en cada lugar en el que debía cumplir una residencia obligatoria, una especie de prisión domiciliaria ampliada a la ciudad o pueblo en el que fue obligado a vivir. Del barco 33 Orientales, en el que estuvo detenido, pasó a Mar del Plata, donde su simpatía por las figuras del espectáculo molestó tanto a los militares que lo trasladaron a Tandil, y desde allí a Las Lomitas (en Formosa), donde, hospedado por la familia Mesa, nacería su tercer hijo, resultado de su relación con la hija del dueño de casa.
Cuando el peronismo armó su tumultuosa oferta electoral convencido de que era invencible, en 1983, Carlos Menem era entonces un personaje más pintoresco que importante, más simpático que influyente en la construcción de la fórmula Ítalo Luder-Deolindo Bittel, que sería derrotada por Raúl Alfonsín y Víctor Martínez.
Menem y su apoyo a Alfónsin
Apenas días después de la victoria que dio inicio al ciclo democrático con elecciones libres más largo del país, Carlos Menem se reunió con Alfonsín para darle su apoyo. Meses después, sería de los pocos peronistas que apoyarían el sí en el plebiscito por la aprobación del acuerdo limítrofe por el Canal de Beagle con Chile. Recibió elogios ajenos y críticas de su partido.
Menem nunca dejó de hacer campaña, siempre atento a encontrar el resquicio para hacerse notar. Un día aparecía con un traje blanco en la primera fila de un teatro de revistas; otro, pasaba saludando a los fanáticos como corredor de autos de rally. En la televisión, Mario Sapag lo imitaba sin necesidad de acentuarle los rasgos en programas que tenían más de veinte puntos de rating, mientras las revistas de chismes lo presentaban jugando al tenis o comiendo con algún famoso.
A cada vecino que Menem saludaba le quedaba la sensación de haberlo conocido desde hacía años. Era simpático, decía lo que su interlocutor quería escuchar y aseguraba que sería presidente y que como tal volvería a saludarlo. No faltó alguna sonrisa descreída ante tan optimista afirmación. "Acuérdese lo que le digo", repetía. Tenía, además, una singular habilidad para afirmar algo y negarlo en la misma frase, lo que permitía que cada quien lo interpretara como más le gustara.
Menem no tardó en captar los aires de la primavera alfonsinista e incorporó con más énfasis las propuestas democratizadoras para el peronismo que, sin peso ni para ser considerado, había tratado de plantear en los tumultuosos congresos partidarios previos a las elecciones presidenciales. Es por eso que podía decir, años después, que él también había formado parte de la renovación peronista que, liderada por Antonio Cafiero, empezó a ganar espacio desde 1985 en adelante.
La pelea con Cafiero por la presidencia
Cuando por fin Cafiero ganó la gobernación bonaerense, en 1987, y empezó el declive de Alfonsín, Menem fue el único dirigente que no atendió el armado en torno al exministro de Perón. Siguió firme en su idea de ir por la presidencia. Cafiero ya no pudo bajarse de su discurso democratizador, salió chamuscado de algunos acuerdos con un Alfonsín en baja por la crisis económica y habilitó una competencia electoral que selló su suerte y la de Menem. El peronismo nunca más volvió a realizar una elección interna para seleccionar a su candidato presidencial.
Con el control de los grandes distritos, empezando por la provincia de Buenos Aires, y con el aparente apoyo de los gremios, Cafiero se rodeó de un grupo de jóvenes originarios de Guardia de Hierro, entre los que estaban el porteño Carlos Grosso, el mendocino José Luis Manzano y el cordobés José Manuel de la Sota.
Menem persistió y aprovechó los errores ajenos, y llegó a rechazar hasta los consejos de un acuerdo para ser postulante a vice que le hicieron hasta sus más íntimos allegados. Así fue como recogió en votos la popularidad de su vieja y clásica militancia ciudad por ciudad que lo distinguía desde hacía 25 años.
Fue clave el error del entonces gobernador de Buenos Aires de romper con su viejo padrino, el metalúrgico Lorenzo Miguel, que pretendía como candidato a vicepresidente al santafesino José María Vernet. En su lugar, De la Sota hizo campaña acusando de fascistas a los sindicalistas, que se convirtieron en el sostén de la campaña de Menem. El riojano alcanzó a tomar como compañero de fórmula a un casi desconocido intendente Eduardo Duhalde para hacer pie en el conurbano.
Cafiero creía controlar el aparato peronista, pero Menem tenía la estructura gremial y una popularidad que contrastaba con la corrección política de los renovadores.
El sábado 9 de julio de 1988, Menem le ganó por más de 110.000 votos de diferencia a Cafiero, en una elección en la que votaron más de 1.500.000 peronistas. Esa noche, Grosso y Manzano fueron a saludar al ganador y, ya que estaban, se sumaron a su entorno, en el que convivían marginados de distintas corrientes y recién llegados que se irían sumando al paso del emblemático Menemóvil, el ómnibus desde cuyo techo saludaba el candidato a sus seguidores.
Cerca en el tiempo, muy lejos en posibilidades, estaba el vuelco copernicano que Menem daría a sus decisiones. Mirada apenas la superficie de aquella campaña electoral en la que derrotaría a Eduardo Angeloz, poco y nada hacía suponer que el candidato peronista haría propias las propuestas que, también a contramano de la mayoría alfonsinista de su partido, planteaba el entonces gobernador de Córdoba.
En medio de una crisis económica que terminaría en hiperinflación, el candidato señalado por Alfonsín hizo campaña con un "lápiz rojo" con el que recortaría el gasto público. Menem, sin precisar nunca qué ni cómo lo haría, prometía una "revolución productiva" y un "salariazo".
La promesa que lo llevó a la presidencia
Cuando, el 14 de mayo de 1989, venció con claridad a Angeloz, ya tenía decidido aplicar una política de shock para frenar la inflación descontrolada que terminó de debilitar a Alfonsín. Fue el propio presidente electo de entonces el que apuró la entrega anticipada del mando, mientras apelaba al primero de los cuatro equipos con los que trataría de encaminar un rumbo que ya no movería hasta el final de su ciclo.
Menem ya había decidido que tomaría gran parte de las propuestas del rival al que había derrotado. Al mismo tiempo, se convenció de que un alineamiento político pleno y sin complejos con los Estados Unidos sería la llave para conseguir la ayuda externa imprescindible para encauzar el viejo descalabro de la economía. Eso, en palabras de Guido Di Tella, su segundo y más duradero canciller, se llamaría "relaciones carnales".
Esas líneas no cambiaron durante sus dos mandatos: alianza con Washington, afianzamiento del vínculo iniciado por Alfonsín con Brasil y sociedad para las inversiones en las empresas privatizadas con Europa, en especial con España, Francia e Italia.
Si fracasó en su primer intento con su alianza con el grupo Bunge y Born, apeló luego al soporte que le prestó Álvaro Alsogaray al improvisar como ministro de Economía a su incondicional Antonio Erman González.
La alianza con la familia Alsogaray y su partido, la Ucedé, amplió a los sectores medios altos la base electoral del menemismo, tal como se reflejó durante la década de su presidencia. Al final, el partido asociado se perdió para siempre.
La tercera opción fue llevar al Ministerio de Economía a Domingo Cavallo, que, con su equipo de la Fundación Mediterránea, instalaría el plan de convertibilidad que marcaría a fuego, para bien y para mal, el perfil de la economía menemista.
La salida de Cavallo
Menem dejó hacer a Cavallo hasta el límite en el que el ministro puso en riesgo su poder político y fue entonces cuando le retiró su confianza hasta provocar su salida, cinco años después del punto de partida. Roque Fernández y su equipo completarían los dos años y medio que le quedaban a Menem en el poder.
Una agresiva política de privatizaciones de las empresas públicas fue acompañada de sobradas sospechas sobre su transparencia y de sustanciosos acuerdos con los gremios alcanzados, que aceptaron perder miles de afiliados en nombre del salto a la modernidad que postulaba Menem. Su política de "cirugía sin anestesia hasta el hueso" fue apoyada con aplausos mayoritarios por el peronismo, a pesar de las consecuencias sociales que provocó.
Como presidente repetiría una y otra vez la vieja fórmula de dar algo para conseguir todo. Para terminar con los planteos militares, dictó un indulto a los represores y a los terroristas de la década del 70, y se abrazó al almirante Isaac Rojas para simbolizar el final de aquella vieja grieta abierta en los años 50.
Menem siempre alimentó las competencias internas para afianzar su control y nunca perder la centralidad. Sus gabinetes siempre fueron escenario de tironeos internos saldados cuando a él se le ocurría que era suficiente.
El peronismo aceptó el giro al neoliberalismo desde el primer momento con la misma convicción con la que durante el kirchnerismo negaría sus años de menemismo. "Se quedaron en el 45", acalló siempre Menem a las voces que, en especial al principio, trataban de marcar alguna distancia con la repentina devoción justicialista por el libre mercado.
Cafiero se diluyó rápidamente y fue Duhalde el que, desde la provincia de Buenos Aires, intentó ocupar el lugar de contraparte que Cavallo nunca logró consumar dentro del oficialismo. Menem sorprendería al bonaerense con un acuerdo rápido con Raúl Alfonsín, con el que acordó la reforma constitucional con reelección consecutiva en la casa de Dante Caputo, a metros de la residencia de Olivos, a fines de 1993.
De nuevo, dar para recibir. Logró un cheque para otro ciclo presidencial y le dio al radicalismo algunas concesiones institucionales más ciertos arreglos nunca precisados. A los gobernadores de provincias petroleras, por caso, les garantizó regalías que alteraron para siempre sus presupuestos. Néstor Kirchner fue uno de los beneficiarios del Pacto de Olivos, al que junto a Cristina honraron como convencionales. Todos eran menemistas.
El segundo mandato –el primero de cuatro años con la Constitución– fue obtenido por Menem con un escenario ideal: oposición dividida y adversarios internos reducidos al mínimo, Cavallo incluido. Ese momento culminante coincidió con el momento más dramático de su vida personal: la muerte violenta de su hijo Carlos, el 15 de marzo de 1995, cuando la campaña electoral ya había comenzado.
Los escándalos harían crecer a la oposición y precipitar un cambio de ciclo político, pero no de rumbo económico y social. Percudida su administración por insistentes y concretas denuncias de corrupción que terminaron por consumarse en denuncias y condenas en su contra, Menem logró sin embargo darse el lujo de elegir el rumbo de sus sucesores. La Alianza de radicales y frepasistas que venció a Duhalde en 1999, con Fernando de la Rúa a la cabeza, previamente se había comprometido a mantener la convertibilidad.
Menem logró que continuara su política económica, evitó que ganara otro peronista y dejó instalada la bomba de la devaluación inevitable que les estallaría a De la Rúa y a Cavallo, su propio creador.
El tiempo y el cambio de ciclo lo derrotarían, por fin. Cuando creía que podía regresar al poder, tras el interinato de Duhalde, una muralla de votantes decidida a votarlo en contra (según todas las encuestas) lo frenó al extremo de renunciar a competir en una segunda vuelta con Néstor Kirchner, a principios de 2003. Aquellos aires de desparpajo y corrupción de sus años en el poder habían cobrado una cuenta impagable para Menem.
Fue así que en los últimos años terminó refugiado en el Senado, con una condena pendiente que nunca fue confirmada por la Corte. Y, como reaseguro de su libertad, terminó votando en el Senado según los deseos del kirchnerismo, que con tanta premeditada desmemoria lo usó como contracara de sus supuestas realizaciones.
Ese final no borra su lugar en el pasado que con decisión y energía construyó desde la nada.
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