Mitos, tabúes y ocultamientos del uso político de la universidad pública
El agrupamiento contra Milei bloquea debates sobre sus problemas históricos
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Javier Milei acaba de crear otro monstruo corporativo, “la universidad pública”, y la respuesta que recibe es tan corporativa como su ataque. En ese contexto, la marcha universitaria de este martes resulta previsible y, además, para el Gobierno, autoinfligida. La universidad pública es una de las vacas sagradas de la Argentina, un tabú intocable capaz de cohesionar transversalmente a la política y gran parte de la sociedad, para bien y para mal.
La potencia productiva de la universidad pública sobrevive, a veces a duras penas, a pesar de la crisis que la atraviesa hace ya muchos años. Pero ese abroquelamiento tiene efectos colaterales negativos: ante la evidencia de problemas, la vida universitaria se niega a debatir en serio problemas históricos que la aquejan. Si el ataque viene del Poder Ejecutivo y es sistemático, mal informado e indiscriminado, esa cohesión crece todavía más. Es decir, en lugar de abrir un debate sobre la universidad pública razonable, racional y fundada en datos precisos, Milei lo cierra y convierte a la universidad pública en el nuevo enemigo político.
El uso político de un tema central, que omite verdades, se sobregira en la generación de mitos y oculta problemas, de un lado y otro de la nueva grieta recién inaugurada, a favor o en contra de la universidad pública.
Hay varios puntos a señalar.
Primero, el tema del ajuste del gobierno de Milei y el impacto en la sostenibilidad de las universidades este año, también politizado. El ajuste a las universidades es real y ahí salta una comparación problemática, que vuelve cada tanto en esta gestión: ¿por qué tanta dureza con las universidades públicas y tanta permisividad con un régimen como el de Tierra del Fuego? Esa comparación se ha vuelto una de las medidas de la arbitrariedad y el sesgo del ajuste mileísta. Además, el gobierno no sincera sus números.
El problema del financiamiento modelo Milei nace, en parte, del financiamiento modelo Sergio Massa, y en dos sentidos. Por un lado, antes de las elecciones primarias, el acuerdo entre Massa y Milei llevó a la postergación de la aprobación de un nuevo presupuesto recién para este año. Milei inició su gobierno con el presupuesto 2023 prorrogado: a partir de ahí, en todos los ámbitos y también en las universidades públicas, quedó instalada la discrecionalidad y la incertidumbre a la hora de mantener el mismo nivel de actividad con precios de hoy, pero presupuesto de 2023. El aumento de partidas para gastos operativos del 70 por ciento que finalmente envió el Gobierno es un ejemplo claro: sólo bajo presión del sistema universitario, paros y amenazas de marchas circularon esos fondos.
Por otro lado, la inflación heredada del gobierno de Alberto Fernández y la gestión económica de Massa es corresponsable de la crisis económica que también afecta a las universidades. Milei tiene su cuotaparte en el 25 por ciento de inflación de diciembre y en los meses sucesivos. Pero Milei se queda sin argumentos: el gasto universitario en el primer trimestre de 2024 cayó un 33 por ciento respecto del primer trimestre de 2023 en términos reales. El mayor impacto es en salarios a pesar de las actualizaciones por inflación que vienen recibiendo. La “asistencia financiera para gastos de funcionamiento” que recibió el aumento del 70 por ciento apenas representan el 5,5 por ciento del presupuesto universitario. Un comunicado oficial anunció este lunes que el gobierno depositó el 100 por ciento de los gastos de funcionamiento, con otro aumento del 70 por ciento. Esto significa que se reduce la caída de los gastos de funcionamiento, que ahora es del 50 por ciento, pero sigue la caída. También persiste la caída en torno al 70 por ciento en el 95 por ciento del presupuesto.
El cálculo proviene del documento “El financiamiento de las universidades nacionales en crisis”, de los economistas de la Facultad de Ciencias Económicas, Javier Curcio, y Julián Leone, publicado ayer lunes. También discuten la versión del Gobierno, sostenida por el subsecretario de Educación, Carlos Torrendell, en una entrevista a LA NACION, sobre el financiamiento universitario durante el año pasado, en gobierno kirchnerista, y la actitud de las universidades. “Es llamativo que durante todo un año y tres meses, en el gobierno anterior, las universidades no dijeron nada mientras estaban congelados sus gastos”, dijo Torrendell.
En realidad, llegado diciembre de 2023, el gasto universitario del último año del gobierno de Fernández aumentó en términos reales un 5,4 por ciento respecto de 2022. Sólo entre marzo y mayo, según muestran Curcio y Leone, el gasto 2023 estuvo en el mismo nivel que en 2022, siempre en términos reales: es decir, aunque no hubo aumento real, hubo actualización por inflación. En ningún momento de 2023 hubo caída del presupuesto en términos reales respecto de 2022. El problema de hoy es que ni siquiera se alcanza la actualización por inflación.
Segundo, el tema de la opacidad del gasto universitario. “Hagan lo que hagan, el dinero de la gente se va a auditar”, fue el grito de guerra del subsecretario de Políticas Universitarias Alejandro Álvarez, el Moreno de ellos, según la impresión que se llevan quienes tratan con Álvarez. El gobierno de Milei busca perseguir “los kioscos”, según definió Patricia Bullrich, en las universidades. Hay datos que justifican esas sospechas. El micromundo universitario está atravesado por versiones en torno al rol de organizaciones estudiantiles, partidos políticos y autoridades en hechos de corrupción que saltan a la luz pública pero nunca reciben una condena contundente de la justicia. Hay excepciones: la causa que involucra a Julio De Vido y a autoridades de la Universidad de San Martín por fraude al Estado por el pago de sobreprecios de un 56 por ciento para obras y producciones audiovisuales. De Vido acaba de quedar procesado. Pero el kirchnerismo no es el único: dirigentes radicales porteños también han sido llevados a la justicia por denuncias de corrupción. La discrecionalidad en el manejo de los fondos es parte del sistema universitario. En los últimos 40 días de la última presidencia de Cristina Kirchner, el gobierno distribuyó 500 millones de pesos entre las universidades del conurbano de sesgo kirchnerista.
Según profesores involucrados en la vida universitaria, la discrecionalidad o la corrupción puede afectar a un tipo de las partidas que envía el Tesoro Nacional: al 1 por ciento del presupuesto nacional, dentro del 5 por ciento de los gastos operativos: son las partidas que no están aplicadas a gastos fijos y responden más a decisiones discrecionales, como la compra de insumos o una obra menor de infraestructura. Si hay corrupción, lo más usual es que se dé en los ingresos que generan las universidades por su cuenta, con convenios con otros organismos o servicios prestados a terceros.
Auditar es gobernar, sin dudas. Pero el llamado del oficialismo a la auditoría no se termina de entender. A las universidades ya se las audita. Alvarez reconoció en su posteo que “la fiscalización del gasto en las universidades ya está en la Ley de Educación Superior”. De hecho, la última reforma de la LES, en 2015, incluyó expresamente el órgano encargado para la auditoría, la Auditoría General de la Nación (AGN), es decir, el Congreso. Además, unas cuarenta universidades firmaron el año pasado un acuerdo con el ministerio de Educación Nacional para que la SIGEN, dependiente del Poder Ejecutivo también las audite. Y las mismas universidades cuentan con unidades de auditoría internas, con auditores nombrados en general con acuerdo de la SIGEN. Y sin embargo, todo eso a veces no alcanza: la autonomía y la autarquía universitaria muchas veces se vuelven instrumentos de la discrecionalidad.
Pero la trama se complica, más allá de lo que plantea Milei. Si se dan hechos de corrupción y sospechas generalizadas en el caso de algunas universidades, se disparan preguntas sobre el rol de todo el sistema de auditoría y sus autoridades. La denuncia contra De Vido fue iniciada por el abogado Ricardo Monner Sans en soledad, no las instancias de auditoría interna o externa.
Tercero, un tema central del embanderamiento detrás de la universidad pública es la cuestión de la gratuidad de las carreras de grado y del ingreso irrestricto, sólo con el secundario aprobado. La misma reforma de 2015 reforzó esos dos principios en la Ley: fue en noviembre, antes de que asumiera Macri, y muy empujado por el kirchnerismo en el Congreso en el contexto del “miedo a Macri” y sus ansias supuestamente privatizadoras.
Al mileismo le pasa lo que al macrismo, pero peor: buena parte del sistema universitario está alineado con visiones progresistas o directamente, kirchneristas. Un ajuste como el de Milei podría ser digerible en medio de un cambio de época que desconcierta a todos. Pero Milei la hace más complicada y polariza. En esa polarización, detrás de la bandera “defensa de la universidad pública”, se esconden intereses non sanctos, objetivos políticos y se encuentran excusas para no tratar temas medulares. El sistema universitario argentino, ¿es tan inclusivo como lo dice el mito? La respuesta es que ya no lo es.
El 71 por ciento del 20 por ciento con ingresos más altos está matriculado con estudios terciarios. En el quintil de los más pobres, sólo el 24 por ciento. Chile, con el 41 por ciento, y Perú con el 26 por ciento, superan a la Argentina en el acceso de los más pobres a la educación terciaria. Las estadísticas corresponden a la elaboración de Martín De Simone, especialista del Banco Mundial, con datos del SEDLAC.
La estrategia mileista genera la excusa perfecta para alzar la bandera de la corrección política y ocultar la defensa de privilegios de coto cerrado detrás de la consigna “defensa de la universidad pública”. Mientras, la universidad argentina queda atrapada en un status quo que no la beneficia.
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