Milei y Macri, en el espejo de Kirchner y Duhalde
El triunfo de Trump y los auspiciosos indicadores económicos aceleran los planes electorales del Gobierno, que busca desplazar definitivamente a Pro como opción; la antagonía con Cristina
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El año electoral está más avanzado de lo que parece. Mucho más después del apabullante triunfo de Donald Trump, el ídolo mileísta, y de la saga de indicadores económicos y financieros que le sonríen al Gobierno, lo fortalecen y lo impulsan a acelerar para consolidar y ampliar su poder. En ese escenario sólo dos figuras se muestran nítidas y se mueven con soltura.
Con la confianza que les da una identidad que no está puesta en juego, Javier Milei y Cristina Kirchner son el héroe y la antiheroína de la hora. Batman y Gatúbela. Tan antagónicos como dispares en su poderío actual, pero funcionales el uno a la otra. Él, en franco ascenso. Ella, resistiendo a la decadencia.
En el medio, difusos, confusos y aturdidos están los demás dirigentes y espacios políticos.
Allí sobresalen por su intermitencia, entre la evanescencia y la pretensión protagónica, Mauricio Macri y el macrismo en remisión. Padecen serias dificultades para encontrar su lugar en la escena principal y resistir con alguna eficacia a la capacidad corrosiva que impone el oficialismo.
El expresidente y los fieles que aún le quedan buscan, hasta ahora sin éxito (y seguirán buscando hoy durante una nueva reunión del macrismo), alguna diagonal virtuosa. El propósito principal es alejarse de la condición de donante voluntario de gobernabilidad en el que lo ha convertido el oficialismo, sin recibir a cambio nada más que algunas milanesas gratis. De eso se quejan dirigentes y gobernadores de lo que alguna vez fue Cambiemos.
Nadie advierte mejor ese panorama que Santiago Caputo, el gurú presidencial, al que le sobran conocimiento, rencores y desprecios respecto del submarino amarillo.
Con ese bagaje informativo y emocional el superasesor opera para terminar de someter a Pro a la conveniencia libertaria. No le está yendo nada mal, aunque la operación no carece de audacia ni de algún peligro, que cada vez parece menor. La prima de riesgo sigue bajando a medida que se consolida el rumbo económico-financiero del Gobierno.
Por eso, el objetivo inmediato del mileísmo no consiste en sacar del juego y vencer a quienes están en sus antípodas absolutas (como el kirchnerismo), que constituyen el recuerdo vivo y la amenaza del regreso a un pasado al que la mayoría no quiere volver, y que le dio el boleto a la presidencia al libertario.
El plan de la hora busca subsumir, cooptar y aglutinar a todos los que tiene más cerca. Esos más o menos afines al oficialismo, que, desde el centro liberal y el republicanismo, pueden disputarle alguna narrativa y, sobre todo, competir por los votantes no fanatizados o más blandos, a los que las formas y ciertas políticas libertarias todavía les provocan algún escozor.
Obturar fugas, primero; ampliar, luego, y, finalmente, eliminar amenazas, presentes y futuras, son los pasos de la hoja de ruta del triángulo de hierro mileísta.
La estrategia no es nueva. Responde a modelos clásicos de construcción de hegemonías y tiene en el pasado local, más o menos cercano, un antecedente donde mirarse.
La estación de referencia se llama 2005 con las elecciones legislativas. Los protagonistas, Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde. Hoy ese mismo lugar parecen destinados a ocuparlo Milei y Macri. Sobran parecidos, aunque haya diferencias. Ninguna analogía es perfecta.
El actual presidente y el expresidente de ojos azules son los protagonistas de una batalla entre el pasado conocido, el presente inestable y el futuro hegemónico, en la que el emergente más novedoso y disruptivo del espacio que va del centro a la derecha quiere vencer definitivamente. Como lo hizo hace dos décadas el santacruceño con el bonaerense en el hemisferio que iba del centro a la izquierda del peronismo.
Aunque parezca demasiado lejano y hasta casi inverosímil, vale recodar que ambos peronistas coincidían, en aquella época, en la defensa de los superávits gemelos, la sanidad de las cuentas públicas y el crecimiento económico, tras el cataclismo del 2001. Pero, al mismo tiempo, competían por el poder y por desligarse de cualquier freno y contrapeso.
Para ello habría de darse, inexorablemente, lo que entonces como ahora se conoce como la batalla cultural, la disputa por la imposición de un nuevo sentido común que avale el proyecto del líder emergente y por el que valga la pena poner el cuerpo. La épica de la reconstrucción de un proyecto colectivo y los derechos humanos, antes. La mística de la recuperación de la libertad (económica, sobre todo) y el fin de lo políticamente correcto, esta vez.
El mileísmo, como antaño el kirchnerismo, tiene ahora un poder en construcción y una legitimidad de ejercicio en consolidación que administra y ejerce sin dubitaciones y casi ningún prurito institucional ni formal, dispuesto a quedarse con todo. Capaz de reversionar la Historia. El pasado aporta malos recuerdos fundamentales para sostener el nuevo orden, tanto como la promesa bien construida de un futuro promisorio que ponga fin a la decadencia.
El proyecto libertario encuentra hoy sustento en una mayoría social heterogénea, que no se debilita a pesar de la intensidad del ajuste. Pero también, en la generosa asistencia (por resignación, ambición o pretensión de supervivencia) de muchos dirigentes políticos que prefieren la rendición y la asimilación antes que dar una batalla de dudoso resultado contra el clima de época. Aun a costa de enterrar principios que hasta hace nada defendían con ardor. En esa senda, Patricia Bullrich descuella, pero no está sola.
En el viejo dibujo que se destiñe día tras día, aparece en un primer plano sin competencia lo que queda de Pro.
Luego asoma buena parte del radicalismo del interior, representado por quienes gobiernan provincias a las que la administración nacional les impone el rigor del ajuste y la discrecionalidad de la asistencia. Nada muy diferente de lo que hacía Néstor Kirchner para terminar con “la liga de gobernadores”, que podía imponerle límites.
Equilibristas y contorsionistas
Del lado radical, Alfredo Cornejo, en Mendoza; Gustavo Valdés, en Corrientes, y, en menor medida, Maximiliano Pullaro, en Santa Fe, representan cabalmente el conjunto de mandatario equilibristas y contorsionistas.
En Pro sobresale Rogelio Frigerio, en Entre Ríos, como lo explicitó en la entrevista publicada ayer por LA NACION.
Apretados por las cuentas públicas y por buena parte de sus electores que miran a Milei con esperanza, admiten que algunos valores republicanos en los que antes se embanderaban pueden ponerse entre paréntesis por la gravedad de la herencia recibida por el Gobierno hasta tanto se supere la crisis económica y el estado de excepción que domina la opinión pública. Nada que no se haya visto antes.
El germen de una nueva transversalidad parece estar sembrándose. El armado de listas para las PASO nacionales del año próximo será el gran laboratorio del nuevo experimento.
Ninguno de los dos espacios que formaron la fuerza nuclear de la coalición triunfante de 2015 encuentra hoy un terreno sólido donde pararse para evitar ser abducidos o derrotados. Como le pasaba hace 20 años a los retazos del peronismo menemista y a los restos insepultos de la Alianza.
En esas peceras cercanas pescaron antes y pescan ahora los disruptivos proyectos triunfantes para terminar de construir el capital mayoritario de un poder de larga duración, sin preguntar de dónde vienen los que se suman, sino que den muestras de estar dispuestos a ir donde señale el dedo del Presidente triunfante.
No es casual que, así como hace dos décadas el terreno en disputa para imponer el proyecto emergente fuera el bastión duhaldista de la provincia de Buenos Aires, ahora empiece a vislumbrarse que la madre de todas las batallas podría ser el enclave macrista porteño.
Karina Milei y Santiago Caputo lo vienen cocinando a fuego lento y Jorge Macri empieza a sentir el calor bajo sus pies. Ya los libertarios que responden a la hermanísima se lo hicieron sentir con rigor en la Legislatura.
Por eso, el primísimo puso en alerta al expresidente y este activó el protocolo de emergencia para desplegar algunos cortafuegos. “Mauricio ya le dijo a Cristian [Ritondo] que hay que mostrar los dientes en las negociaciones que mantiene con Santiago Caputo y revisar la estrategia en el Congreso. Pero no termina de encontrar el camino para preservar poder sin quedar expuesto al embate mileísta y perder los votantes y, sobre todo, varios de los dirigentes que le quedan y que a la primera oferta real de la Casa Rosada podrían irse sin preaviso”, explica una alta fuente del macrismo.
Lo curioso del probable escenario de la disputa final entre mileísmo y macrismo es que ofrece otro paralelismo con aquel pasado en el que una Kirchner (Cristina) enfrentó y derrotó a una Duhalde (“Chiche”). Los proxi ahora son una Milei (Karina), cuya candidatura parece cada vez menos improbable, y un Macri (Jorge), obligado a defender la fortaleza donde nació el macrismo.
El poder no se comparte. Eso lo entendió (y lo ejerció) con claridad no solo Néstor Kirchner, sino también Mauricio Macri, quien hoy padece con Milei lo que durante su gobierno sufrieron sus aliados radicales, obligados a ser el soporte legislativo, sin injerencia en el rumbo central de la administración.
Por ahora, se trata de escarceos, de una guerra de guerrillas, de ganar tiempo para seguir socavando lo que queda de los cimientos macristas.
Nada está definido y el oficialismo evalúa la conveniencia de dar pelea frontal por la fortaleza porteña o de sostener una asociación corrosiva. Ese escenario es el que observa con preocupación Patricia Bullrich.
Su fanatismo mileísta y su antimacrismo militante deben mirarse a través de ese cristal. “Si Milei arregla con Macri, Patricia tiene todos los boletos para ser la prenda de negociación”, admite uno de sus colaboradores. El expresidente no le perdona su independencia o, mejor dicho, su traición, a quien él hizo candidata presidencial, desde la jefatura del partido que él creó.
En este ejercicio de política comparada, tanto por los parecidos como por las diferencias que la refuerzan, aparece también la dimensión simbólica en el proceso de la construcción hegemónica y de una narrativa identitaria.
En el primer año de gobierno, Kirchner bajó el cuadro del dictador Jorge Rafel Videla, para cortar una línea que unía al peronismo de derecha de los 70 con el peronismo menemista, liberal y amnistiador de represores en los 90, bajo el paraguas de desterrar cualquier vestigio de la dictadura y así construir una nueva era propia.
Por su parte, Milei, en el primer año de gestión, acaba de bajar simbólicamente el cuadro de Raúl Alfonsín, con el fin de demoler el panteón de lo que él considera una construcción socialista. También, de esa manera, embate contra el consenso democrático surgido a partir de 1983, tras la dictadura, de la cual no duda en rescatar varios aspectos, así como lo hace, aún con más énfasis, con el menemismo. Una nueva era, una nueva hegemonía, un nuevo sentido común está en proceso de construcción acelerada. También, muchas continuidades.
Hace 20 años, todo empezó con el triunfo de Kirchner sobre Duhalde, cuyo enfrentamiento abierto y su desenlace nadie avizoraba en el primer año de gestión y convivencia forzada.
Milei y Macri pueden estar mirándose ahora en ese espejo. Aún sin saberlo.
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