Milei y el festival de la doma y el folklore libertario
El Presidente despliega un raid de disciplinamiento de sus adversarios y la construcción de nuevas tradiciones políticas a partir de la tensión discursiva extrema
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La lógica del mal menor le sigue rindiendo frutos a Javier Milei. Desde el año pasado que le juega a favor y también ahora, aun cuando empieza a encontrar fuertes resistencias a sus políticas. Cuando parece que sus decisiones tensan la cuerda al extremo y le hacen correr el riesgo de la pérdida de popularidad, las expectativas se reordenan y Milei logra salir airoso: si la opción es el recrudecimiento de la nostalgia kirchnerista por un Sergio Massa de aires presidenciables que dilapidó recursos a niveles récord para reforzar su candidatura o un sindicalismo que se activó recién ahora, después de cuatro años de alineamiento acrítico con la gestión anterior, buena parte de la ciudadanía opta por seguir apoyando a Milei. Así de arrinconada está la sociedad.
¿Qué es un argentino hoy? La respuesta a esa pregunta encierra pistas sobre el presente y el futuro de la presidencia de Milei. Es una pregunta difícil, pero Milei parece tener una hipótesis fuerte en ese sentido, y por ahora le sigue dando resultado. Su funcionamiento político supone una ciudadanía sufrida, con poco resto para acompañar los sacrificios, pero sin otra opción que acompañarlos, y con la conciencia de que el destino personal y el de la Argentina se enfrentan a una última oportunidad. Por el momento, valora más la política mileísta del sinceramiento de todas las variables y todos los “curros”.
En 2023, el debate previo al balotaje, donde se enfrentaron Massa y Milei, desarmó las percepciones sobre el liderazgo que busca la gente. El discurso del consenso y la corrección política que desplegó Massa aquella noche no caló en la ciudadanía. En cambio, el Milei exuberante, menos pulido y vulnerable ante las insinuaciones de Massa sobre una inestabilidad psicológica de juventud terminaron dando vuelta las expectativas. La conexión entre Milei y la gente corre por carriles que la política todavía no termina de captar. Milei vuelve a ese debate cada tanto como otro ejemplo del principio de revelación.
El enemigo común de la gente y de Milei es una política que consolidó sus beneficios y generó más deudas que soluciones y un Estado que sirvió a esa política antes que a la gente. Milei cuenta con ese pacto y lo alimenta con una estrategia.
El caso de Nacho Torres y Chubut y el de Axel Kicillof y Buenos Aires son ejemplos claros de un modus operandi político que se estrenó cuando fracasó la ley ómnibus. El despliegue de una suerte de festival de la “doma”, como les gusta decir al Presidente y a sus seguidores, es decir, un raid de disciplinamiento de sus adversarios y construcción de nuevas tradiciones políticas, un folclore mileísta hecho de tensión discursiva extrema, mano dura económica y batalla cultural de amplio espectro, de lo económico a lo social e ideológico, en redes.
No todo es obra de Milei y de su diseño del campo de batalla político y los incentivos que genera para que la política muestre su verdadera cara. A veces la política se deschava sin que nadie la empuje. El caso de Jujuy y el escándalo por el abuso de poder sobre ciudadanos comunes que chusmean en X o en WhatsApp sobre la vida privada del exgobernador Gerardo Morales y la supuesta infidelidad de su mujer, Tulia Snopek, es un ejemplo elocuente. Un hecho menor conduce a dos detenidos durante 50 días y a una tercera persona con orden de detención por unos posteos, todo justificado por el gobernador actual, Carlos Sadir, y por la Justicia provincial. En el medio, un vacío total de repudio por parte de las autoridades del radicalismo nacional a semejante violación de las garantías constitucionales. El contraste entre ese silencio de radio ante las arbitrariedades de dos poderes del Estado en una provincia radical y la energía que el actual presidente de la UCR nacional, Martín Lousteau, le puso en 2023 a la condena pública de Franco Rinaldi, un ciudadano común, candidato a diputado porteño, por sus declaraciones sin consecuencias institucionales es uno de esos datos políticos sobre los que se asienta la legitimidad anticasta de Milei.
“Un ordenamiento del espectro ideológico”, así describió Milei la semana pasada, en entrevista con Jonatan Viale, el efecto colateral de la ley ómnibus. Desde entonces, las medidas de gobierno y los debates que permitan llevar adelante ese ordenamiento son un eje clave de su estrategia de gestión. Hasta que se pueda avanzar con las medidas estructurales, que necesitan al Congreso, Milei se dedicará a definir los bordes de su campo de batalla.
Tiene un plazo: la elección de mitad de mandato. Milei necesita construir una masa crítica de resultados económicos y de horizonte ideológico para obtener más crédito político. En 2025, apunta a consolidar su presencia en el Congreso. Mientras, va tirando con batalla cultural y algo de economía. La falta de compromiso con la madeja de los intereses políticos tejidos en los últimos 40 años le da una libertad de acción que ningún político tiene. Milei la aprovecha.
En los 80 días que lleva su gobierno, cada conflicto que Milei dispara y protagoniza deja expuestos sus enemigos coyunturales y repone la polarización que le dio las chances definitivas en política: ya no la casi perimida oposición kirchnerismo vs. antikirchnerismo, funcional al statu quo político durante dos décadas, sino la polarización entre la casta, en un extremo, y la gente, en el otro. Una grieta que le conviene a Milei y que ningún otro político, por el momento, logra aprovechar. Esa ventaja competitiva de Milei basada en su condición de outsider, en su temperamento de político ingobernable y en su visión de futuro a todo o nada le permite llevar la delantera del protagonismo político.
En esta etapa de su proyecto político, Milei todavía no logra gobernar para encontrar soluciones definitivas a los problemas estructurales, sino para comunicar un mensaje: que él está del lado de la gente. Además de licuadora y motosierra, su caja de herramientas incluye ollas a ser destapadas. La puesta en marcha del “principio de revelación” en el que viene insistiendo en las últimas semanas, desde la caída de la ley ómnibus: hacerles pisar el palito a la política y los intereses corporativos para que revelen los ases que llevan bajo la manga. Armar la cancha para que se deschaven, muestren sus verdaderas intenciones y se muestren tal como son.
Arrancó defenestrando diputados que no acompañaron su ley. Desafió a un aliado, el gobernador Martín Llaryora. Siguió peleándose con una estrella pop. Se metió con el Inadi, una vaca sagrada del progresismo. Ajustó sin culpa los fondos fiduciarios de los intermediarios sociales. Confrontó con Juan Grabois. Enfrentó al federalismo cuando le tocó los fondos del transporte. Se metió con una provincia de su aliado político, Pro, y también la ajustó. Ahora avanza contra el poderoso Axel Kicillof. Y no para de retuitear y likear posteos de X que dejan en claro que no hay en Milei ni la más mínima aspiración a ponerse el traje clásico de la política. Es un recién llegado a las instituciones de la república y no tiene ninguna pretensión de aceptar sumiso sus rituales. Milei construye sus propias instancias de legitimidad. De alguna manera, su liderazgo es tal que se autolegitima.
Los recortes que está encarando el Gobierno están minados de sutilezas técnicas. Pero hay un denominador común: son cuentas pendientes que llevan décadas y la política teóricamente respetable, de traje y corbata, nunca las desactivó. No quiso o no pudo. El Fonid, el fondo para los docentes, se creó en 1998, debió desactivarse en cinco años, pero estuvo vigente durante 26 años, hasta ahora. Una coparticipación federal equitativa y razonable está pendiente desde 1994: hace 30 años que el federalismo argentino se resiste a revisarla. Los primeros planes sociales surgieron en 1995, se intensificaron desde 2001 y terminaron incorporados como políticas de Estado casi intocables desde el kirchnerismo a Cambiemos y hasta el gobierno de Alberto Fernández. Los fideicomisos de todo tipo tienen una historia de tres décadas a la que contribuyeron todos los gobiernos, desde la presidencia de Carlos Menem en adelante.
La estabilidad política de la Argentina, que suele elogiarse para confrontarla con la inestabilidad macroeconómica que la caracteriza, se basó, en parte, en la estabilización de esa maraña de privilegios e intereses de altísima opacidad. Con el capítulo fiscal que quitó de la ley ómnibus en mano, Milei busca desandar esa madeja, aunque sea con la herramienta del ajuste sin sofisticación. Ante el despoder parlamentario, gana tiempo con la sintonía gruesa de la motosierra.
Una pregunta se impone: ¿solo un líder político de semejante desmesura puede dar vuelta el destino de la Argentina? ¿Era necesario llegar a tanto?
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