Memoria, crítica y consenso social
A 40 años del golpe de Estado más criminal de la Argentina, quisiera reflexionar sobre cuáles fueron las condiciones para la consolidación de un consenso crítico sobre los crímenes cometidos por la última dictadura. Sin duda, la labor de las organizaciones de derechos humanos fue fundamental en la condena social al terrorismo de Estado, del asesinato o exterminio por razones políticas, y en la construcción de nuevos límites respecto de la violencia política estatal. Pero la generación de un consenso social sobre estos hechos no ha sido fácil ni lineal.
La Conadep abrió una oportunidad histórica, aun si posteriormente Raúl Alfonsín cedió ante las presiones del poder militar. El menemismo significó una involución mayor al reforzar la impunidad. En los 90 todo indicaba que nuestra sociedad daría una vuelta de página, pues la institucionalización de la impunidad adormeció la conciencia crítica y aislado a las organizaciones de derechos humanos.
¿Fue entonces el kirchnerismo el que logró despertar esta conciencia, volviendo sobre la historia de impunidad, para avanzar en la búsqueda de verdad y justicia? En mi opinión, las mutaciones de la conciencia histórica son siempre fruto de una acumulación, pero éstas suelen expresarse bajo la forma de un "acontecimiento", de una ruptura fundadora. Fueron la crisis y las movilizaciones de 2001 las que abrieron un nuevo escenario e instalaron un nuevo umbral para pensar críticamente el pasado.
Las movilizaciones liberaron una poderosa energía social desafiante. Resulta paradójico, pero la terrible represión política de aquellos días (la peor en democracia, con 39 muertos), lejos de desmovilizar, produjo el efecto contrario, haciendo que amplios sectores se movilizaran cuestionando los poderes constituidos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y fácticos (poder económico y mediático). La acción colectiva tuvo una eficacia mayor al neutralizar el trauma de la gran represión que la sociedad argentina arrastra consigo, ilustrado por el temor al aniquilamiento físico, llevado adelante por la última dictadura militar y que, cada tanto, reaparece en el horizonte político.
Sabemos lo que sucedió posteriormente. Ahí donde otros políticos temían nuevos naufragios, Néstor Kirchner vio la oportunidad histórica de convertirse en un piloto de tormentas: la anulación de las leyes de impunidad, los juicios a los militares responsables de la violación de derechos humanos, la redefinición de ésta como dictadura cívico-militar, impulsados por su gobierno (y continuados por Cristina Kirchner), fueron claves para su legitimación.
A partir de 2001, salir a la calle, desafiar al poder en su faz más represiva, como había sucedido en las puebladas contra la desocupación, conectar esa experiencia de resistencia con la lucha de los organismos de derechos humanos fue alumbrando una nueva conciencia histórica. Esto no resta méritos a Néstor Kirchner, quien supo captar políticamente el alcance de las mutaciones operadas, pero lo coloca en otro lugar histórico y resulta útil para moderar cualquier intento de apropiación e instrumentación política de la memoria.
La autora es socióloga y escritora
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