Masacre en el comedor: dieron más dinero público para los montoneros que para sus víctimas
Los herederos de los guerrilleros cobraron del Estado entre cuatro y siete veces más que los parientes de los 23 muertos en el atentado en el comedor policial de 1976
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Los parientes de las 23 víctimas del atentado más sangriento de los 70 no cobraron ninguna indemnización por parte del Estado como sí lo hicieron los herederos de los montoneros que el viernes 2 de julio de 1976 volaron el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, en pleno centro de Buenos Aires, y luego murieron, unos en tiroteos con militares y policías, otros tras haber sido secuestrados y torturados.
Es que los guerrilleros fueron alcanzados por las llamadas “leyes reparatorias” sancionadas a partir de 1994, durante el gobierno del presidente Carlos Menem.
Me refiero, en concreto, a los herederos de Horacio Mendizábal, Hernán, jefe del Ejército Montonero; Ricardo Haidar, Turco, jefe del servicio de Inteligencia e Informaciones de ese grupo guerrillero; el periodista y escritor Rodolfo Walsh, Esteban, persona clave de ese sector, y José María Salgado, Pepe, Sergio o Daniel, el agente de 21 años que colocó la poderosa bomba vietnamita, que, además, dejó ciento diez heridos.
No fueron los únicos montoneros que participaron de la masacre del comedor, pero sí los que luego fueron muertos.
Detrás de cada uno de los 23 muertos hay familiares, amigos y colegas que todavía hoy siguen llorándolos, como Gloria Paulik, que se enteró de la muerte de su papá, el sargento Juan Paulik, cuando tenía diez años y era la tercera de sus cinco hijos, nacidos y criados en una familia de Villa Ballester, en el Gran Buenos Aires, donde nunca alcanzaba el dinero.
O como Juan Carlos Blanco, hijo del cajero del comedor, que le había puesto su nombre completo, signo de lo mucho que había esperado el varoncito luego de cuatro hijas mujeres. Once años tenía Juan Carlos hijo cuando se enteró en su casa en Ciudadela de una noticia en la que sigue sin creer del todo: “Yo espero todos los días que él vuelva a casa”, dice.
Es conmovedor también el caso de la agente Liliana Tejedo, que aquel viernes perdió a su mamá, la cabo Elba Gazpio; era hija única y su padre las había abandonado cuando ella tenía siete años; ella se salvó de milagro porque había almorzado con su madre, pero se retiró minutos antes del estallido de la bomba colocada justo detrás de la silla en la que se había sentado.
“Es un tema que me sigue poniendo muy nerviosa; me pone mal; desde que fijamos el día de la entrevista, estoy triste. En más de cuarenta y cinco años, es la primera vez que lo charlo con alguien que no conozco”, me dijo Liliana Tejedo al borde de las lágrimas.
Agregó que “mucha gente que me conoce no sabe cómo murió ella porque yo siempre digo que murió en un accidente. Creo que no soportaría que alguien me contestara, por ejemplo: “Los militares hicieron cosas horribles”. ¡Mi mamá no tenía nada que ver; era una pobre trabajadora, que cumplía tareas administrativas y ni siquiera portaba armas! Apenas sobrevivía con su sueldo, pero con ese sueldo nos sacó adelante cuando mi papá nos abandonó”.
Muertes así cambian las vidas de los que quedan, y no para bien, desde un punto de vista económico y social. Por ejemplo, la familia Paulik alquilaba una vivienda de dos habitaciones; un par de días después de la bomba el dueño fue a pedirles que se fueran porque no estaba seguro de que tendrían dinero para seguir pagando la renta.
Al final, con la ayuda de los compañeros de trabajo del policía, lograron que el dueño los dejara quedarse un tiempo. La señora Paulik cobró la pensión por su marido, que, como todas las víctimas fatales, fue ascendido un grado, en su caso a sargento primero, por su fallecimiento “en y por actos del servicio”. Le correspondió también el subsidio previsto para todos los policías muertos en servicio, sin importar la causa, equivalente a 30 veces el sueldo de un comisario general. En junio de 2021, equivalía a 4.500.000 pesos, unos 25.000 dólares, según el dólar real.
A los 36 años y con cinco hijos a cuestas, la señora Paulik tuvo que completar los ingresos como pudo; con los instrumentos que tenía, que no eran muchos: tejía a mano para afuera, vendía lencería casa por casa, cuidaba enfermos… Varias veces se vio obligada a empeñar los aritos de las chicas, así como sus propios aros, un medallón y las alianzas, aunque siempre logró recuperar todos esos objetos.
Gloria Paulik recordó que “a veces a la noche tomábamos la leche y le decíamos: ‘Vení a sentarte con nosotros´. Nos decía que no, que tenía que terminar algún trabajo, pero con el tiempo me di cuenta de que, en realidad, no había más leche en la casa, y que ella prefería pasar un poco de hambre a que lo pasáramos nosotros. Bueno, como cualquier madre en caso de necesidad, ¿no?”.
Sin leyes de ayuda
Ninguno de los herederos de los muertos en el atentado más sangriento de la historia hasta la voladura de la AMIA, en 1994, recibió ninguna ayuda especial por haber sido eliminados por la guerrilla; no se podía: nunca estuvo previsto en los decretos y en las leyes, ni en dictadura ni en democracia.
Además, los herederos de los policías muertos tuvieron que devolver el dinero pendiente de pago “correspondiente a créditos otorgados por la Repartición y otras instituciones”, según el artículo noveno de la Resolución del jefe de la Policía Federal del 21 de abril de 1977.
Peor aún les fue en este plano a los herederos de la única víctima civil, Josefina Melucci de Cepeda, que era empleada de YPF y no recibieron ninguna indemnización. Fina Melucci tenía cuarenta y dos años, estaba casada y dejó tres hijos de entre cinco y once años.
Fue la única víctima civil porque el comedor de Seguridad Federal estaba abierto a invitados y a empleados de comercios del barrio de Monserrat. Murió en el acto por una herida profunda en la base del cuello, cuando estaba comiendo con una amiga policía, la sargenta María Olga Pérez de Bravo, que también falleció.
Tampoco cobraron nada los parientes de Oscar Rossi, de sesenta años, que era suboficial retirado, pero de la Policía de Buenos Aires y murió cuando cumplía con una changa para completar sus ingresos: la entrega de un pedido de pan de la panadería “La Francesa”, ubicada en Moreno 1347, según contó su hijo, José Rossi, antes de retirar el cuerpo.
Rossi padre resistió ocho días en el Churruca hasta que murió a causa de una “bronconeumonía bilateral terminal” que sobrevino a la perforación de la tráquea por esquirlas, una lesión en la médula, quemaduras en el quince por ciento del cuerpo y fracturas en ambas piernas.
En cambio, los parientes de los montoneros que participaron en el atentado contra el Casino de Seguridad Federal y luego murieron cobraron entre cuatro y siete veces más que los familiares de sus víctimas, según la fecha en la que iniciaron los trámites y de acuerdo con la ley 24.411, sancionada en 1994, y al decreto reglamentario 403, de 1995, para indemnizar a las personas que desaparecieron o murieron “como consecuencia del accionar de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o de grupos paramilitares”.
En el caso de Pepe Salgado, su hijo, Matías Castro —siempre usó el apellido de la mamá— solicitó en 1999 el pago de la indemnización a las víctimas del terrorismo de Estado para disgusto de su abuela, Josefina Gandolfi de Salgado, y sus tías, las hermanas de su papá.
Varias familias de personas que fueron víctimas de la dictadura siguen considerando que es “un dinero manchado de sangre” y una deshonra para la memoria de quienes murieron por un país mejor.
Siete años después, el 13 de septiembre de 2006, fue autorizado el pago al acreedor: “Salgado, José María s/Sucesión”, de 321.153 pesos, 104.000 dólares de aquel momento.
Hacía cinco años que —el 25 de octubre de 2001— los herederos de Esteban Walsh, el “responsable” de Salgado en el servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, habían cobrado la indemnización por la desaparición de su cuerpo a manos de la dictadura, en su caso de 177.808 pesos, es decir 177.808 dólares porque todavía regía la Convertibilidad económica, según la cual un peso equivalía a un dólar.
También habían cobrado los herederos de otras dos personas claves en el atentado: Hernán Mendizábal y el Turco Haidar; en el primer caso, el 9 de septiembre de 1999, 180.430 pesos/dólares, y en el segundo, el 18 de mayo del 2000, 173.721 pesos/dólares.
Los herederos de Walsh, Mendizábal y Haidar cobraron mucho más que el hijo de Salgado porque iniciaron el trámite varios años antes y les pagaron durante la vigencia de la paridad entre el peso y el dólar de la Convertibilidad, que terminó el 6 de enero de 2002.
Es que el valor de la indemnización para los desaparecidos y muertos por “el accionar de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o de grupos paramilitares” depende del sueldo más alto de la administración pública nacional, multiplicado por cien. Y esos salarios, medidos en dólares, fueron mucho más altos en la época del invento económico de Menem y su ministro Domingo Cavallo, en los años noventa.
La paradoja es que los guerrilleros estaban situados unos cuantos escalones por encima de sus víctimas en la pirámide económica y social. Una cuestión de clases muy particular: quienes llegaban para redimir a los sectores populares mataron a personas de clase media para abajo, y luego sus parientes cobraron del Estado más dinero que los herederos de las víctimas, que, en su gran mayoría, trabajaban para el propio Estado.
*Este texto es un extracto del libro “Masacre en el comedor” del escritor y periodista Ceferino Reato.
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