Más poder y atribuciones para los fiscales
Con el cuerpo del fiscal Nisman aún sin velar, nos vemos obligados a discutir una de las leyes más importantes para la administración del monopolio de la fuerza en la Argentina.
En efecto, la ley que regula la agencia de inteligencia del Estado federal es un reclamo de años de la sociedad civil, que solamente encontraba la terca espalda de los políticos, como la ley de acceso a la información, o la de regulación de los lobbies, o la de financiamiento de la política.
Existe ahora una gran oportunidad para iniciar una deliberación necesaria y, de llevarse adelante razonablemente, que regule de una vez un ámbito esencial del aparato del Estado democrático.
Ahora, y de ser sancionada de la forma en que dejó entrever la Presidenta, parece que esa ley le otorgará a la Procuración General de la Nación la capacidad para realizar escuchas de conversaciones privadas en causas penales.
Como confirmamos en estos días, la erosión de los acuerdos sobre lo que significan las palabras, la violación de las promesas o la descalificación del adversario ha dado sus frutos: las autoridades de todos los poderes han perdido gran parte de su capacidad para generar confianza y nadie cree en nada ni en nadie.
Es por eso que ya se han levantado voces que objetan esa posible ampliación de poder de la procuradora de la Nación. Se recuerdan la situación del fiscal José María Campagnoli, los nombramientos exitosamente impugnados ante la Justicia, las denuncias penales, los maltratos que empleados de la institución vienen sufriendo por no estar del lado correcto de la línea.
Y no es que la comunidad vea que en otros ámbitos de la Justicia los jueces han respondido a la altura de las circunstancias: procesos que se arrastran por años, corrupción, desidia y privilegios inentendibles oscurecen el actuar judicial.
Sin embargo, darles las escuchas a los fiscales no es solamente un problema de personas, sino que es contradictorio con el sistema que se acaba de promover en el Código de Procedimientos. Desde la reforma del Código Procesal Penal, la Procuración tendrá a su cargo la dirección de la política criminal del Estado nacional. Podrá decidir a quién se investiga y a quién no, a quién se acusa y a quién no.
Todavía no fue sancionada la ley que debe regular este fenomenal poder de los fiscales. Y este nuevo anuncio indica ahora que la Procuración no solamente tendrá el control de la acción penal -aún no sabemos, por ejemplo, si tendrá control externo-, una acción que se ejercerá desde cargos vitalicios y por ahora en forma desregulada, sino que, además, cuando quiera investigar delitos podrá requerir a los jueces la capacidad de escuchar conversaciones.
Esta capacidad la tendrán los fiscales, que no son sino una de las dos partes en el juicio penal: la parte acusadora.
Muchas veces se ha hablado de una policía judicial o de algún cuerpo, ajeno a la disputa penal, capaz de llevar adelante este tipo de procedimientos sin generar la sospecha de parcialidad.
En este caso y en estas dolorosas circunstancias, esa ominosa sospecha está en el aire.
El problema de ser parcial -o aun de parecerlo, como dicen los códigos de ética judicial-, es decir, de ser juez y parte, es que las decisiones que se toman de esta forma no merecen la confianza de aquellos a quienes deben convencer para ser obedecidas.
En un contexto como el actual, en el que resulta imperiosamente necesario crear confianza para construir autoridad y que ella sea obedecida, propuestas como éstas deben proveer un marco deliberativo amplio, que les brinde legitimidad a través de la inclusión de todas las voces posibles.
El procedimiento parlamentario y de discusión pública debe brindar las garantías como para que generen los mejores argumentos que nuestra sociedad puede dar.
Sólo así iremos construyendo una comunidad más respetuosa, de la que todos nos sintamos parte y en la que confiemos en que los que ejercen el monopolio de la fuerza pública lo hacen en defensa de nuestros derechos.
El autor es abogado e investigador principal del Cippec
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