Más cerca del punto de colisión
Preocupado por el agravamiento de las variables económicas, el Gobierno encontró una mayor rigidez en el FMI y una profunda desconfianza entre los empresarios
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Había terminado la secuencia de reuniones con los representantes del FMI en Washington y Martín Guzmán llamó a Buenos Aires para reportar. El mensaje fue inequívoco: la negociación volvió a complicarse. “Está difícil”, fue el concepto que transmitió, junto con el reconocimiento de que no se habían producido nuevos avances. El ministro se enfrentó con una nueva realidad en el organismo financiero.
Kristalina Georgieva exhibió su debilidad por la denuncia que casi la deja fuera del directorio y en la que se notó que el hombre fuerte del Fondo es otra vez David Lipton, el representante de los Estados Unidos. Guzmán se reunió con ambos por separado y la personificación de los roles le quedó muy clara. La directora búlgara, a priori más comprensiva con las dificultades de países como la Argentina, se vio obligada a exhibirse más dura, apremiada por quien ahora toma las definiciones reales, Janet Yellen, secretaria del Tesoro norteamericano, a quien Lipton responde directamente. Esta dupla ya le acotó a Guzmán el margen para evitar un ajuste. “Para sobrevivir, Georgieva está forzada a demostrar una fidelidad perruna al Tesoro”, ilustra con didáctica veterinaria un hombre que conoce de adentro el FMI. La carta en la que Yellen aceptó la continuidad de Georgieva sin disipar del todo el estado de sospecha fue una demostración inocultable de su poder. Como si hubiera cursado un taller de expresión literaria con Cristina Kirchner.
Guzmán volvió a transmitir la misma inquietud al día siguiente, cuando se reunió en Nueva York con un importante grupo de fondos de inversión, acompañado por el sanitarista Juan Manzur. Siempre con sus modales académicos, dejó caer una queja por la lentitud del FMI para gestionar el caso argentino. “No solo nosotros nos tenemos que apurar”, dijo allí, y habló de la parsimonia de la burocracia del organismo. No apuntó a la línea técnica; se refirió al board de los países que deciden. Algunos aprovecharon para reprocharle no haber avanzado más ágilmente el año pasado, tras cerrar el pacto con los bonistas. Pese a la variedad de preguntas, que extendieron el encuentro por tres horas, no quiso arriesgar fecha de un posible acuerdo con el FMI.
A su lado, el jefe de Gabinete se esforzó por agregarle previsibilidad política a la visión técnica del ministro. Con su estilo provinciano, prometió hasta la exageración. Dijo que aunque el 14 de noviembre vuelvan a perder, el peronismo se mantendrá unido, que todos los gobernadores acompañarán la gestión y que no habrá cambios de rumbo ni cimbronazos; una lunita tucumana. Y lo más importante: que de ninguna manera se imaginan un escenario sin acuerdo con el FMI. “¿Y qué piensa la vicepresidenta al respecto?”. La pregunta maldita se volvió insidiosa en la voz de uno de los inversores. “Todos los integrantes de la coalición estamos comprometidos con llegar a un entendimiento”, dijo Manzur, serio, por única vez molesto con que se percibiera que con su palabra no alcanzaba. El jefe de Gabinete (que estuvo en EE.UU. acompañado por su esposa) se presentó ante Wall Street como el hombre fuerte del Gobierno, y algunos creyeron adivinar indicios de sus aspiraciones presidenciales. De hecho la decisión de viajar fue de él, que se lo propuso a Fernández. “Me hizo acordar a Menem, aunque menos empático, más patrón de estancia”, lo retrató uno de los que desde hace tiempo escuchan promesas de los gobiernos argentinos.
La misión a Estados Unidos se trató de una de las múltiples escenas que el Gobierno promovió en una semana frenética. El martes Alberto Fernández se había reunido con un grupo de importantes empresarios en la Casa Rosada, con la secreta ilusión de que la foto market friendly ayudara a los astronautas Guzmán y Manzur. Allí jugueteó con la posible fecha de un acuerdo con el FMI y dejó implícito un reclamo de acompañamiento. Pero no pudo evitar volver a escuchar la pregunta maldita. Cristina hace ruido siempre, aunque no hable. El Presidente terminó la semana en el Coloquio de IDEA con un mensaje ambiguo hacia el sector privado. Había dudado de participar y recién confirmó su presencia un par de días antes. Aún le pesaba el mal momento que atravesó el año pasado, cuando los empresarios lo criticaron en un chat privado, y la vicepresidenta le enrostró su decisión de participar.
En todos estos gestos hacia el empresariado pesó un diagnóstico compartido en el Gobierno: las principales variables económicas se acercan a un punto de colisión que va a coincidir con el período poselectoral y es imprescindible activar un esquema de contención. Sin embargo, no hay ninguna planificación. Otra vez el problema más crítico de la gestión Fernández: la indefinición sobre el rumbo y la incertidumbre sobre quién y cómo toma las decisiones. Es la ausencia de estrategia sumada a la debilidad política. A los empresarios les pidieron acompañamiento y comprensión, pero sin exhibir directrices nítidas. El problema de confianza y credibilidad es muy difícil de revertir en el establishment, que le demanda al Gobierno un programa y una conducción económica como si el kirchnerismo no fuera el actor protagónico de la coalición.
Allí estuvo la designación de Roberto Feletti como recordatorio. Desembarcó de la mano de Cristina para demostrar que Axel Kicillof atraviesa su momento de mayor sometimiento político. Desde su primera declaración Feletti se movió con la holgura que solo otorga el poder de la vice. Aunque Manzur y Fernández prefieren un diálogo consensuado con los privados, el secretario de Comercio aceleró en dos días hasta amenazar con aplicar la ley de abastecimiento. La cifra de 3,5% de inflación de septiembre explicó la urgencia. El ajuste que implica ese indicador no solo diluye los esfuerzos de las medidas electoralistas del Gobierno, sino que deprime fuertemente el nivel de compra. Osvaldo del Río, de la consultora Scentia, midió que en los primeros nueve meses del año ya hubo una retracción en el consumo del 4,7% respecto de 2020, con lo cual la Argentina se encamina a completar un lustro entero de retroceso. También aporta un dato fulminante: el rubro desayuno y merienda ya representa el 35% del consumo masivo de alimentos, en parte porque las galletas, el café, la leche y la yerba han reemplazado a los productos típicos del almuerzo y la cena. Un cambio de hábito que retrata el declive social.
La variable dólar-reservas, por un lado, y la suba de precios, por el otro, generan un efecto pinza que el Gobierno busca atenuar hasta el 14 de noviembre, pero que inevitablemente colapsarán después. Por eso se volvieron a activar algunos mínimos reflejos para hablar de un acuerdo con empresarios, gremios y oposición. El viejo cuento de la Moncloa gaucha. Todos los actores admiten que no hay otra salida que un consenso mínimo, pero al mismo tiempo todos desconfían de la capacidad del Gobierno para concretarlo.
El fin de la prescindencia
Horacio Rodríguez Larreta también estuvo en IDEA y por primera vez habló en público como un aspirante para 2023 (un proyecto que también lo llevó a debutar con una recorrida amplia por el interior). Allí desgranó su concepto troncal de que se requiere generar un 70% de respaldo político para poder gestionar en la Argentina. Traducido: si llegamos a la Casa Rosada, tenemos que acordar un plan de acción con el peronismo no kirchnerista, léase Juan Schiaretti, Sergio Massa, Florencio Randazzo y figuras similares. Una diferencia sustancial con la doctrina de la pureza amarilla que defendió Mauricio Macri.
Pero no es la única. En su viaje de hace algunas semanas a Estados Unidos desgranó su primera estrategia clara en materia económica. Ante un grupo de inversores adelantó que piensa en un programa de shock para intentar bajar la inflación en los primeros meses de gestión. Alguna inspiración del Plan Austral o el Plan de Convertibilidad. Lejos del gradualismo de Macri. Esa convicción se complementa con algunas ideas generales, como una política monetaria estricta, una apertura comercial que prevé que no habrá inversiones externas al menos por dos años (un seco homenaje a la “lluvia de dólares”) y la necesidad de sostener una red de contención social permanente para al menos el 20% de la población estructuralmente pobre, lo que implica sacar de la marginalidad al otro 20% que, supone, se podría reinsertar en un esquema productivo. Larreta aún está en una etapa germinal en su interpretación de la realidad social. Quienes lo acompañaron hace un mes en una recorrida por un barrio difícil de Fiorito aún recuerdan su sorpresa y sus palabras: “Esto no es como la villa 31″. La indigencia terminal del conurbano es otra cosa.
De estos temas conversa regularmente con un equipo informal del que participan Hernán Lacunza, Luciano Laspina, Franco Moccia, Miguel Braun y Gabriel Martino. También aporta su viejo amigo Luis Caputo, mientras Pablo Gerchunoff le sigue dando clases de historia económica. Igual, como aclara uno de ellos, “no se puede hablar hoy de medidas para dentro de dos años porque lo que se haga depende de las condiciones iniciales”. Este grupo acompañaría de buen grado si la Casa Rosada hiciera en los próximos dos años reformas estructurales que les eviten eventuales costos políticos a futuro.
Esto demuestra que a partir del 14 de noviembre para Larreta deja de ser indiferente lo que haga el Gobierno en materia económica. Considera “poco probable” un escenario de catástrofe, pero entiende que dejará de ser prescindente y que necesita también evitar una crisis profunda que lo condicione a futuro. “Desearía ser un Kirchner, no un Duhalde”, personifica un agudo asesor del Gobierno, quien destaca cómo se despegó de la propuesta de María Eugenia Vidal de disputar la presidencia de Diputados. Larreta no quiere ni oír hablar de cualquier esquema que se asemeje a un cogobierno (la línea dura de Pro no lo permitiría), pero mantiene líneas de contacto.
Una de las más aceitadas, aún hoy, es con Massa, quien comparte su mirada crítica de la gestión, y ve diluirse su ilusión de desembarcar en algún momento como superministro de Economía. En forma subterránea algunas voces del peronismo también alientan una entente poselectoral con la oposición moderada, con el mismo objetivo de evitar disrupciones violentas y dejar en pie el 2023. Imaginan a Cristina replegándose para conservar su capital simbólico y su tercio del electorado, sin compartir el costo de las eventuales medidas de ajuste que requiera el FMI. Ciencia ficción para matizar la angustia del infinito que se abre después del 14 de noviembre.
La descoordinación infalible
Mientras la convicción de que el aterrizaje forzoso en materia económica inevitablemente obliga a activar los mecanismos de emergencia, dentro de la nave siempre parece que falta un piloto que ordene el operativo. El Gobierno estaba saliendo feliz del fin de semana largo por el récord de turistas cuando a Aníbal Fernández se le ocurrió reflotar su viejo manual de amenazas (presentó su renuncia y el Presidente no se la aceptó). Ni en el más estrecho círculo del ministro podían entender semejante reacción. Otra vez tambaleó toda la estrategia comunicacional, que estaba rearmándose tras la salida de Juan Pablo Biondi. Cuando aún no se había disipado el humo, Alberto Fernández nombró a Gabriela Cerruti como su “portavoz”, según dijo, inspirado en algunas democracias europeas. En el entorno del Presidente negaban su desembarco hasta un día antes. Varios quedaron desairados. La llegada de la nueva funcionaria tuvo menos que ver con lo comunicacional que con responder al malestar del sector femenino del Gobierno, que perdió peso tras las salidas de María Eugenia Bielsa, Marcela Losardo y Sabina Frederic, más el corrimiento de Cecilia Todesca. Otro mensaje para Manzur de parte de Alberto, el ecuménico irrefrenable (tan ecuménico que en el Instituto Patria comentan que aún chatea con la artista mendocina cuyas obras lo cautivaron).
Las confusiones llegaron hasta el festejo del 17 de octubre, que abrió otra disputa silenciosa. En La Cámpora reaccionaron cuando Manzur salió a decir que se postergaba al 18, para unificar con la CGT. Al rato Fernández laudó a favor del kirchnerismo en medio del enojo con el jefe de Gabinete. La confusión fue tal que hasta el viernes en varios ministerios estaban averiguando de qué se trataba el plan quinquenal de obras que supuestamente se anunciaría. La falta de articulación también se vio el día que Fernanda Raverta expuso que se duplicarían las asignaciones universales y Alberto Fernández prefirió aparecer en el acto de los movimientos sociales en Nueva Chicago. Naturalmente, su imagen quedó más asociada a las frases polémicas que se escucharon en Mataderos, que con la ayuda oficial.
La descoordinación es un método infalible del oficialismo, aun cuando tiene que recuperar una elección que, según sigue afirmando Cristina entre sus íntimos, es irreversible.
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