Martínez de Hoz: un ortodoxo que marcó a fuego a la Argentina
De origen empresario, impuso en los años 70 un plan de reformas liberales que despertó fortísimas polémicas
José Alfredo Martínez de Hoz se movió siempre reservadamente. Pese a ser el impulsor de las más drásticas reformas económicas de la historia reciente del país, apenas si de veras se lo conoció en algunos círculos de empresarios y en parcelas de la clase social que integraba. Para el gran público, fue la cara económica de una época funesta que la mayoría de los argentinos preferiría olvidar, y poco más que eso.
Había elegido permanecer en segunda línea, reticente de sí y de exhibir sus ideas, por mucho que en ocasiones los acontecimientos lo forzaran a situarse en el centro de la escena, tal como ocurrió el 2 de abril de 1976 cuando anunció la política económica que seguiría el Proceso: la gente se enteró de que habría restricciones, de que se procuraría a toda costa el equilibrio fiscal y la racionalización de diversos procedimientos y actividades, y también de que el ministro tenía orejas desproporcionadamente grandes; mucho más no supo.
Descendiente de una familia tradicional y muy acaudalada, era abogado y también experimentó en sus inicios el acucio de la veleidad política: en vísperas de la Revolución Libertadora, en 1955, bregaba en pos de una fantasmagoría como era reconstituir los cuadros de la juventud conservadora en la Capital Federal. Poco después del golpe fue llamado a desempeñarse como ministro de Economía de la Intervención en Salta, primer cargo público que ocupó.
"Joe", como le decían sus allegados, amaba la caza mayor, por lo que hacía frecuentes viajes a África. También era adepto al turf, por lo que sufrió como pocas otras cosas, en sus últimos años, la decisión del Jockey Club de tenerlo por "persona no grata" en el hipódromo y de prohibirle entrar.
En origen vinculado por su familia a la explotación agropecuaria, estuvo en un comienzo al frente de la estancia Malal Hue. Más tarde fue director de Buenos Aires-Compañía de Seguros y de la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad; presidió la petrolera Petrosur y la financiera Rosafin, y, en los años inmediatamente anteriores al golpe de Estado de 1976, ocupó la presidencia de Acindar, etapa en la que también fue miembro del Consejo Empresario Argentino.
A los 37 años -había nacido en esta ciudad el 13 de agosto de 1925-, el presidente Guido lo designó secretario de Estado de Agricultura y Ganadería, y entre mayo y octubre de 1963 se desempeñó como ministro de Economía. Los años 70 lo hallaron ya establecido como un empresario de peso, con contactos estrechos en medios afines de los Estados Unidos, particularmente con David Rockefeller. En 1975, Jorge Rafael Videla se había convertido en comandante del Ejército y una delegación del Consejo Empresario acudió a entrevistarlo. Uno de sus miembros era Martínez de Hoz y en la reunión se le pidió al jefe militar que contribuyera a revertir "circunstancias que impedían la libertad de trabajo y las tareas productivas". Hubo otras reuniones entre representantes de ese grupo con oficiales superiores y en ellas, según la imputación corriente, se habría acordado montar un sistema de espionaje y vigilancia destinado a precisar el papel que en cada planta cumplían los activistas y delegados sindicales.
En particular, cabe creer que el tema preocupaba a Martínez de Hoz. En la acería de Villa Constitución se desató, en mayo de ese año, una huelga que duró 59 días. El gobierno decretó su ilegalidad y el ministro del Interior, Alberto Rocamora, despachó fuerzas policiales al lugar; hubo enfrentamientos cruentos y el conjunto de esa ciudad santafecina vivió días de profunda alteración. También en este caso circularon imputaciones -no probadas- relativas a que Acindar pagaba al personal represor un plus extra y que dentro del establecimiento funcionaba una unidad clandestina de detención. La situación forzó el alejamiento de la empresa de Martínez de Hoz.
Semanas antes de la caída de Isabel Perón, el nombre de Martínez de Hoz era tenido como seguro ministro de Economía del nuevo gobierno, cuando aún ni siquiera se sabía quién iba a encabezar el golpe.
A poco de ser ministro y en una de sus escasas presentaciones públicas recordables, expuso su plan netamente ortodoxo y antikeynesiano: primero poner en orden las cuentas y sólo después de cumplir ese requisito, encarar gastos.
En realidad, Martínez de Hoz nunca enunció con claridad qué se proponía hacer. Se ha supuesto que su intento de reinsertar la economía del país en el capitalismo internacional preveía potenciar al sector primario en función de las "ventajas comparativas" que al respecto lo recomendarían ante el mercado mundial, y privar, en cambio, de estímulos a la industria. También entonces se insistía en la necesidad de reducir los gastos públicos, lo que insinuaba la conveniencia de privatizar empresas del Estado y de enajenar algunos de sus bienes.
Si era eso lo que se proponía hacer Martínez de Hoz, la verdad es que no tuvo éxito. El freno que impuso la dictadura a los reclamos salariales abrió una etapa de ireactivación económica luego reflejada en perceptibles tendencias inflacionarias y en un vuelco generalizado de los sectores pudientes a lo especulativo. Hasta entonces, la cuestión bursátil y el tráfico de monedas habían sido un asunto de iniciados y de grandes capitalistas, pero hacia esa época se popularizó y la cotización de lo que fuese se convirtió en comidilla de las amas de casa. Fueron los tiempos del viaje a Miami, del "deme dos" y de las "mesas de dinero". Al cabo de un tiempo, ese movimiento social diluyó las propuestas de Martínez de Hoz y concluyó mandándolas al desván, junto con el régimen dictatorial que las amparaba.
Si alguna intención privatista había tenido el ministro, el duro nacionalismo predominante entre los jefes militares la inhibía por completo. Sí hubo, en cambio, una nacionalización de mucho bulto, pues habría entrañado el pago de un sobreprecio fraudulento para adquirir instalaciones obsoletas: las de la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad, de la que justamente había sido director él, cuestión vidriosa de la que nunca pudo librarse del todo.
Por supuesto, dada la fuerte condena internacional contra el gobierno argentino, por las violaciones de los derechos humanos, y ante la virtual ruptura impulsada por la administración Carter, ninguna esperanza había de que se radicaran inversiones extranjeras. Tales actitudes redundaban, además, en un semiahogo comercial, por lo que la disponibilidad de divisas era crónicamente escasa.
Detrás estaba la espada de Damocles del servicio de los fondos obtenidos en el exterior y de la inflación. Para combatir a ésta, a comienzos de 1977 se dispuso congelar los precios durante 120 días; como era lógico, al cabo de esa tregua las alzas postergadas se produjeron todavía en mayor proporción. Se dio, entonces, un bandazo en la orientación y fueron eliminados los controles de precios, incluidos los de las monedas extranjeras. Con el proclamado objetivo de atraer inversiones, el 1° de junio Martínez de Hoz anunció medidas que equivalieron a la completa liberalización del mercado financiero, en el que las tasas de interés quedaban a merced de la oferta y la demanda, si bien el Banco Central asumía la garantía de los depósitos. A continuación se buscó un incremento de esas tasas, con obvios resultados recesivos dado el contexto especulativo imperante.
El siguiente paso de esa andanza esotérica por los meandros de la indexación lo constituyó la famosa "tablita": en el convencimiento de que una porción importante del aumento de precios se debía a "factores psicológicos", se apeló a informar anticipadamente el porcentaje de devaluación que cada mes se dispondría para el peso en su relación con el dólar; sin embargo, los precios siguieron aumentando por arriba de ese porcentaje. Ya arrinconado, el ministro dispuso facilitar el ingreso de productos importados como forma de abaratar precios, otra iniciativa de funestos resultados. Todavía -y ya en su ocaso- Martínez de Hoz entró en conflicto con el sector bancario, al que le descubrió irregularidades en virtud de lo cual se dispusieron las clausuras del Banco de Intercambio Regional, del Banco de los Andes, del Banco Oddone y del Banco Internacional, lo que provocó pánico entre los operadores y la necesidad de utilizar divisas para compensar los fondos garantidos. Martínez de Hoz dejaría el gobierno en 1981.
Encarcelado tras el retorno de la democracia por causas diversas, una cuestión en particular le produjo dificultades judiciales y fue la acusación de haber intervenido en el secuestro de los empresarios Federico y Miguel Ernesto Gutheim -padre e hijo, respectivamente-, víctimas de coerción para obligarlos a comprar productos chinos. En los años 90, Carlos Menem lo indultó. En los años siguientes continuó su actividad de empresario en el grupo financiero Rohm, Química Estrella y el Banco General de Negocios. Al final de su vida el caso Gutheim volvería a complicarlo y terminó sus días bajo arresto domiciliario.
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