Mario Corcuera Ibáñez: diplomático y escritor de larga y exitosa carrera
Una atmósfera de penetrante cultura invadía el hogar de Mario Corcuera Ibáñez. Lo hacía hasta adueñarse, con un valor por todos entendido, de las conversaciones de familia y de las tertulias con quienes lo visitaban. Podía ser tanto en el viejo domicilio de ese rincón del Botánico conocido como el Palacio de los Patos como en las sucesivas residencias en el exterior que le fueron impuestas por la condición de diplomático de larga y exitosa carrera.
En el matrimonio con Ruth Quiroga, hija de una antigua familia catamarqueña emparentada con el expresidente Ramón Castillo, se aunaban las afinidades intelectuales entre el profesor en Filosofía y la mujer doctorada en Historia, devota de las cuestiones antropológicas americanas y que ha dedicado una vida al estudio de las tradiciones textiles de nuestros pueblos.
En ese sentido, para los tres hijos hubo un camino trazado antes de que se dispusieran a andarlo: María Silvia, la mayor, es reconocida artista plástica; Javier ha hecho un nombre como biólogo especializado en mamíferos marinos y por el interés puesto en las cuestiones ambientales que lo promovieron en su momento a la dirección de Vida Silvestre, y Santiago, el menor, ha hecho una carrera judicial destacada como funcionario de la Corte Suprema y, desde hace años, como juez de la Cámara Nacional Electoral.
Con Falucho y la Negra Luna, íntimos amigos de los Corcuera, la historia del país y el amor por la arquitectura y las piezas provenientes del maridaje entre el arte colonial español y el imaginario indigenista ocupaban un lugar preferente en los encuentros habituales en sus casas próximas, en la periferia de Capilla del Señor. Otro tanto ocurría con el abordaje de grandes obras de la pintura o de novedades en las galerías con el maestro Guillermo Roux o, en cuanto a la música, en charlas amenizadas por Irma Costanzo, eximia guitarrista. Amistades todas que los Corcuera cultivaron aquí y en otras tantas partes del mundo, como París o Roma.
Con la muerte de Corcuera, ocurrida ayer, desaparece uno de los últimos diplomáticos que entraron en nuestro servicio exterior inmediatamente después de la caída de Perón, en 1955. Fue cónsul en Roma y cónsul general en París, consejero cultural en Lima y vocero de prensa del canciller Luis María de Pablo Pardo. No desafinaba Corcuera en ese papel al lado de un ministro que, después de haber sido representante cabal del nacionalismo aristocrático, se corrió hacia posiciones manifiestamente liberales: Pablo Pardo fue en todo tiempo un hombre cuya conversación fluía siempre dentro de los niveles de erudición más altos que haya registrado quien estas líneas escribe.
Los últimos destinos de Corcuera como embajador fueron Senegal, tan a propósito para quien escribiría sobre tradición y literatura oral en África Negra y estaba predestinado a relacionarse con un poeta-hombre de Estado como Lépold Sédar Senghor, y Túnez. Ocupó después la dirección del Museo Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco (1997-2000). En los años siguientes escribió con profusión.
En la biografía de Santiago de Liniers, el vencedor de Beresford y de Whitelocke, puso énfasis en haber sido este, caído ante un pelotón de fusilamiento por conspirar contra la Junta de Buenos Aires, la primera víctima de la violencia política. En El coraje y el fuego, retrató a Bouchard, a Drake, a Morgan, a piratas y corsarios que desde las primeras aventuras en el Egeo forjaron lo que se ha identificado como "una guerra sin archivos".
El libro esencial de Corcuera, creo, es El Mediterráneo y nosotros, fresco histórico y comparativo de la mayor cuenca de culturas. De allí procedió lo más nutrido de nuestra formación como sociedad: españoles, italianos, franceses, árabes, judíos, croatas. El subtítulo de la obra en la que Corcuera sigue la escuela del gran historiador Fernand Braudel dice: "La identidad de los argentinos".
Sobre ese tema hablamos justamente el martes, ya él en su lecho de agonía, cuando insistió en que no habrá resolución eficiente para los problemas que atenazan a la Argentina desde tiempo inmemorial si su sociedad no define de una vez lo que es y quiere ser. El autor de tantos artículos de ensayo en LA NACION lo dijo con voz débil y esperanza enérgica: "Somos un gran país.., pero se necesita humildad, mucha humildad". Me atreví a preguntarle si eso no implicaba un paso aleccionador al costado de al menos dos de los principales protagonistas de la política argentina. Quedó en silencio, volteó hacia un costado en gesto habitual la cabeza y esbozó una levísima sonrisa. La última que le vi.
Había nacido en Rosario, el 1º de febrero de 1927.