Ya estaba curtida de periodistas nacionales San Fernando del Valle de Catamarca cuando, el 15 de agosto de 1997, comenzó el segundo y definitivo juicio por el asesinato de María Soledad Morales. El movimiento de los móviles con sus antenas parabólicas y la incesante procesión de mujeres y hombres desconocidos en el centro cívico de la capital se convirtieron desde ese día, y durante 87 jornadas, en una nueva postal cotidiana para una provincia que, siete años antes, había implosionado y se había partido en dos.
El crimen de la estudiante había despabilado a una sociedad que se mostraba mansa ante el poder aparentemente inquebrantable de la dinastía de los Saadi. El homicidio había dejado al descubierto un secreto a voces: el de las fiestas de sexo y drogas de los "hijos del poder", amparados en un aparato aceitado que los cobijaba con un manto de impunidad. Y la presencia del periodismo nacional alimentó la rebelión de los oprimidos y algunos sectores políticos vernáculos entrevieron en aquellas marchas del silencio capitaneadas por una monja y dos padres atravesados por el dolor la posibilidad real del cambio de paradigma en Catamarca.
La investigación atravesó distintas fases, la intervención federal de la provincia sacudió las estructuras del poder real catamarqueño y el caso Morales -y la acusación sobre Luis Luque, hijo del viejo Ángel, uno de los fieles laderos del patriarca Vicente Leónidas Saadi y sus herederos- abrieron en la provincia una grieta que dividió a la sociedad. Fue como si la hubiese dejado al desnudo y todos pudieran ver lo que, durante décadas, callaron u ocultaron con esmero o con hipocresía.
El primer juicio, en 1996, corrió el telón de esa trama shakespeariana que regía a la sociedad catamarqueña: se descubrieron amantes, se develaron traiciones, se negaron grandes verdades y se dieron por ciertas flagrantes mentiras. Televisado en vivo y en directo para todo el país, los argentinos asistieron extasiados al drama y al absurdo: los careos, las acusaciones cruzadas, revelaciones morbosas (como aquel testigo que negaba enfáticamente haber tenido una relación amorosa con esa mujer que le reprochaba por haberle dado "los mejores 40 años de su vida"). Fue una suerte de The Truman Show de provincia andina que terminó abruptamente no porque el protagonista advirtiera que era un títere de un director de cine, sino porque las cámaras de TV habían captado los gestos espurios entre dos jueces que digitaban el devenir de las audiencias de debate.
Catamarca no se podía permitir un nuevo ridículo como aquel, así que en agosto de 1997 comenzó el nuevo juicio, pero ya no se televisó en vivo. Decenas de periodistas -la mayoría, porteños- debieron seguir las alternativas de las audiencias y las declaraciones de los testigos desde la pantalla de un televisor de tubo, de 20 pulgadas, en un salón frío situado justo encima de la sala de debate. Abajo, solo los tres jueces (otros tres), el fiscal cordobés Gustavo Taranto, los abogados defensores de Guillermo Luque y Luis Tula -los únicos acusados de un crimen que, evidentemente, requirió de muchos más partícipes- y los testigos, además del público, mayormente allegados a los imputados.
Casi todos los testigos eran los mismos que en el juicio anterior. Muchos fueron selectivamente desmemoriados (el "no me recuerdo…", patentado en el primer debate, gozaba todavía de excelente salud) y otros parecían virtuosos de la memoria fotográfica.
La columna vertebral del proceso era determinar si Luque, que en tiempos del crimen estudiaba en la Capital Federal, había estado en Catamarca el fin de semana en que un grupo de jóvenes y hombres se llevó del boliche Clivus a María Soledad para, en una fiesta de excesos y drogas, violarla y matarla. Y años de favores del Estado, deudas, miedos y ventajismos hicieron que, en pos de defender una u otra versión de los hechos, estallaran las polémicas, las acusaciones, las denuncias.
"¡Esta es la capital de la mentira!", dijo en aquellos días, con tono mordaz, Ángel Luque, cuando debió declarar en la causa en la que se lo acusaba de haber formado parte de un plan para matar a Tula, coimputado con su hijo, en un aparente intento de hacerlo callar. Resumía en una frase algo que, por entonces, se había convertido en una muletilla en el centro cívico de San Fernando del Valle: cualquier interlocutor se ufanaba de ser el único que decía la verdad entre tantas falsedades. La desconfianza se había vuelto, allí, una forma de vida.
El papel del periodismo
El periodismo hizo de las suyas: las salidas de los testigos, al cabo de cada declaración, eran tumultuosas; un enjambre de micrófonos, grabadores y viejos teléfonos celulares con tapa rebatible atacaba el rostro del ocasional declarante, que tenía entonces sus cinco minutos de fama. Hubo momentos inconfesables y otros hilarantes, como cuando la madre de Luque, Edith Pretti, arrancó su alocución ante el tribunal diciendo "Yo no sé si hay vida en otros planetas, señor juez…", como introducción a su larga diatriba contra uno de los testigos contra su hijo, José Antonio Gallo Melo, que en alguna ocasión dijo que había tenido un encuentro cercano del tercer tipo. Acusaban a Gallo Melo de ser un ex saadista desencantado.
Pero, así como hubo declaraciones estrambóticas, también hubo revelaciones, como la de Jesús Muro, al que le tomó dos audiencias decidirse a contar lo que sabía. Dijo que ya no toleraba el peso del secreto que llevaba siete años atragantado y confesó que, desde la barra de Clivus, donde preparaba tragos, había visto a Luque, entre otros jóvenes "del poder", llevarse a María Soledad, que apenas podía caminar, afectada, aparentemente, por bebidas que le habían suministrado. "Se quebró Muro", gritaban en la sala de periodistas y en la calle. Su testimonio fue demoledor para los acusados.
El segundo juicio no tuvo el rating del primero, por razones obvias. Pero, igual, desnudó las intimidades del poder saadista y le puso punto final a la causa, el 27 de febrero de 1998, con las condenas de Guillermo Luque, el hijo del exdiputado de la vieja guardia peronista, a 21 años de prisión por homicidio, y de Tula, que recibió una pena de 9 años de cárcel como "entregador" de la chica para que la drogaran y la violaran.
De aquella Catamarca, de aquellos días frenéticos en los que esa ciudad enclavada en el valle entre las sierras de Ancasti y de Ambato fue el epicentro del país, queda el monolito de la ruta 38, frente al Parque Daza. Ya nadie canta, como en aquellos días en que la Argentina toda miraba a la capital de la Fiesta Nacional del Poncho: "¡Estamos todos! ¡Solo falta Sole!".
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