Los temores de Cristina ante una elección que puede resultar una trampa
Le preocupa que la inflación sin freno y la continuidad de la pandemia impacten en el resultado; luchas internas por las “listas del futuro” y el “miedo Delta”
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Cristina Kirchner reina sobre el conurbano bonaerense sin necesidad de cercanía física. Exige y supervisa datos de manera obsesiva. Dedica horas a interrogar a intendentes, legisladores, ministros y simples dirigentes para tomar la temperatura del territorio al que ató su destino político. Lo que le llega es inquietante.
La magnitud del derrumbe social, el pesimismo imperante y el efecto de la elevadísima cantidad de muertos por la pandemia cristalizan un escenario endiablado para encarar una campaña electoral desde el Gobierno. Aunque las consume a diario, la vicepresidenta desconfía de las encuestas que vislumbran un triunfo inevitable del Frente de Todos en la decisiva Buenos Aires.
La ansiedad por el estado en que llega a este momento bisagra el gobierno que ella supervisa pero no conduce explica en gran medida la agitación constante en la que vive el oficialismo. Cristina intervino “lo justo y necesario” en el traumático cierre de listas del oficialismo, dicen en el kirchnerismo. Su energía, aclaran, está puesta en las “listas de diciembre”: los nombres del Gabinete de Alberto Fernández que encarará la etapa posterior a las elecciones.
Esa idea recorre el Frente de Todos como una amenaza o una esperanza, según a quien se consulte. La vicepresidente no se preocupa en esconder sus críticas al manejo de la política inflacionaria y su desaprobación al rumbo de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Martín Guzmán pasó de ser un protegido a convertirse demasiado a menudo en foco de sus rabietas. A Matías Kulfas y Claudio Moroni nunca los aceptó del todo.
La insistente evocación a los “días felices” de Axel Kicillof en Economía plantea un desafío de primer orden. Cristina no se privó de sacar a relucir en el lanzamiento de los candidatos bonaerenses la idea de un “modelo de producción e incentivo a los salarios”, que es como ella caracteriza a su experiencia presidencial. Aunque la operación requiera la ayuda de las estadísticas amañadas de aquellos tiempos.
La presión por acelerar una sensación de bienestar en medio de la doble crisis económica y sanitaria derivó en el desarticulado plan de emergencia, que consiente Guzmán, con reapertura de paritarias, tarifas pisadas, controles de precios y dólar atrasado. Al ministro le llueven misiles porque en ese contexto no consigue domar la inflación y por las dificultades que tiene para calmar la presión cambiaria. “Que traigan a Moreno a ver si acomoda los números”, ironizan quienes defienden al ministro.
El maquillaje económico para la campaña requiere alguna señal a futuro. El diseño del mensaje electoralista del Frente de Todos se basa en decir “hasta acá solo pudimos cuidarte, ahora viene de verdad el gobierno que queríamos”. De alguna manera es una apuesta a la indulgencia de la sociedad respecto de la gestión de la pandemia y un pedido de otra oportunidad. En ese punto es donde Cristina reclama un giro hacia las raíces.
Rossi descubrió -algo tarde- lo impiadosa que puede ser la jefa política que tantas veces defendió cuando está en juego su arquitectura de poder
La voluntad de la jefa de la coalición, lejos de algunas simplificaciones, no se impone de manera automática. Ella también ha tenido que hacer equilibrio en pos de la unidad, ese bien supremo. Es cierto que, a diferencia del Presidente, sabe disimular los sapos que debe digerir. Y en todo caso siempre tiene a mano un gesto de autoridad para descargarse.
En el armado de listas aceptó ceder, sobre todo en lo que refiere al nombre de Victoria Tolosa Paz al frente de la boleta bonaerense. Quería a un ministro en ese lugar (en lo posible Santiago Cafiero), algo que Fernández intuyó como una emboscada obvia para intervenirle la gestión.
Fue enfática en evitar las internas allí donde el Frente de Todos gobierne y logró bajarlas en casi toda la provincia de Buenos Aires, aunque en 63 casos después del día de cierre de listas. Lo mismo regía para Santa Fe, donde ella ató un acuerdo con Omar Perotti a cambio de poner en un lugar expectante a la senadora de su confianza María de los Ángeles Sacnun. La rebeldía de Agustín Rossi ante esa orden precipitó un temblor inesperado en el Gobierno.
Hasta el lunes nadie preveía que los ministros candidatos tuvieran que dejar el cargo para la campaña. Daniel Arroyo había juntado a su equipo para avisarles que seguían hasta noviembre, pese al trago amargo de haber sido ubicado en el poco decoroso décimo segundo lugar de la lista bonaerense. En la provincia, también Daniel Gollán pensaba mantener la doble condición de candidato y gestor de la pandemia.
La negativa de Rossi a bajar la lista opositora a la que Cristina pactó con Perotti llevó a Fernández a tomar una medida drástica que le evitara un choque a destiempo con la vicepresidenta: los ministros que van en una lista deben renunciar.
Rossi se sintió destratado. Al punto de recordar que Perotti había votado en 2018 a favor de que el juez Claudio Bonadio pudiera allanar propiedades de Cristina y su familia. Descubrió -algo tarde- lo impiadosa que puede ser la jefa política que tantas veces defendió cuando está en juego su arquitectura de poder. Asumió su destino con una queja amarga en la que mentó a los “funcionarios que no funcionan”, la definición de la vicepresidenta que todavía incomoda a medio Gabinete.
Fernández trató de prevenir una crisis, pero se inoculó otra. Nadie aconseja cambiar un gabinete antes de unas elecciones. Al fiel Arroyo lo reemplazará por otro propio, el intendente Juan Zabaleta, uno de los que sí aceptó bajar una boleta que enfrentaba a La Cámpora en su pago chico de Hurlingham. El reemplazo intempestivo de Rossi lo expuso a otra andanada de operaciones internas. Desde el kirchnerismo duro se mentó el nombre de Sabina Frederic, que de mudarse a Defensa dejaría vacante el codiciado Ministerio de Seguridad. Sergio Berni, enemigo declarado d Frederic y de Fernández, se frotó las manos, después de también él bajar su candidatura en una lista de la segunda circunscripción electoral bonaerense. El juego del desgaste, a pleno.
Todo por la unidad
Las intrigas de hoy son solo un aperitivo. Se percibe un esfuerzo militante de los principales líderes de la coalición para que las disputas de poder se vean lo menos posible en tiempos de campaña. Hay que mostrarse juntos aunque duela. Una máxima que vale para los dos grandes bloques de la política argentina. El descontrol de la interna de Juntos por el Cambio es la mejor noticia para el frente peronista en el inicio de la campaña.
En el altar de la unidad, Cristina sacrificó algunas de sus propuestas más desafiantes en lo económico. Se resignó a que Guzmán use los Derechos Especiales de Giro (DEG) que recibirá la Argentina por 4300 millones de dólares para pagar los vencimientos de este año con el organismo. Sin importarle que el Senado, bajo su aura, hubiera aprobado hace dos meses una declaración para exigir que esos fondos se destinaran a gasto corriente. Fuegos artificiales que hicieron sangre.
Aprovechó también el primer discurso de campaña para avisar que no tiene en mente “expropiar a las prepagas”, en alusión a su proclamada intención de reformar el sistema de salud. Un mensaje que les transmitió personalmente a empresarios del sector.
Se da la paradoja cruel de que cada vez más jóvenes de 30 y pico completan la pauta de vacunación con Sinopharm, mientras sus abuelos de 80 esperan con angustia y encerrados la segunda ampolla salvadora
Cuando habla de “discutir en serio” cómo salir de la crisis después de la pandemia está invitando principalmente a los propios. Cree en una negociación con el FMI más firme que la que encarnan Guzmán y Fernández. Entre sus interlocutores habituales persiste la idea de que se requiere un nuevo equipo económico que acometa medidas urgentes para atender la crisis social y retomar un camino de crecimiento.
El miedo Delta
Entre el presente y esa discusión se interponen las elecciones más inciertas en años. En especial por el efecto que pueda tener la pandemia, hasta ahora un factor disruptivo en los procesos políticos de casi todos los países que tuvieron comicios.
El desplome de la economía, los más de 105.000 muertos, el controversial programa de vacunación, las cuarentenas de larga duración son datos que estarán en la conciencia del ciudadano a la hora de acercarse a las urnas. Y encima existe ahora una alta probabilidad de que en septiembre se vote en medio de un nuevo brote explosivo, a partir de la circulación comunitaria de la variante Delta del coronavirus.
El relato oficialista tiene un serio inconveniente. Un pilar de la campaña del Frente de Todos consiste –aparte del omnipresente “sí, pero Macri”- en celebrar que “estamos saliendo” y que se viene “la vida que queremos”. El estrictísimo Gollán se despide en medio de un pogo con militantes en el Ministerio de Salud. Gildo Insfrán reúne a una multitud en un estadio cerrado para elogiar el éxito de sus medidas policiales contra el virus. Abren todas las escuelas y el kirchnerismo más ideologizado se ilusiona con que la llegada del primer cargamento de Pfizer sea días antes de las PASO.
Y sin embargo la pandemia se resiste a que la terminen por decreto. El Gobierno arrastra el error de origen de haber confiado toda la suerte al “amigo” Vladimir Putin y la Sputnik V. Por mucho que Axel Kicillof extienda “pasaportes de vacunado” con una dosis, la gran mayoría de la población sigue desprotegida ante la nueva cepa del virus. En especial, los mayores de 60, el grupo de riesgo en el que más se aplicó el primer componente de la vacuna rusa. Se da la paradoja cruel de que cada vez más jóvenes de 30 y pico completan la pauta de vacunación con Sinopharm, mientras sus abuelos de 80 esperan con angustia y encerrados la segunda ampolla salvadora.
La brecha entre vacunados con una dosis (55%) y con dos (15%) es una de las más amplias del mundo.
La inquietud en el Gobierno se acelera a medida que se acercan las elecciones. ¿Serán necesarias nuevas medidas de aislamiento? Por ahora nadie en el oficialismo quiere pensar en un retroceso de fase que ponga en serio peligro la ilusión de un repunte rápido de la economía. Pero, ¿se arriesgarán Fernández y Kicillof a ir a las urnas en medio de un nuevo brote de casos y muertes? “El signo de los tiempos es la incertidumbre. Veremos”, responde un ministro.
En ese tembladeral va el peronismo unido a revalidar sus títulos. Cristina y Alberto coinciden en la urgencia de ganar en la provincia de Buenos Aires y que el resultado nacional muestre un saldo positivo en términos de porcentaje de votos y de suma de legisladores.
En paralelo se despliega una segunda disputa, por ahora larvada, sobre quién se cargará el resultado sobre sus hombros. El Presidente jugó fuerte al pelear y conseguir la cabeza de lista bonaerense. Puede descontar que le llegará la factura de una derrota, pero espera colgarse la medalla de un triunfo. Podría ser una inyección de autonomía para la segunda mitad de su mandato, el bienio en el que se definirá si es viable su proyecto de reelección.
Le espera en ese caso otra batalla, acaso definitiva: si el resultado es un triunfo, el Congreso será más que nunca territorio kirchnerista. La accionista mayoritaria del Frente de Todos sembró las listas sábana de leales. Y está ansiosa por tener un gobierno que sienta como propio.
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