Los síntomas de una profunda degradación
Un hombre va al Casino de Montecarlo, gana mucho dinero, vuelve a su hotel y se suicida. Basándose en esta paradójica anécdota que Chejov apuntó en sus cuadernos de notas, Ricardo Piglia sostiene en su Tesis sobre el cuento, que en todo cuento hay dos historias, lo que obliga a desentrañar la que está oculta para entender ambas.
No sabemos aún la historia que está detrás de la muerte de Alberto Nisman. Pero debemos conocerla, necesitamos que la pesquisa arroje un resultado que con contundencia disipe la enorme cantidad de incógnitas que todos tenemos. Así como es incomprensible que un hombre vaya al casino, haga saltar la banca y se pegue un tiro, también lo es que un fiscal a punto defender su trabajo de tantos años aparezca sin vida. Puede ser que haya diversas hipótesis, pero todas terminan en un hecho criminal.
Más allá de la confusión que sentimos y cualquiera que sea el resultado de la causa que investiga la muerte de Nisman, hay algunas certezas que explican la conmoción, el desánimo y la profunda desconfianza de gran parte de la sociedad. La falta de todo control sobre la actividad de los servicios de inteligencia es una de ellas; son organismos que parecen actuar por cuenta propia y con características pseudomafiosas. La cada vez mayor conciencia del rotundo fracaso del país en la investigación del atentado contra la AMIA es otra. Luego de 20 años de sucedido, no se ha podido dar una respuesta y la impunidad sobrevuela como un fantasma.
Tenemos también la certeza de la total falta de profesionalismo, la chapucería increíble de nuestras fuerzas de seguridad y de algunos órganos judiciales. Sumemos a esto, la aparición de los motivos que impulsaron la firma del bochornoso acuerdo con Irán, largamente denunciados por toda la oposición en el debate parlamentario, que dejan al desnudo la patética política exterior de la Argentina y provocan estupor. Y una última y grave certeza: la sociedad ha sentido la ausencia de una adecuada conducción por parte de las máximas autoridades, que actuaron con desconcierto y confusión, mostrando su impotencia para enfrentar la situación.
Todas estas circunstancias dan cuenta de la profunda degradación institucional que sufre nuestra democracia. El corazón de cualquier democracia republicana reposa en el Estado de Derecho, allí está la sujeción de los gobernantes a la ley, la división de poderes, la independencia de la Justicia y, por supuesto, los derechos y libertades ciudadanas.
A 30 años de su recuperación, la democracia argentina exhibe un muy débil apego a la ley, al conjunto de las reglas de juego básicas que definen el marco de actuación de los actores democráticos.
Por ello, las elecciones de este año no implican tan sólo el cambio de una administración por otra, como sería lo normal en cualquier democracia. Se trata de restaurar las instituciones profundamente dañadas y emprender un verdadero cambio cultural basado en la decencia, la tolerancia, el diálogo, el acuerdo y, por sobre todo, el respeto irrestricto a la Constitución y la ley.
Es posible que esta reconstrucción institucional, imprescindible para enfrentar un futuro de desarrollo e inclusión, demande al menos un período constitucional. Ésta es la necesidad más acuciante que tenemos por delante: sin instituciones, no tendremos seguridad, salud, educación ni crecimiento económico. Es de esperar que las fuerzas políticas que creen en la democracia republicana confluyan en la construcción de este edificio común y entiendan que más allá de ideas progresistas o conservadoras éste es el objetivo básico por alcanzar.
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