Los riesgos de la oportunidad perdida
La muerte del fiscal Nisman el día previo a presentarse en el Congreso para ofrecer pruebas sobre su denuncia contra la Presidenta y otros altos funcionarios del Poder Ejecutivo empujó al sistema político a un esperable estado de zozobra. En el centro de la crisis quedó la Secretaría de Inteligencia, un organismo que desde 1983 es utilizado para satisfacer las necesidades, legales e ilegales, del presidente de turno.
Quienes desde hace años trabajan por la reforma del sistema de inteligencia vieron la situación como una oportunidad para exigir cambios. La Iniciativa Ciudadana para el Control del Sistema de Inteligencia (Iccsi), que desde 2012 reúne a tres organizaciones de la sociedad civil, llamó a que los cambios sean profundos. Y pidió que el proyecto reciba "una atención cuidadosa". No fue eso lo que ocurrió.
El proyecto que el Ejecutivo envió al Congreso es extremadamente pobre: modifica apenas el organigrama y en lugar de hacer cambios necesarios aquí y ahora promete hacerlos en un futuro incierto y distante. Además, define las actividades de inteligencia de un modo amplio y ambiguo, lo que genera no sólo que los cambios propuestos sean inútiles para modificar las prácticas existentes, sino que incluso empeoran la situación actual.
Una reforma en serio debería innovar en materia de control parlamentario otorgando -por ejemplo- la presidencia de la Comisión Bicameral a la oposición y garantizando la presencia de los partidos más pequeños. Además, debería establecer mecanismos de revisión dentro del Ejecutivo y garantizar el monitoreo judicial. Este tipo de sistemas cruzados y simultáneos son necesarios para el control efectivo.
Hoy en día, pensar que algo así puede surgir del proceso legislativo es puro voluntarismo.
Por un lado, el oficialismo nos promete un trámite a las apuradas: la discusión en el Senado comenzó con una comisión que debatió, recibió aportes de una sola organización y emitió dictamen en menos de doce horas. Se trata de una farsa de debate a la que ya estamos acostumbrados y que recuerda a la forma en que el kirchnerismo impuso la "democratización" de la Justicia a mediados de 2013.
La oposición, por su parte, enfrenta un dilema. Si se presenta a la farsa del debate, legitima el gatopardismo gubernamental y favorece que el foco de atención se aleje de la muerte del fiscal Nisman. Pero callar ante los cambios propuestos tampoco es gratis.
La oposición podría exigir reformas reales, desarrollar veinte puntos básicos y exigirlos de manera unificada. Si el oficialismo rechazara esos reclamos, quedaría en evidencia su intención de cambiar algo para que nada cambie. Si por esos azares de la democracia los cambios fueran aceptados, se limitaría una de las principales fuentes de poder del presidencialismo exacerbado que nuestra Constitución establece.
Claro que es muy posible que esos cambios no sean aceptados por el oficialismo, en cuyo caso se demostraría que la estrategia de no dar el debate era la correcta. Si así fuera, deberíamos reflexionar sobre por qué el oficialismo, ante una de las crisis más graves de los últimos años, se siente con suficiente poder como para imponer su mayoría legislativa sin pagar costos políticos. Deberíamos pensar sobre las fallas institucionales que ello revela en el sistema de frenos y contrapesos que nuestra Constitución establece. Y deberíamos cuestionar si la palabra "democracia" es una descripción correcta de nuestro sistema político.
Coautor de El (des) control de los organismos de inteligencia en Argentina (ADC, 2015)
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