Los peligros de la imposición cultural de Milei
El país vive en el torbellino creado por una “nueva normalidad” y la voluntad sostenida del Presidente de hacerle la guerra a la minoría que no lo votó
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¿Qué quedó viejo? ¿Qué se está naturalizando que antes hubiera sido impensable? Las dos respuestas apuntan directo a la identidad de la presidencia de Javier Milei transcurrido los primeros cien días de su gobierno. Hace cien días, Milei tenía una opción: apuntar al cambio profundo de sentido común en lo económico mientras evitaba la confrontación en la batalla cultural ampliada. Bueno, no la tomó. Inició, en cambio, una “nueva era” como dijo en su asunción. Desde entonces, la Argentina vive en el torbellino creado por la imposición de una “nueva normalidad” de otro orden, distinto al que fijó durante veinte años el universo kirchnerista, sobre todo, pero también la gestión macrista en su corta presidencia.
Quedaron viejos: la política de consensos de macristas y larretistas, de radicales y del peronismo pichettista, el populismo estatista del kirchnerismo, la infalibilidad del Estado presente, Néstor Kirchner como prócer, la emisión que no genera inflación, el gradualismo, la rosca y el Congreso, la visión progre-kirchnerista de los derechos humanos, la escuela y la universidad pública como intocables, la calle como propiedad de la protesta popular, la protesta popular misma, la virtud de los planes sociales, el uso del lenguaje inclusivo, la corrección política de las cuestiones de género, la pretensión laicista y liberal del Estado y de un gobierno.
Llegaron para ocupar nuevos altares: el principio de revelación como política del escrache de intereses espurios, las soluciones de shock, el Congreso como enemigo, la acción de gobierno como motosierra, el ajuste como legítimo, la emisión que genera inflación, el apoyo popular a pesar de todo, la religiosidad extrema del jefe de Estado, la escuela privada y católica como ejemplar, el esfuerzo personal como el motor social, el Estado como mafia, el policía como héroe, los derechos humanos de las víctimas del terrorismo, el regreso de los dos demonios, Menem como patriota, Alfonsín como fracaso, la calle como sinónimo de orden, el orden como mano dura, la mano dura sin el pudor de la corrección política, la democracia republicana como lenta ante las urgencias.
No todo es obra de Milei. También la política de siempre, de uno y otro lado de la grieta, con su incapacidad de encontrar soluciones viables puso su granito de arena. Milei sumó la cereza de la torta. Lo que está claro es que sin barbijos ni emisión descontrolada pero sí, al contrario, con ajuste extremo, inflación en declive, recesión en alza, a la espera de instrumentos de gobierno que todavía no llegan, con apoyo popular paradójico y un desmantelamiento feroz de los consensos históricos, el 6 por ciento de los cuatro años del nuevo gobierno vienen siendo productivos en la construcción de nuevos tótems y tabúes y en la caída de las vacas sagradas de siempre. Algunas, en contra de los objetivos de Milei: por ejemplo, la falta de pudor con que la oposición más dura imagina una retirada anticipada del libertario. Desde el senador José Mayans y un Milei “con facultades alteradas” a Juan Grabois y sus augurios opacos o las alusiones de José Albistur y el “no sabemos si cae en marzo o abril”, la caída del golpe como tabú.
También, el gobierno de Milei se mide en incumplimiento de promesas electorales centrales, aunque el gobierno diga otra cosa. “El tipo de democracia que queremos es con los valores de Alberdi, donde consta el respeto de las minorías”: esas fueron las palabras de Milei ante los empresario del poderoso Cicyp, el año pasado, el 13 de noviembre, cuando faltaban tan solo seis días del balotaje que Milei ganó de lejos. Milei prometía entonces concretar una visión virtuosa de la democracia liberal, que enfrenta un desafío constitutivo: cómo gobernar para todos y no sólo para los que votan al ganador. “Enfrente tenemos la visión de la democracia que se lleva todo puesto”, decía para cuestionar al kirchnerismo. “Parece un consenso, que es la tiranía de las mayorías, mejor conocida como populismo”, definía.
Esa promesa, susurrada en los oídos de empresarios preocupados por sus modos, es una de las que está más pendiente en el gobierno de Milei. Los motivos son varios. Un poco, por necesidad: la debilidad parlamentaria lo obliga a refugiarse en su mayoría electoral extendida y, sobre todo, en su base de sustentación más leal, el 30 por ciento que lo votó en todo 2023. Pero también por una voluntad casi kirchnerista de ir por todo: la percepción de su gobierno como una oportunidad histórica de dar vuelta el destino de la Argentina de una vez y para siempre, y cueste lo que cueste. Una de las marcas más fuertes de su gobierno es esa voluntad sostenida de hacerle la guerra cultural a la minoría que no lo votó.
De la normalidad kirchnerista a la macrista, que se quedó cortísima, y de ahí, de regreso a más normalidad kirchnerista exacerbada en modo pandémico y electoralista para recalar en caída libre en la nueva normalidad mileísta. La intensidad de la presidencia de Milei es tal que la sensación que se vive en la Argentina es que pasaron años aunque son poco más de tres meses.
La unidad de medida útil para evaluar los cien días de la gestión de Milei dice mucho del modo en que Milei viene gobernando en estos meses iniciales. Hay indicadores elocuentes sobre el sentido de la gestión mileísta en estos primeros meses. Se vislumbran tres dimensiones. Por un lado, la voluntad de construir un poder centralizado hasta la arbitrariedad, inclusive. La cantidad de funcionarios clave renunciados es un conteo significativo: grafica claramente la consolidación de un poder concentrado en unos pocos incondicionales, rodeados por un sistema de fusibles a los que no se les da ni protagonismo ni autonomía completa. “Hoy, bien. Mañana, no sé”, dice en off un secretario de Estado consciente de la inestabilidad de la función pública en tiempos de gestión mileísta. Los conteos ya hablan de unos 12 funcionarios clave renunciados desde que asumió Milei.
Por otro lado, la dimensión con eje en la exposición de la casta política kirchnerista y el uso del Estado como botín. La cantidad de denuncias por hechos de corrupción en la gestión kirchnerista iniciadas desde áreas del Estado mileísta es un rasgo de identidad de la gestión de Milei. Destapar ollas como política de gobierno antes que lanzar políticas públicas concretas.
Y tercero, la voluntad de dar la batalla cultural minuto a minuto. A Cristina Kirchner se la medía por la cantidad de cadenas nacionales: en su gobierno, hizo 121 transmisiones oficiales, un total de 4600 minutos hablándole al país en cadena nacional. A medida que el “vamos por todo” y la batalla cultural dominó en su gestión, el número aumentó. A Milei se lo mide por las horas que pasa en X y la cantidad de posteos, likes o retuits. La intensidad de esa intervención es otro rasgo del modo de hacer política que inauguró en diciembre.
Con un gobierno que se entrega más a la hiperacción de la acción y la reacción, el vértigo, la perplejidad y la incertidumbre marcan el día a día de la sociedad. La Argentina es como un hámster obligado a correr en una rueda que muchas veces no se mueve ni un milímetro, aunque parezca lo contrario. Los ejemplos abundan. El aparato de comunicación en pleno del gobierno avanza como una topadora para anunciar, por ejemplo, el cierre de Télam pero pasan las semanas y la decisión no se termina de concretar. Mientras, los trabajadores de Télam siguen cobrando sus sueldos aunque se les impide ir a trabajar. O el anuncio de una futura corrección de tarifas en pos del tótem de los precios de mercado que queda trunca, casi con argumentos kirchneristas de no postergar el impacto en la inflación, la cifra sagrada. Ponerles el pie encima hasta que aclare.
Milei promete libertad y oxígeno vital a la sociedad pero el efecto es más bien el de desmonte desorganizado de un pasado que se resiste a desaparecer.
En el modo Milei tal como se ha desplegado hasta ahora hay un problema para la Argentina: que acampe sin sutilezas en la lógica del péndulo. Es decir, en una deriva que la arrinconó durante décadas según el ritmo forzado de la hora kirchnerista y ahora la moviliza hacia el otro extremo, para obedecer a la hora mileísta. El problema del péndulo es que nunca se queda fijo en un lugar. La pretensión de un líder político de fijar el sentido de una sociedad en todas sus facetas fue el gran error kirchnerista. Milei parece estar cometiendo la misma aventura.
¿Por cuál río subterráneo corre, espontánea, la voluntad popular? La pregunta es central tanto para Milei como para la oposición a Milei. En la respuesta está la clave del poder y de la sostenibilidad de los cambios estructurales. Milei tiene dos opciones. O aprender que el péndulo siempre vuelve, y aflojar con su voluntad de intervención. O todo lo contrario, hacer kirchnerismo pero en sentido opuesto: contra el estatismo, el libertarianismo de Estado. Ese péndulo tiene algo en común: la fuerte impronta ideológica de sus líderes políticos. Milei en el espejo de Cristina Kirchner.
El peligro de esa fatal arrogancia cultural, parafraseando a Hayek, es que a los problemas reales, que ya son suficientes y grandes, se le suman nuevos problemas simbólicos y políticos. Dividir a la sociedad con la ilusión de cohesionar a sus bases. Lo intentó el kirchnerismo. Lo está intentando Milei. Nada bueno para una facción dura tanto.
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