Los papeles de la deuda, el escollo antes del acuerdo
La batalla por la reestructuración de la deuda bajo jurisdicción neoyorkina acaba de ingresar en el terreno jurídico. Después de conseguir dos mejoras en la oferta del Gobierno, de alrededor de 5000 millones de dólares cada una, los acreedores se niegan a admitir algunas cláusulas contractuales que limitan muchísimo su derecho a renunciar a un acuerdo y recurrir a tribunales. Se desconoce, por supuesto, qué firmeza tiene esa resistencia. Dicho de otro modo: se puede sospechar que, en el curso de la negociación, acepten lo que hoy rechazan a cambio de una mejora en los precios de los bonos que recibirán en el canje.
La incógnita sobre la intransigencia en relación con los términos contractuales de la oferta oficial es más relevante en el caso de Martín Guzmán. Lo que está en discusión es la arquitectura institucional del canje. Cuáles son los derechos de los acreedores a conseguir que un juez defienda su contrato. Y cuál es el derecho del deudor soberano a reformular sus compromisos evitando pleitos judiciales. Es el tema al que Guzmán ha dedicado su carrera. La cuestión sobre la que ha escrito trabajos profesionales. La bandera del grupo de académicos que, liderado por Joseph Stiglitz y Jeffrey Sachs, él integra.
El debate sobre los derechos de deudores y acreedores en las reestructuraciones abarca los últimos 25 años. Nació de los reproches que la oposición republicana formuló a Bill Clinton cuando el Tesoro de los Estados Unidos se comprometió a rescatar a México durante la crisis del "tequila". Esas críticas inspiraron una idea que Anne Krueger, una economista cercanísima a los Bush, llevó al Fondo Monetario Internacional: los países deben entrar en concurso, con un protocolo similar al que rige para las compañías insolventes.
En este contexto nació la idea de introducir en los prospectos de los bonos Cláusulas de Acción Colectiva (CACs). Esas cláusulas establecen las mayorías de adhesión que debe alcanzar un deudor para que su oferta deba ser aceptada por la totalidad de los acreedores. Visto de otro modo: fijan el grado de consenso a partir del cual quienes no aceptan un canje no pueden litigar.
La discusión sobre esta construcción legal es compleja. La ideología liberal que rige a Wall Street defiende que un bono es un contrato. Y que, por lo tanto, el incumplimiento del pago debe ser susceptible de ser demandado en tribunales sin restricción alguna. Contra esa concepción se levantan quienes, como Guzmán, entienden que la litigiosidad genera un negocio marginal, que entorpece cualquier reestructuración.Es el negocio de los denominados fondos "buitres", que compran títulos a precio vil a acreedores que necesitan hacerse de un dinero, para después hacer fortunas en un juicio. Las CACs intentan desalentar esa posibilidad. Y, con el correr de los años, se han vuelto cada vez más fuertes. En el sistema financiero se esgrime siempre el mismo reproche: cuanto más difícil es reclamar por un contrato-bono delante de un juez, más cara es la reestructuración.
No debe sorprender que la Argentina haya sido un campo de batalla principal en esta polémica. Ya ingresamos en la novena cesación de pagos. Alberto Fernández se niega a ser "el presidente del default". Pero a partir del 22 de mayo pasado, cuando no se cumplió con un compromiso de US$503 millones por un pago de intereses, se activaron los Credit Default Swaps (CDSs), es decir, los seguros que toman quienes compran bonos para cubrirse por un eventual incumplimiento. Es una pena, pero es así. El país está en default.
La primera batalla fue la de 2005, cuando se negoció el canje de los títulos que no se pagaron a partir de 2001. Néstor Kirchner y Roberto Lavagna, responsables de aquella transacción, establecieron un dispositivo, para ahuyentar a los buitres y conseguir que su oferta tenga un acatamiento unánime: que debía alcanzarse el 85% de adhesión entre los acreedores. Al mismo tiempo, debía contarse con el 66% de adhesión en cada serie y el 75% en cada bono.
A partir de la crisis financiera de 2008, el establecimiento de estas reglas fue cada vez más extendido. En 2013, por ejemplo, la Unión Europea obligó a sus miembros a establecer CACs en todas las emisiones de deuda soberana. Y en 2014 la International Capital Market Asociation las recomendó para todos los países.
La Argentina impuso una barrera mucho más alta a quienes quieren litigar en el canje de 2016, que llevaron adelante Mauricio Macri y Alfonso Prat-Gay. Ahora con solo 75% de aceptación del total del canje, aun cuando ese porcentaje no contenga a todas las series de bonos sometidos a reestructuración, se clausura el derecho a litigar. O, en su defecto, si se alcanza del 66% del total del canje y el 50% de cada serie. Las reglas generales de aquella operación establecen, además, que para ir a tribunales debe obtenerse una determinada mayoría. Y que quien gana un juicio debe repartir lo obtenido entre la totalidad de los acreedores que estaban en la misma situación.
Como se puede advertir, aquellos bonos de 2016 tienen un dispositivo muy fuerte de disuasión a litigar. Es una de las principales ventajas con que cuenta Guzmán en su negociación: los bonistas no tienen tan despejado el camino hacia las cortes.
La controversia que aparece ahora tiene que ver con dos cuestiones. Una es la aplicación de las reglas de la reestructuración Macri/Prat-Gay. La otra es la interpretación de esas disposiciones. La aplicación es discutida por quienes tienen en su poder papeles de 2005, con CACs mucho menos restrictivas para demandar. Esos bonistas no quieren que, a cambio, les entreguen títulos que limitan mucho el reclamo en tribunales. Guzmán quiere que toda la operación repita el marco de la de 2016. Esa pretensión entraña una ironía política. O, si se quiere, permite una chicana: el ministro entiende que los derechos del Estado fueron mejor defendidos por Macri que por Kirchner. Una herejía que desafía un axioma: no hubo ni habrá una reestructuración más soberana que la del padre del modelo. La idea incurre, además, en una irreverencia al Presidente. Porque el canje de 2005, que ahora aparece como muy favorable a los financistas, fue dirigido también por el entonces jefe de Gabinete Alberto Fernández.
La negativa de los bonistas de 2005 a aceptar cláusulas de 2016 permite también algunas picardías. Fondos que poseen muchos papeles de 2016, con CACs muy exigentes, se agruparon con tenedores de papeles de 2005, con la fantasía de obtener las CACs más permisivas de Kirchner/Fernández/Lavagna. En el mercado explican que esa es la jugada de Blackrock. ¿Les mantendrán a los bonistas de 2005 las condiciones originales de su acuerdo? En el Ministerio de Economía no saben/no contestan. Cabe otra interrogación: ¿convenía reestructurar los títulos de 2005, para cuyo vencimiento falta más de una década? El Discount vence en 2033 y el Par en 2038. En el Ministerio creen que sí, por los abultados intereses que pagan esos papeles.
El verdadero conflicto aparece en la interpretación de las reglas impuestas en 2016. El prospecto de aquellos bonos prevé que, en caso de una reestructuración, el Estado podrá armar grupos con los títulos que ofrece y, una vez concluida la operación, elegir el criterio de 75% de aceptación sobre el total, o el criterio de 66% de aceptación sobre el total y el 50% por cada serie. Guzmán interpreta este criterio de manera mucho más ventajosa. Su oferta supone que, una vez conocidos los niveles de adhesión alcanzados, el Gobierno podrá organizar los grupos para ir alcanzando las mayorías necesarias según aquellas dos fórmulas. El diputado Luciano Laspina desarrolló un estudio muy detallado de esta estrategia, denominada "redesignación", que le permitiría a Guzmán ir forzando mayorías, en un movimiento secuencial, para obligar a un entendimiento.
Entre los primeros en advertir la polémica legal que se desataría alrededor de esta forma de interpretar las CACs de 2016 estuvo el exprocurador del Tesoro Bernardo Saravia Frías, en un trabajo del 27 de abril. Ahora la querella está desatada. Los abogados de los bonistas sostienen que la posibilidad de modificar los grupos de títulos sobre los que se van a calcular las mayorías es una señal inequívoca de mala fe, que les dará las de ganar en el juzgado de Loretta Preska. Es decir: sería como fijar las reglas de juego una vez que las cartas ya se han dado vuelta.
En Economía confían en el consejo de Cleary Gottlieb. Los abogados de ese estudio, donde trabaja el hijo del primer procurador del Tesoro de Kirchner, Ezequiel Sánchez Herrera, aseguran a los funcionarios que es imposible que su interpretación de las CACs de 2016 origine un litigio. A pesar de patrocinar muy a menudo a bonistas que participan de la actual negociación, estos especialistas suelen tener posiciones muy duras contra los acreedores: fueron quienes convencieron a Cristina Kirchner y a Axel Kicillof de que la batalla contra Paul Singer y sus "buitres" tendría un final feliz en el mismo juzgado, por aquel entonces comandado por Thomas Griesa. En Cleary ya recibieron la advertencia de otras firmas de abogados anunciando que, si la Argentina cierra un acuerdo forzando mayorías con el criterio de Guzmán, irán a juicio para impedir una proyección internacional de ese criterio.
Es posible que para Guzmán se trate de una discusión abstracta. Ayer estuvo más de dos horas en Olivos y, cuando se fue, todos quedaron convencidos de que, al final, habrá un acuerdo. La versión que circulaba ayer era que faltan 48 horas. La guerra jurídica sería, suponen Alberto Fernández y su entorno, la coartada para conseguir ventajas económicas de último momento. Los bonistas la declararon después de obtener US$10.000 millones de mejora respecto de la oferta original. Un detalle relevante que pone en tela de juicio el método de Fernández y Guzmán en la transacción: se sabe lo que cedieron porque primero hicieron pública la oferta y luego negociaron. Esa falta de astucia que se puede disculpar en un académico como el ministro. No en un político, discípulo de Kirchner, como el Presidente.
Para sacar esas últimas tajadas, hay acreedores que plantean exigencias que, saben bien, son inaceptables, para seguir subiendo el precio. Sobre todo si se leen los trabajos de Guzmán. Un profesor receloso de las pretensiones del mercado financiero, a pesar de sus antecedentes: cuando anteayer lo presentaron en el Council of the Americas, recordaron que la beca con la que fue a estudiar a Rhode Island se la otorgó Bill Rhodes. El viejo líder del Citibank. El amigo de Domingo Cavallo. El gran acreedor de los ’90. Vaaaamos Meeeeenem!!!
Los bonistas piden que la totalidad de los nuevos títulos se emitan con las cláusulas Kirchner/Fernández/Lavagna; que, en caso de default, paguen una tasa adicional de 2%; que el 50% de los fondos que obtenga el país en el mercado financiero se destine a la recompra de deuda; que si la Argentina no pasa el examen periódico del capítulo IV de la Carta del Fondo, ese aplazo sea considerado un default; que se amplíe la lista de activos embargables que hoy están envueltos por la inmunidad soberana. Si se lee la bibliografía de Guzmán y sus amigos, la escena hasta parece divertida. Los traders de Wall Street lanzan dardos sobre la foto de Stiglitz.
Así como los irrita que Guzmán se tome licencias extraordinarias con las CACs de 2016, los bonistas también se enojan cuando les dice que no puede darles más dinero porque se lo impide el Fondo. La relación con el Fondo es clave para entender todo el problema de la deuda. No solo porque el organismo es el principal acreedor del país y, por lo tanto, disputa con los acreedores privados la misma caja. También es relevante que la estrategia de Guzmán incluya reprogramar los vencimientos con el Fondo. Quiere decir que Alberto Fernández piensa discutir un programa de reformas estructurales, que es lo de Kristalina Georgieva exigirá a cambio del roll over de la deuda. Es también una señal a los bonistas. Y al Instituto Patria.
Que se prepare Georgieva. La negociación será larga. Para empezar, cuatro meses. Es la marca de Fernández. Con la deuda, con la cuarentena y hasta con la reforma judicial, para él gobernar es procrastinar.
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