Los gobiernos avanzan con reformas porque la sociedad no reacciona
Transcurridos casi treinta años desde el regreso del país a la democracia, la sociedad y nuestro sistema político aún no han zanjado definitivamente cuál es el rol preciso del sistema de Justicia ni cuál es su importancia en el tramado institucional.
Como colectivo social hemos llegado a consensos vitales en muchos temas. Por ejemplo, hemos sido contundentes en decir "nunca más" a las violaciones a los derechos humanos, forjando un acuerdo irreversible en la materia. En igual sentido, afortunadamente hoy nadie apoya la posibilidad que los militares sean una opción de gobierno. Tolerado en otros tiempos por distintos sectores sociales, hoy resulta inverosímil.
Sin embargo, no ocurre lo mismo con la Justicia. En los últimos veinte años el Poder Judicial ha sido objeto de múltiples reformas y contrarreformas, y algunas de ellas demostraron ser sumamente perjudiciales. En los noventa, se amplió la Corte Suprema, se reformó la justicia federal penal y se creó la cuestionada Cámara Nacional de Casación Penal. Semejantes decisiones no le valieron en su momento la derrota electoral al presidente Carlos Menem.
Posteriormente, hubo importantes aciertos, como la designación de figuras de prestigio en la Corte Suprema de Justicia, en los albores del gobierno de Néstor Kirchner, en medio de una nueva primavera institucional que entusiasmó a muchos. Pero también hubo serios retrocesos, como la reforma del Consejo de la Magistratura en 2006 y luego el affaire Boudou-Righi-Reposo, por el control de la Procuración General de la Nación.
Hasta ahora la ciudadanía nunca ha reaccionado con vehemencia frente a los ataques del poder político de turno hacia el sistema judicial. Mirado desde otra perspectiva, el destino de la Justicia no es un tema que preocupe a la gran mayoría de los argentinos y no hay evidencia de que dicha preocupación sea la que influya o, muchos menos, defina una contienda electoral. Los ataques a la independencia judicial y la protección a jueces oprobiosos no han sido valorativamente prioritarios al momento de votar.
Esta apatía o falta de consenso es la que permite que los gobernantes puedan impulsar reformas que atentan contra el correcto funcionamiento del sistema de justicia. El proyecto de ley enviado por la presidenta de la Nación al Congreso para modificar el Consejo de la Magistratura es un nuevo intento por minimizar el rol y el poder de nuestras instituciones judiciales, quizás el más grave desde la ampliación de los miembros de la Corte Suprema, en 1991.
Las principales fallas de la iniciativa consisten en desconocer el mandato constitucional de una composición equilibrada, asignar el control total del organismo al partido de gobierno (mediante la eliminación de las mayorías agravadas para la toma de las decisiones más sensibles), instaurar el solapamiento de las elecciones de los consejeros con los comicios partidarios, y establecer un mecanismo de dudosa constitucionalidad para la elección de los representantes del estamento de los jueces, abogados y académicos.
De aprobarse la reforma, no sólo se afectará seriamente el funcionamiento del Consejo de la Magistratura, sino que cambiará por completo la relación entre la Justicia y la política, instaurando una dependencia de la primera con la segunda.
El reparto de fuerzas en el Congreso hace pensar que el proyecto impulsado por el oficialismo será aprobado sin dificultades. ¿Debemos resignarnos a este retroceso? Quizá llegó el momento de que como comunidad política alcancemos un nuevo consenso social que establezca de manera contundente que todo intento por someter a la Justicia es inaceptable.
La oportunidad será, entonces, en los próximos comicios.