Los espejos argentinos de Bolsonaro
Hay fanáticos, pero también hay dirigentes incitan a una sociedad hiperpolarizada que no tiene tolerancia al gobierno del otro
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Brasil trae lecciones. Resuenan muy especialmente en la Argentina en el inicio de un año de elección presidencial. Interpelan particularmente al kirchnerismo, pero plantean señales de alarma a toda la política en la Argentina, especialmente a Juntos por el Cambio, con sus mayores chances de ganar las elecciones de este año.
Primera lección, que los cien días iniciales de oxígeno de una presidencia recién asumida se convierten en siete días en el contexto de una sociedad hiperpolarizada que no tiene tolerancia al gobierno del otro. Lo que no se acepta no es el rumbo de una gestión, sino la gestión misma: de ahí, la velocidad del rechazo. Es más, lo inaceptable para el fanatismo de los votantes frustrados, cuyo candidato salió derrotado, es el triunfo del otro. “Fraude” no es necesariamente una acusación realista basada en datos ciertos de manipulación electoral. Funciona ahora como uno de los conceptos políticos que definen el nuevo clima de intolerancia: el triunfo del otro político como algo inconcebible. En ese caso, una victoria del otro solo puede volverse concebible como un engaño electoral.
Siguiendo ese guion, Jair Bolsonaro o Donald Trump encendieron la mecha que terminó ardiendo en el Congreso de EE.UU. o en el Palacio del Planalto en Brasil. Es decir, hay fanáticos, pero también hay dirigentes que los incitan, aunque tomen distancia de esa reacción popular una vez que sucede. No fue el caso de Trump, pero sí de dirigentes destacados del bolsonarismo y de Bolsonaro, que desde EE.UU. cuestionó la violencia del avance sobre Brasilia. Ya era tarde.
Aunque las comparaciones con Brasil y la gravedad de la actitud de Bolsonaro y del bolsonarismo y con EE.UU. y la gravedad de la actitud de Trump y del trumpismo quedan lejos de cualquier hecho que se haya dado en la Argentina de los últimos años, hay un rasgo que complica especialmente al oficialismo kirchnerista: la decisión de Cristina Kirchner de no asistir a la entrega de los atributos de mando en el traspaso electoral de 2015.
En ese caso, “fraude” no fue el concepto que salió de la caja de herramientas de la negación política, sino el autoengaño de la ciudadanía: el voto equivocado, gente votando “en contra de sus intereses”, “desclasados”, una argumentación a la que recurre el kirchnerismo cuando busca explicar el voto popular en su contra y en favor de Cambiemos en 2015. La votación por una fuerza política de signo distinto al kirchnerismo como un accidente de la historia que no debe repetirse.
La negación de la alternancia con la ausencia de la presidenta saliente en el acto de asunción de Mauricio Macri ya pareció un capricho cuestionable en aquel diciembre. Con cada nuevo episodio de presidentes que no aceptan elecciones y generan golpes de Estado de nuevo cuño, ese hecho y su significado se agrandan. Hay un patrón que se repite: el primer paso de este nuevo tipo de golpe institucional está dado por la no aceptación de la soberanía popular por parte de un candidato o un dirigente clave. Pasó en EE.UU. con Trump y ahora con Bolsonaro en Brasil. Si no sucedió en la Argentina en 2015, no fue gracias al comportamiento político de la principal dirigente del kirchnerismo, sino a pesar de su actitud.
En esa coyuntura, no es necesario esperar meses para cuestionar a un nuevo gobierno: basta con su asunción. Casi como recordatorio cínico de la asunción de Lula el domingo 1° de enero, el domingo 8, apenas una semana después, los bolsonaristas más fanatizados dieron su versión de intento de golpe. La presidencia de Lula sigue firme, pero el avance sobre el palacio que materializa a los tres Poderes del Estado brasileño dejó claro que la institucionalidad y la autoridad presidencial enfrentan riesgos: provienen de los más fanatizados de esa casi mitad que no votó al oficialismo recién asumido.
Segunda lección: el “casi” que define a esa mitad que no votó a un nuevo presidente se vuelve un dato político inquietante. No hay fuerza que pueda ganar en primera vuelta ni en Brasil ni en la Argentina, y el ballottage que parte a la sociedad en dos mitades no hace más que institucionalizar la polarización. Es decir, la legitimidad de un gobierno que asume por una diferencia menor de votos se topa enseguida con problemas. Buena parte de la sociedad que no vota a un presidente descree de la elección o pone en cuestión su legitimidad. Sobre esa base, la dirigencia derrotada construye su estrategia obstructiva a toda velocidad.
Lo que al kirchnerismo le llevó dos años en la presidencia de Cambiemos, hasta la disrupción del proceso parlamentario de 2017 con las toneladas de piedras, podría darse a mucha mayor velocidad en este clima de política global. Es decir, un gobierno que asuma con votos muy ajustados enfrentará una presión excepcional construida desde la política de los partidos en la oposición. La era de la paciencia inicial de cien días como gesto de gentileza política parece haber quedado lejos. En Juntos por el Cambio, el ganar y por una diferencia significativa es un tema de análisis recurrente. No alcanza con ganar; hay que ganar por mucho. No solo para tener mayorías en el Congreso y poder pasar las leyes consideradas necesarias. También para tener legitimidad en la calle.
El peronismo es sensible al poder que dan los votos, pero hay una novedad: ahora los votos necesarios para construir una legitimidad que lleve a cuarteles de invierno a la intensidad kirchnerista deben ser de una contundencia mucho mayor. El kirchnerismo ya aprendió que puede perder elecciones: fue duro para su historia de triunfos presidenciales, pero el fenómeno de la derrota está normalizado y ya cuenta con estrategia de asimilación, por ejemplo, insistir en la superioridad moral del voto en su favor, una especie de ranking de calidad de voto popular que deja offside, ante sus ojos, a una elección que le es adversa. Al kirchnerismo le falta aprender que puede perder por mucho. Ese es un aprendizaje necesario para un traspaso del poder razonable.
Tercera lección: justo en el año en que se cumplen 40 años del fin de la dictadura y la recuperación de la democracia, la política local se enfrenta a disyuntivas a la hora de juzgar golpes de Estado. La brújula para determinar dónde está el mal en la política está astillada en mil pedazos. Ya no es la corporación militar la que ordena con claridad la jerarquía de los culpables de la ruptura institucional como lo fue en el 83: el Partido Militar, un otro ubicado casi por fuera de la sociedad, responsable de lo que el consenso democrático renovado logró concebir como el mal. O el escalón siguiente, un consenso en torno al rechazo de la violencia política en general, no importa de donde proviniera. Ahora el enemigo está adentro, en el otro polo del eje político: en la mitad de la ciudadanía que no vota a la otra fuerza.
En ese sentido, la política local hizo su traducción del intento sui generis de golpe en Brasil. Como cuando sucedió el atentado a la vicepresidenta, tanto Cristina Kirchner como el presidente Alberto Fernández repudiaron el golpe y encontraron una causalidad ideológica. Lo atribuyeron a un modus operandi de las fuerzas de “derecha” en el mundo. El canciller Santiago Cafiero y la portavoz presidencial, Gabriela Cerruti, le pusieron nombre y apellido al “mal” de derecha en la Argentina, Mauricio Macri: un señalamiento de pretensión republicana que es en realidad una acusación contraria a la convivencia democrática con el adversario político que gana elecciones legítimamente y reconoce derrotas.
Hay un punto especialmente crítico para el kirchnerismo: Brasil, como Venezuela, se presenta como una cuna de contradicciones del kirchnerismo. Veloz y contundente para repudiar golpes de derecha, pero lento y débil para repudiar dictaduras de izquierda consolidadas como Venezuela, Cuba o Nicaragua. Incluso el autogolpe de Pedro Castillo en Perú le demandó idas y venidas al gobierno de los Fernández hasta encontrar una oración de repudio. La derecha de Javier Milei y el Foro de Madrid y la centroderecha de Juntos por el Cambio evitó, en cambio, la doble vara y fue capaz de condenar la intentona bolsonarista.
La otra contradicción la señaló la oposición que encarna Macri o Patricia Bullrich. Brasil es además un espejo que muestra las contradicciones de un kirchnerismo que repudia el avasallamiento de la institucionalidad en un país vecino, pero retuerce el sistema democrático al límite en su cruzada contra uno de los poderes del Estado, el Judicial. Desde el kirchnerismo, hubo rechazo a una lectura que equipara carriles institucionales de cuestionamiento al Poder Judicial con la toma por asalto al Planalto. Más allá de la chicana política, la cuestión de la que escapa el kirchnerismo es si hay un hilo que conduce de ese cuestionamiento discutible al debilitamiento de las instituciones democráticas.
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