¿Los argentinos hemos aprendido la lección de la década del 70?
Quienes vivimos ese día difícilmente podamos olvidarlo. Todo se ejecutó según estaba previsto: el operativo a cargo de jefes de las tres fuerzas armadas para detener al helicóptero de la Presidente de la Nación en el Aeroparque; el operativo rumor que incluyó el anuncio de lo que ocurriría horas más tarde en la edición vespertina de un diario; aeropuertos cerrados, embajadas extranjeras custodiadas; la vigilia de las fuerzas comprometidas en el golpe; el listado de los que debían ser detenidos en las primeras horas del 24 de marzo.
Luego de semanas de alta tensión, el país entero se llamó a silencio. La prensa aceptó controles, veedores, prohibiciones. La decisión, en manos de unos pocos, pretendió ganarle la batalla a la subversión con un baño de sangre.
En la historia tantas veces narrada, la sociedad argentina tiene el papel de la víctima mientras que el de victimarios corresponde a los militares y sus aliados civiles.
Tal esquema, dividido entre el bien y el mal absolutos, no da pie a preguntas, o las descalifica por ser políticamente incorrectas. Sin embargo, vale la pena detenerse en las responsabilidades de la clase dirigente, política, sindical, empresaria e intelectual en este drama que ya venía dando prueba de su matriz perversa.
Una parte importante de los actores políticos de la época descreía de los valores de la democracia, sea porque querían concretar la "patria socialista" y no vacilaban en salir a matar en el nombre del pueblo, o porque, desde la vereda de enfrente habían aceptado el llamado a elecciones y la vuelta del ex presidente Juan Domingo Perón como una solución transitoria.
Poco tardaron los dos extremos en conjugar el verbo aniquilar, término que figura en los dos decretos presidenciales de 1975, así como en las páginas de la prensa clandestina que editaba la agrupación Montoneros.
El desprecio por la vida es la marca de aquellos años en los grupos enfrentados en la lucha por el poder. Todo lo que constituye la lenta construcción de una convivencia democrática pasó desapercibido. La política fue incapaz de hallar una solución constitucional al conflicto. Más visible fue la puja sectorial y el desmadre de la economía que confluyeron en el Rodrigazo; la lucha sangrienta entre peronistas ortodoxos y radicalizados y la represión por izquierda permitida por un gobierno vacilante conducido por personas que no estaban a la altura de sus cargos.
¿Hemos aprendido la lección de los años 70? Sin duda en los años 80 quien más contribuyó a la revalorización de la democracia fue el presidente Raúl Alfonsín. Ese es su legado histórico pacificador e integrador.
La democracia sobrevivió a la corrupción de los años 90, a la crisis de 2001 y 2002, y al discurso amigo/enemigo de las presidencias de los Kirchner.
Hoy se advierten señales positivas en los poderes ejecutivos de Nación y provincias y en el Congreso, donde se plantean intereses concretos y se retomó el diálogo.
Vale mencionar que la práctica de la democracia también exige a sus grandes y pequeños protagonistas una dosis esencial de decoro, idoneidad y voluntad de servicio. Fortalecer el sistema republicano en el día a día, constituye no sólo una necesidad, sino también el mejor recuerdo y homenaje a todas las víctimas de la tragedia en nuestra historia reciente.
La autora es historiadora
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